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Huellas N.9, Diciembre 1987

ORIENTE MEDIO

¿Tradición o traición? El fundamentalismo islámico a la palestra

Guadalupe Arbona y Fernando de Haro

Dentro de nuestra cultura oc­cidental, cuando alguien quiere descalificar a una persona, lo más apropiado es tacharla de «inte­grista». Tanto más cuando se tra­ta de una experiencia religiosa. Entonces, la acusación es contra aquellos que, todavía en el siglo XX, no creen en el dios del pro­greso y la modernidad.
Hoy parece, más que nunca, que estos dos factores denigra­dos por nuestra sociedad se en­cuentran unidos y corroborados en el Medio Oriente: en el Irán de Jomeini, en el terrorismo si­rio, en los emigrantes marro­quíes que desequilibran el
con­fort europeo y en los reacciona­rios egipcios que acaban con la obra de apertura de Sadat.
La mirada hacia Oriente, vul­garizada por los medios de co­municación, es superficial cuan­do establece categorías que nos alejan de un deseo de búsqueda de la raíz del problema. Es este antirrealismo el que dificulta la comprensión de situaciones cul­turales alejadas de las nuestras y que hoy conmocionan al mundo (aunque sólo sea por la incomo­didad que suponen). Pero vaya­mos más allá: son esta ceguera y parcialidad las que impiden la comprensión de nuestra propia identidad, porque nos reducen a meros repetidores del dictado común.


LOS ORÍGENES EXISTENCIALISTAS DE LA REVOLUCIÓN IRANÍ
El fundamentalismo no es una realidad homogénea ni en sus ma­nifestaciones ni en sus orígenes. Comencemos por el integrismo iraní, que ha nacido, más o menos directamente, de la filosofía euro­pea de los años '60. El padre teó­rico de la revolución persa fue Ali Shaziaty. Este personaje no es un teólogo islámico sino más bien todo lo contario. Estudia en Fran­cia en los momentos en que Euro­pa estaba sacudida por la fiebre existencialista y su postura, sus ideas, y sus discursos reproducen prácticamente lo que Fenon, ins­pirador de la revolución argelina, había desarrollado de prestado de Sartre y, como él, desprecian lo re­ligioso. Cuando Shaziaty vuelve a Irán y comienza difundir su doc­trina entre la intelectualidad y los universitarios, utiliza terminolo­gía islámica, pero sólo con inten­ciones tácticas. El sentido religio­so ha desaprecido y la Sharia, la ley islámica, y el vocabuliario co­ránico son el cebo para atraer a las masas y realizar un programa po­lítico secularista.
Para cumplir este proyecto, Shariaty no rechaza la violencia: asume la valoración que Fenon hace de la misma como liberado­ra. La violencia es buena porque limpia el corazón del hombre. Tras el ambiente de supuesta res­tauración religiosa creado por Shariaty, Jomeini, apoyado no sólo por las fuerzas integristas, sino también por simples opositores del régimen del Sha, en 1979 al­canza el poder. Entre 1979 y 1981 se libra de las fuerzas que podrían estorbar sus proyectos. Y comien­za a poner en práctica el gobierno de los juristas, situando a los mis­mos juristas sobre los reyes y pro­mulgando una constitución que atribuye al Ulema, hombre reli­gioso, la tarea de gobierno y la fa­cultad de designar al Consejo de los Guardianes. El Consejo de los Guardianes es el órgano encarga­do de velar por que las leyes civi­les estén de acuerdo con las nor­mas islámicas. En resumidas cuen­tas, instituye una teocracia. Lo que, según los islamólogos, «es algo casi sin precedentes en la historia musulmana». Los Ulemas habían rechazado habitualmente el servi­cio al gobierno, y su interés se cen­traba en las obligaciones del culto y la ley privada: «Desde todo pun­to de vista, Jomeini representa algo nuevo» (Jahid).
El régimen iraní crea un siste­ma de tribunales para aplicar la Sharia, expulsa a los no musulma­nes de la administración pública, aplica una ley penal sangrienta, militariza el país desde la infancia. Insulta y desprecia a Arabia Sau­dí, entabla una guerra con lrak, odia genéricamente a Occidente, a Estados Unidos lo llama «el gran Satán» y no parece querer cesar sus hostilidades hasta provocar una nueva guerra, pero tampoco son mejores sus relaciones con los países comunistas. Prácticamente todo el mundo exterior es enemi­go, aunque no por eso tiene algún reparo en comprar armas a quien realice la mejor oferta.
Parece que el ideal de Fenon respecto a la violencia se ha reali­zado no sólo en Irán, sino en to­dos los países donde el integrismo está presente. Pero el origen de esta violenta no es la religión, sino la ideología. Porque la afir­mación de una auténtica certeza religiosa nunca provoca la nega­ción de los otros, ya sean indivi­duos o naciones. Nunca se sitúa «frente», sino que desarrolla la ca­pacidad para acoger y respetar rodo. Sin embargo, para la ideolo­gía, afirmar es negar, porque los otros no puede ser asumidos y comprendidos en su auténtica rea­lidad.
El integrismo ha considerado al ateísmo como su principal ene­migo, y contra él reacciona violen­tamente. Pero esta agresividad «no surge de donde surge toda verdadera actitud religiosa, de una confianza en el poder de Dios, sino del miedo y de la impotencia que son lo contrario de la actitud religiosa. Esa defensa apasionada y violenta de la religión termina casi siempre en la alianza con un poder político, que se encarga de variar lo que había de impulso religioso en el movimiento de reac­ción, y de usarlo para nis fines, que no son precisamente religio­sos» (Mons. Javier Martínez, Mee­ting de Atenas).

EL PROFETA COMO JEFE Y EL CORÁN COMO CONSTITUCIÓN
Junto a Irán, una de las mayo­res fuerzas fundamentalistas en Oriente Medio es la «Asociación de los Hermanos Musulmanes», que nació en Egipto fundada por el carismático profesor Hassan Al Banna bajo el lema «Alá es nues­tro ideal, el profeta nuestro jefe y el Corán nuestra constitución», y sus partidarios se agruparon no sólo en células, sino también en formaciones armadas y bandas se­cretas. Cuando en 1948 surge el enfrentamiento árabe contra Is­rael apoyan enérgicamente la lu­cha en su país. Pero, como más tarde asesinan al jefe de policía de El Cairo, acaban en la clandestinidad. Y, aunque hay un corro perío­do en el que el Rey Faruc recono­ce la legalidad de la asociación, la sospecha de que estuviese armán­dose para realizar un golpe de es­tado provoca que Nasser, el nue­vo Jefe del Estado, la disuelva y or­ganice una sistemática persecu­ción contra los «Hermanos Mu­sulmanes». Los miembros más co­nocidos se marchan de Egipto y comienzan a fundar con éxito la Asociación en otros países.
Los «Hermanos Musulmanes» se consideran un movimiento re­formista que vela por la ortodoxia musulmana y a la vez se sustenta en la doctrina socialista, constitu­yéndose en sociedad cultural y ciencífica y en compañía económi­ca. En todo momento, ya sea a tra­vés de la estructura de un partido político o propugnando la violen­cia y el apoyo a rebeldes de iz­quierdas, su intención ha sido con­quistar el poder. Esta doctrina y su expresión es la que se extiende por el mundo árabe tras la per­secución.
En Jordania, incialmente, son permitidos por el gobierno y su principal actividad es la ayuda a la «Asociación Siria», donde los «Hermanos Musulmanes» organi­zan un terrorismo sistemático para desestabilizar el régimen de Asad. Acusan al régimen sirio de colaboracionismo con los cristia­nos y, al final de los años '70, pa­san a la acción: en 1979 asesinan a cincuenta cadetes de la Escuela de Artillería de Alepo; en 1980 atentan contra el personal militar soviético, causan daños continuos a la propiedad del Estado y termi­nan dirigiéndose contra la vida de Asad. Todo ello unido a disturbios continuos en el país. El gobierno opta por la vía dura: en 1982, como reprimenda tras una masa­cre de 300 soldados, ejecuta a 35.000 personas.
Donde quizás más éxito legis­lativo alcanza la Asociación es en el país donde nació. Cuando Sadat llega al poder en 1971 la legaliza y en 1980 los «Hermanos Musul­manes» alcanzan su sueño: la ley islámica, a partir de ese momen­to, se convierte en la principal fuente legislativa de Egipto. Pero, alcanzado el sueño dorado, la paz no llega y, tras las agitaciones es­tudiantiles y la persecución a los cristianos coptos, Sadat cae asesi­nado por un grupo de fundamen­calistas radicales. Tras Sadat, con Mubazak, la situación no varía y ciertos grupos no dejan de procla­mar que sólo la aplicación de la Sharia puede librarles del desor­den.
En el lema inicial de la Asocia­ción, se contiene una de las pre­tensiones esenciales de todo el fundamentalismo: convertir los Estados Árabes en Estados Islámi­cos. La ley Islámica, la Sharia, ela­borada por los doctores del dere­cho tornando el Corán y la tradi­ción corno fuentes directas, tiene una validez eterna y se debe cum­plir al pie de la letra. El funda­mentalismo insiste en la necesidad de paliar el aspecto público de la legislación (regulador de la estruc­tura estatal) para que la comuni­dad musulmana, la Unma, tenga la misma vitalidad que tuvo en los tiempos de los profetas. No es re­cuperar la tradición la aplicación de la ley pública, porque ésta nunca se realizó históricamente y el Is­lam se ha centrado en los aspec­tos privados y familiares. Y, por otra parte, no está claro en la teo­logía islámica que la religión deba formar un todo con el Estado. Al­gunas entidades como el Groupe de Recherches Islamochratien (Grupo de Investigaciones Cristia­noislámicas), consideran esta identificación como un fruto de la historia. A diferencia de éste, el proyecto constitucional elaborado por la mezquita-universidad de Al-Azhjar defendía el Estado con­fesional en su articulado.
Pero no hace falta entrar en la clarificación de si el Islam es o no necesariamente confesional para afirmar que el confesionalismo fundamentalista es un fenómeno moderno. Nace de cierta mentali­dad moderna el deseo de hacer triunfar certezas no dirigiéndose a la conciencia, al sujeto, sino ins­taurando determinadas estructu­ras políticas y económicas.
Es progresismo (filosofía polí­tica contemporánea que ha acaba­do imponiéndose) tener como principal afán unas estructuras ideales. Situar en este afán todo el anhelo humano siempre conduce a la intolerancia y el escepticismo.
En otros países donde la Sha­ria ha triunfado, la situación es dramática. En Sudán, la ley islámi­ca fue instaurada en 1983. Su apli­cación discriminatoria, general­mente contra los pobres e igno­rantes, de forma inhumana, injus­ta, sumaria y con castigos absolu­tamente desproporcionados, muestra que el nuevo proyecto va contra toda dignidad religiosa y contra toda dignidad humana.
Los rostros que toma el funda­mentalismo son diversos: la «lla­mada Islámica» en Irak; el inte­grismo marroquí (frenado por Hassan II); el resurgir de las doc­trinas Wahhabies realizado por Utaybi en Arabia Saudí; el acoso del difunto Burguiba en Túnez, y la desestabilización sistemática. Hasta llegar a la caricatura libia, donde Gaddafi pasa de realizar un golpe de Estado «para revitalizar el Islam» a afirmar: «¿Qué ha he­cho Mahoma que no haya hecho yo?».

EL FUNDAMENTALISMO NO ES UN FENÓMENO RELIGIOSO
¿Qué es el integrismo? ¿Res­ponde a una vuelta a los orígenes del Islam? ¿Cómo se explica en­tonces la violencia? Dados los fru­tos, ¿se confirma la tesis de «reli­gión igual a fanatismo»?
Ante estas preguntas, la reac­ción es de desconcierto: el poder de los medios de comunicación es mayor de lo que pensamos. Segu­ramente, nuestra primera reacción es la de coincidir con sus juicios: el resurgir del Islam es un fanatis­mo. Es un hecho religioso que in­tenta hacerse presente en los niveles social, cultural y político (por naturaleza laicos). las conse­cuencias de este fanatismo son la violencia, el terrorismo de Estado, el estancamiento en el pasado, el confesionalismo, etc. La conside­ración lógica es, por lo tanto, que la religión se opone a la razón, que es fuente de violencia, de intole­rancia y que encarna una visión del pasado.
Iluminados por el desarrollo histórico del fundamentalismo, podemos disipar la confusión: el fundamentalismo no es un fenó­meno religioso. Como hemos visto, los difusores de estos movi­miento «beben» en Europa; una Europa vacía que ha rechazado a Dios porque creía que para ser más hombre necesitaba olvidar a Dios. Este vacío se ha rellenado de ideología. Los líderes fundamenta­lista han tomado el vocabulario re­ligioso como escudo para atacar al enemigo.
Poseen, como toda ideología, un plan para transformar el mun­do, para alcanzar un paraíso en la tierra: volver a tiempos de Maho­ma. Así crece el espejismo de una utopía. Todos los medios son líci­tos para alcanzar un tiempo que nunca vendrá, y que, por ello, hace al hombre violento. Esta postura fundamentalista está en clara opo­sición con la verdadera postura re­ligiosa e islámica, que es la rela­ción con el infinito, con el «cle­mente y misericordioso». Un ejemplo de ello es la recitación constante de los noventa y nueve nombres de Alá. Como dice Mark Dannes: «Cuanto más ruido el fundamentalismo, más decrece el verdadero Islam».
Una cultura religiosa está he­cha para el hombre y es cauce para el desarrollo global de la persona. Esto significa que hace referencia al sentido y centro de la vida. Cuando, sin embargo, en nombre de una idea se juzga la realidad, paulatinamente se va resquebra­jando la unidad personal y social.
Nacen los «tiras» y «aflojas» y los «opinionismos» que terminan siendo imposiciones de los más poderosos. No hace falta buscar mucho para encontrar totalitaris­mos en nombre de un valor justo: el fascismo luchaba por una con­ciencia de nación; el socialismo exhortaba a la revolución en nombre de la liberación de los oprimidos y de la justicia social. Hoy, en el Me­dio Oriente, nos encontramos ante un proceso parecido: el fanatismo islámico que, amedrentado por la modernidad occidental, intenta imponer (¡y con qué medios!) una vuelta a Mahoma.
Sin duda, este purismo nace de un deseo justo: la vuelta a la pro­pia tradición. Pero, entonces, nos preguntamos: ¿cómo este deseo religioso puede llegar a conse­cuencias tan atroces como la vio­lencia en nombre de Alá y el terro­rismo de Estado? Nos encontra­mos ante una encrucijada: o la tra­dición religiosa general irraciona­bilidad y violencia, o bien algo fa­lla. Creemos que el fondo del con­flicto radica en el verdadero senti­do de tradición. El ejemplo de Irán es claro: un país que pasa de una apertura a Occidente y a su pro­puesta de progreso y moderniza­ción arrancando de raíz su pasado histórico y cultural (lo que, clara­mente, ocurría con el Sha), a una vuelta violenta y reaccionaria ha­cia su «supuesta» tradición. Y de­cimos «supuesta» porque hoy las mujeres iraníes se cubren como nunca lo habían hecho en Persia. Todo pueblo tiene una historia ligada a una tradición. El hecho de ser nación le dota de un bagaje de manifestaciones y expresiones hu­manas que le hacen comprender­se más a sí mismo: sin embargo, la tradición puede reducirse a for­malismos, ritualismos y ser causa de muerte para una sociedad si no se comprende su valor: «Este fac­tor de la vida está fuertemente conectado con el problema religioso. En efecto, el valor religioso unifi­ca pasado, presente y futuro y, cuando es auténtico, es profunda­mente amigo de apreciar todo ma­tiz del pasado, igual que se dispo­ne a sumir cualquier riesgo ante el futuro, y es indómito, insomne y vigilante, según la expresión del Evangelio, en el presente. (...) La tradición es como una hipótesis de trabajo con la que la naturaleza nos pone a operar en la gran can­tera de la vida y de la historia» (Luigi Giussani, El sentido reli­gioso).
La tradición islámica se centra en el sentido religioso, en la fe en Alá. La criatura finita se relaciona con el infinito que la permite com­prenderse a sí misma y expresar su humanidad. Esta tradición cho­ca con la modernidad por medio del colonialismo del siglo XIX o por los intereses petroleros del si­glo XX. Y, como dice un prover­bio inglés, «las mercancías nunca viajan solas»: ante este contacto, en Oriente algunos se dejan sedu­cir por la posibilidad de ser hom­bres sin Dios; otros, ya vacíos, prefieren aferrarse a una tradición transformada en tradicionalismo, aunque en el encuentro entre lai­cistas e integristas se asomen tí­midamente las posturas reformis­tas, aún minoritarias.
Los refor­mistas quieren asumir el desafío de la modernidad sin renegar en modo alguno del espíritu religioso de la tradición. Se trata de revita­lizar el Islam en el contexto del mundo contemporáneo.
No queremos ignorar a millo­nes de musulmanes que hoy viven una fe sincera. Todos aquellos que invocan y alaban a Alá diariamen­te en la mezquita, o aquellos que ofrecen sus limosnas a los necesi­tados, o todos los que peregrinan a La Meca pidiendo la salvación de sus vidas.
Como exhortó Juan Pablo II a los jóvenes marroquíes, «nuestro diálogo se deriva de una fe hacia Dios y supone que sabemos reco­nocer a Dios con la fe y dar testi­monio de Él con la palabra y con la acción en un mundo cada vez más secularizado y a veces tam­bién ateo».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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