Dentro de nuestra cultura occidental, cuando alguien quiere descalificar a una persona, lo más apropiado es tacharla de «integrista». Tanto más cuando se trata de una experiencia religiosa. Entonces, la acusación es contra aquellos que, todavía en el siglo XX, no creen en el dios del progreso y la modernidad.
Hoy parece, más que nunca, que estos dos factores denigrados por nuestra sociedad se encuentran unidos y corroborados en el Medio Oriente: en el Irán de Jomeini, en el terrorismo sirio, en los emigrantes marroquíes que desequilibran el confort europeo y en los reaccionarios egipcios que acaban con la obra de apertura de Sadat.
La mirada hacia Oriente, vulgarizada por los medios de comunicación, es superficial cuando establece categorías que nos alejan de un deseo de búsqueda de la raíz del problema. Es este antirrealismo el que dificulta la comprensión de situaciones culturales alejadas de las nuestras y que hoy conmocionan al mundo (aunque sólo sea por la incomodidad que suponen). Pero vayamos más allá: son esta ceguera y parcialidad las que impiden la comprensión de nuestra propia identidad, porque nos reducen a meros repetidores del dictado común.
LOS ORÍGENES EXISTENCIALISTAS DE LA REVOLUCIÓN IRANÍ
El fundamentalismo no es una realidad homogénea ni en sus manifestaciones ni en sus orígenes. Comencemos por el integrismo iraní, que ha nacido, más o menos directamente, de la filosofía europea de los años '60. El padre teórico de la revolución persa fue Ali Shaziaty. Este personaje no es un teólogo islámico sino más bien todo lo contario. Estudia en Francia en los momentos en que Europa estaba sacudida por la fiebre existencialista y su postura, sus ideas, y sus discursos reproducen prácticamente lo que Fenon, inspirador de la revolución argelina, había desarrollado de prestado de Sartre y, como él, desprecian lo religioso. Cuando Shaziaty vuelve a Irán y comienza difundir su doctrina entre la intelectualidad y los universitarios, utiliza terminología islámica, pero sólo con intenciones tácticas. El sentido religioso ha desaprecido y la Sharia, la ley islámica, y el vocabuliario coránico son el cebo para atraer a las masas y realizar un programa político secularista.
Para cumplir este proyecto, Shariaty no rechaza la violencia: asume la valoración que Fenon hace de la misma como liberadora. La violencia es buena porque limpia el corazón del hombre. Tras el ambiente de supuesta restauración religiosa creado por Shariaty, Jomeini, apoyado no sólo por las fuerzas integristas, sino también por simples opositores del régimen del Sha, en 1979 alcanza el poder. Entre 1979 y 1981 se libra de las fuerzas que podrían estorbar sus proyectos. Y comienza a poner en práctica el gobierno de los juristas, situando a los mismos juristas sobre los reyes y promulgando una constitución que atribuye al Ulema, hombre religioso, la tarea de gobierno y la facultad de designar al Consejo de los Guardianes. El Consejo de los Guardianes es el órgano encargado de velar por que las leyes civiles estén de acuerdo con las normas islámicas. En resumidas cuentas, instituye una teocracia. Lo que, según los islamólogos, «es algo casi sin precedentes en la historia musulmana». Los Ulemas habían rechazado habitualmente el servicio al gobierno, y su interés se centraba en las obligaciones del culto y la ley privada: «Desde todo punto de vista, Jomeini representa algo nuevo» (Jahid).
El régimen iraní crea un sistema de tribunales para aplicar la Sharia, expulsa a los no musulmanes de la administración pública, aplica una ley penal sangrienta, militariza el país desde la infancia. Insulta y desprecia a Arabia Saudí, entabla una guerra con lrak, odia genéricamente a Occidente, a Estados Unidos lo llama «el gran Satán» y no parece querer cesar sus hostilidades hasta provocar una nueva guerra, pero tampoco son mejores sus relaciones con los países comunistas. Prácticamente todo el mundo exterior es enemigo, aunque no por eso tiene algún reparo en comprar armas a quien realice la mejor oferta.
Parece que el ideal de Fenon respecto a la violencia se ha realizado no sólo en Irán, sino en todos los países donde el integrismo está presente. Pero el origen de esta violenta no es la religión, sino la ideología. Porque la afirmación de una auténtica certeza religiosa nunca provoca la negación de los otros, ya sean individuos o naciones. Nunca se sitúa «frente», sino que desarrolla la capacidad para acoger y respetar rodo. Sin embargo, para la ideología, afirmar es negar, porque los otros no puede ser asumidos y comprendidos en su auténtica realidad.
El integrismo ha considerado al ateísmo como su principal enemigo, y contra él reacciona violentamente. Pero esta agresividad «no surge de donde surge toda verdadera actitud religiosa, de una confianza en el poder de Dios, sino del miedo y de la impotencia que son lo contrario de la actitud religiosa. Esa defensa apasionada y violenta de la religión termina casi siempre en la alianza con un poder político, que se encarga de variar lo que había de impulso religioso en el movimiento de reacción, y de usarlo para nis fines, que no son precisamente religiosos» (Mons. Javier Martínez, Meeting de Atenas).
EL PROFETA COMO JEFE Y EL CORÁN COMO CONSTITUCIÓN
Junto a Irán, una de las mayores fuerzas fundamentalistas en Oriente Medio es la «Asociación de los Hermanos Musulmanes», que nació en Egipto fundada por el carismático profesor Hassan Al Banna bajo el lema «Alá es nuestro ideal, el profeta nuestro jefe y el Corán nuestra constitución», y sus partidarios se agruparon no sólo en células, sino también en formaciones armadas y bandas secretas. Cuando en 1948 surge el enfrentamiento árabe contra Israel apoyan enérgicamente la lucha en su país. Pero, como más tarde asesinan al jefe de policía de El Cairo, acaban en la clandestinidad. Y, aunque hay un corro período en el que el Rey Faruc reconoce la legalidad de la asociación, la sospecha de que estuviese armándose para realizar un golpe de estado provoca que Nasser, el nuevo Jefe del Estado, la disuelva y organice una sistemática persecución contra los «Hermanos Musulmanes». Los miembros más conocidos se marchan de Egipto y comienzan a fundar con éxito la Asociación en otros países.
Los «Hermanos Musulmanes» se consideran un movimiento reformista que vela por la ortodoxia musulmana y a la vez se sustenta en la doctrina socialista, constituyéndose en sociedad cultural y ciencífica y en compañía económica. En todo momento, ya sea a través de la estructura de un partido político o propugnando la violencia y el apoyo a rebeldes de izquierdas, su intención ha sido conquistar el poder. Esta doctrina y su expresión es la que se extiende por el mundo árabe tras la persecución.
En Jordania, incialmente, son permitidos por el gobierno y su principal actividad es la ayuda a la «Asociación Siria», donde los «Hermanos Musulmanes» organizan un terrorismo sistemático para desestabilizar el régimen de Asad. Acusan al régimen sirio de colaboracionismo con los cristianos y, al final de los años '70, pasan a la acción: en 1979 asesinan a cincuenta cadetes de la Escuela de Artillería de Alepo; en 1980 atentan contra el personal militar soviético, causan daños continuos a la propiedad del Estado y terminan dirigiéndose contra la vida de Asad. Todo ello unido a disturbios continuos en el país. El gobierno opta por la vía dura: en 1982, como reprimenda tras una masacre de 300 soldados, ejecuta a 35.000 personas.
Donde quizás más éxito legislativo alcanza la Asociación es en el país donde nació. Cuando Sadat llega al poder en 1971 la legaliza y en 1980 los «Hermanos Musulmanes» alcanzan su sueño: la ley islámica, a partir de ese momento, se convierte en la principal fuente legislativa de Egipto. Pero, alcanzado el sueño dorado, la paz no llega y, tras las agitaciones estudiantiles y la persecución a los cristianos coptos, Sadat cae asesinado por un grupo de fundamencalistas radicales. Tras Sadat, con Mubazak, la situación no varía y ciertos grupos no dejan de proclamar que sólo la aplicación de la Sharia puede librarles del desorden.
En el lema inicial de la Asociación, se contiene una de las pretensiones esenciales de todo el fundamentalismo: convertir los Estados Árabes en Estados Islámicos. La ley Islámica, la Sharia, elaborada por los doctores del derecho tornando el Corán y la tradición corno fuentes directas, tiene una validez eterna y se debe cumplir al pie de la letra. El fundamentalismo insiste en la necesidad de paliar el aspecto público de la legislación (regulador de la estructura estatal) para que la comunidad musulmana, la Unma, tenga la misma vitalidad que tuvo en los tiempos de los profetas. No es recuperar la tradición la aplicación de la ley pública, porque ésta nunca se realizó históricamente y el Islam se ha centrado en los aspectos privados y familiares. Y, por otra parte, no está claro en la teología islámica que la religión deba formar un todo con el Estado. Algunas entidades como el Groupe de Recherches Islamochratien (Grupo de Investigaciones Cristianoislámicas), consideran esta identificación como un fruto de la historia. A diferencia de éste, el proyecto constitucional elaborado por la mezquita-universidad de Al-Azhjar defendía el Estado confesional en su articulado.
Pero no hace falta entrar en la clarificación de si el Islam es o no necesariamente confesional para afirmar que el confesionalismo fundamentalista es un fenómeno moderno. Nace de cierta mentalidad moderna el deseo de hacer triunfar certezas no dirigiéndose a la conciencia, al sujeto, sino instaurando determinadas estructuras políticas y económicas.
Es progresismo (filosofía política contemporánea que ha acabado imponiéndose) tener como principal afán unas estructuras ideales. Situar en este afán todo el anhelo humano siempre conduce a la intolerancia y el escepticismo.
En otros países donde la Sharia ha triunfado, la situación es dramática. En Sudán, la ley islámica fue instaurada en 1983. Su aplicación discriminatoria, generalmente contra los pobres e ignorantes, de forma inhumana, injusta, sumaria y con castigos absolutamente desproporcionados, muestra que el nuevo proyecto va contra toda dignidad religiosa y contra toda dignidad humana.
Los rostros que toma el fundamentalismo son diversos: la «llamada Islámica» en Irak; el integrismo marroquí (frenado por Hassan II); el resurgir de las doctrinas Wahhabies realizado por Utaybi en Arabia Saudí; el acoso del difunto Burguiba en Túnez, y la desestabilización sistemática. Hasta llegar a la caricatura libia, donde Gaddafi pasa de realizar un golpe de Estado «para revitalizar el Islam» a afirmar: «¿Qué ha hecho Mahoma que no haya hecho yo?».
EL FUNDAMENTALISMO NO ES UN FENÓMENO RELIGIOSO
¿Qué es el integrismo? ¿Responde a una vuelta a los orígenes del Islam? ¿Cómo se explica entonces la violencia? Dados los frutos, ¿se confirma la tesis de «religión igual a fanatismo»?
Ante estas preguntas, la reacción es de desconcierto: el poder de los medios de comunicación es mayor de lo que pensamos. Seguramente, nuestra primera reacción es la de coincidir con sus juicios: el resurgir del Islam es un fanatismo. Es un hecho religioso que intenta hacerse presente en los niveles social, cultural y político (por naturaleza laicos). las consecuencias de este fanatismo son la violencia, el terrorismo de Estado, el estancamiento en el pasado, el confesionalismo, etc. La consideración lógica es, por lo tanto, que la religión se opone a la razón, que es fuente de violencia, de intolerancia y que encarna una visión del pasado.
Iluminados por el desarrollo histórico del fundamentalismo, podemos disipar la confusión: el fundamentalismo no es un fenómeno religioso. Como hemos visto, los difusores de estos movimiento «beben» en Europa; una Europa vacía que ha rechazado a Dios porque creía que para ser más hombre necesitaba olvidar a Dios. Este vacío se ha rellenado de ideología. Los líderes fundamentalista han tomado el vocabulario religioso como escudo para atacar al enemigo.
Poseen, como toda ideología, un plan para transformar el mundo, para alcanzar un paraíso en la tierra: volver a tiempos de Mahoma. Así crece el espejismo de una utopía. Todos los medios son lícitos para alcanzar un tiempo que nunca vendrá, y que, por ello, hace al hombre violento. Esta postura fundamentalista está en clara oposición con la verdadera postura religiosa e islámica, que es la relación con el infinito, con el «clemente y misericordioso». Un ejemplo de ello es la recitación constante de los noventa y nueve nombres de Alá. Como dice Mark Dannes: «Cuanto más ruido el fundamentalismo, más decrece el verdadero Islam».
Una cultura religiosa está hecha para el hombre y es cauce para el desarrollo global de la persona. Esto significa que hace referencia al sentido y centro de la vida. Cuando, sin embargo, en nombre de una idea se juzga la realidad, paulatinamente se va resquebrajando la unidad personal y social.
Nacen los «tiras» y «aflojas» y los «opinionismos» que terminan siendo imposiciones de los más poderosos. No hace falta buscar mucho para encontrar totalitarismos en nombre de un valor justo: el fascismo luchaba por una conciencia de nación; el socialismo exhortaba a la revolución en nombre de la liberación de los oprimidos y de la justicia social. Hoy, en el Medio Oriente, nos encontramos ante un proceso parecido: el fanatismo islámico que, amedrentado por la modernidad occidental, intenta imponer (¡y con qué medios!) una vuelta a Mahoma.
Sin duda, este purismo nace de un deseo justo: la vuelta a la propia tradición. Pero, entonces, nos preguntamos: ¿cómo este deseo religioso puede llegar a consecuencias tan atroces como la violencia en nombre de Alá y el terrorismo de Estado? Nos encontramos ante una encrucijada: o la tradición religiosa general irracionabilidad y violencia, o bien algo falla. Creemos que el fondo del conflicto radica en el verdadero sentido de tradición. El ejemplo de Irán es claro: un país que pasa de una apertura a Occidente y a su propuesta de progreso y modernización arrancando de raíz su pasado histórico y cultural (lo que, claramente, ocurría con el Sha), a una vuelta violenta y reaccionaria hacia su «supuesta» tradición. Y decimos «supuesta» porque hoy las mujeres iraníes se cubren como nunca lo habían hecho en Persia. Todo pueblo tiene una historia ligada a una tradición. El hecho de ser nación le dota de un bagaje de manifestaciones y expresiones humanas que le hacen comprenderse más a sí mismo: sin embargo, la tradición puede reducirse a formalismos, ritualismos y ser causa de muerte para una sociedad si no se comprende su valor: «Este factor de la vida está fuertemente conectado con el problema religioso. En efecto, el valor religioso unifica pasado, presente y futuro y, cuando es auténtico, es profundamente amigo de apreciar todo matiz del pasado, igual que se dispone a sumir cualquier riesgo ante el futuro, y es indómito, insomne y vigilante, según la expresión del Evangelio, en el presente. (...) La tradición es como una hipótesis de trabajo con la que la naturaleza nos pone a operar en la gran cantera de la vida y de la historia» (Luigi Giussani, El sentido religioso).
La tradición islámica se centra en el sentido religioso, en la fe en Alá. La criatura finita se relaciona con el infinito que la permite comprenderse a sí misma y expresar su humanidad. Esta tradición choca con la modernidad por medio del colonialismo del siglo XIX o por los intereses petroleros del siglo XX. Y, como dice un proverbio inglés, «las mercancías nunca viajan solas»: ante este contacto, en Oriente algunos se dejan seducir por la posibilidad de ser hombres sin Dios; otros, ya vacíos, prefieren aferrarse a una tradición transformada en tradicionalismo, aunque en el encuentro entre laicistas e integristas se asomen tímidamente las posturas reformistas, aún minoritarias.
Los reformistas quieren asumir el desafío de la modernidad sin renegar en modo alguno del espíritu religioso de la tradición. Se trata de revitalizar el Islam en el contexto del mundo contemporáneo.
No queremos ignorar a millones de musulmanes que hoy viven una fe sincera. Todos aquellos que invocan y alaban a Alá diariamente en la mezquita, o aquellos que ofrecen sus limosnas a los necesitados, o todos los que peregrinan a La Meca pidiendo la salvación de sus vidas.
Como exhortó Juan Pablo II a los jóvenes marroquíes, «nuestro diálogo se deriva de una fe hacia Dios y supone que sabemos reconocer a Dios con la fe y dar testimonio de Él con la palabra y con la acción en un mundo cada vez más secularizado y a veces también ateo».
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