Desde las «nuevas publicaciones», un modelo de hombre «nuevo»
En un país tradicionalmente conocido por su escasa afición a la lectura, sorprende que surjan en cascada nuevos y ambiciosos semanarios (Panorama, El Independiente, El Globo... ) que, además, se disputan en buena medida el mismo conjunto de hipotéticos lectores. Bien es cierto que el excedente publicitario que tienen en su haber algunos grupos editoriales, permite la paradoja de fabricar un producto informativo en función de la publicidad, que constituye a veces el verdadero armazón del semanario. Pero esto, por sí mismo, no explica suficientemente el fenómeno que nos ocupa.
Naturalmente que en las diversas publicaciones aparecidas en un lapsus relativamente corto de tiempo, existen diferencias de matiz, tanto en su forma como en su contenido y posición. Sin embargo, no resulta difícil encontrar múltiples coincidencias que permiten identificar las claves de pensamiento que subyacen en todas ellas.
LA ESPAÑA QUE EMERGE Y SUS PERSONAJES
En primer lugar, llama poderosamente la atención el «optimismo» con que se contempla la realidad española de hoy. «Estamos asistiendo a una nueva Ilustración», proclamaba el profesor Tierno en los años de la transición política; parece que un eco de aquella solemne afirmación se levantara de las páginas de estos nuevos semanarios. Ilustración que significa sobre todo «modernidad», empuje, creatividad, vanguardia; el surgimiento de una nueva generación, por fin libre de los lastres históricos y los complejos del pasado.
Que España funcione, que se modernice, que no pierda en esta hora de luces el tren de la historia, como sucediera en tiempos de penoso recuerdo. Este discurso, desarrollado hasta la saciedad por la Administración socialista, es rescatado de sus manos ahora por ciertas élites culturales ligadas sobre todo a grupos editoriales de máxima influencia, que advierten cómo la maquinaria estatal es mediocre, lenta, tentada siempre por el burocratismo y la conformidad. Los protagonistas del proceso habrán de ser más bien hombres capaces de riesgo, de apuesta, una especie de nueva raza cuyos mejores exponentes estarían entre ciertos empresarios, artistas, intelectuales y profesionales liberales. Son la nueva España que emerge con fuerza, segura de sí («Ser siempre los primeros y avanzar más que nadie») y de su futuro, capaz, incluso, de postularse con respecto a Europa como guía de un irresistible movimiento de postmodernidad («Hemos cambiado mucho en poco tiempo, somos quizá la sociedad más liberal y tolerante de Europa»).
Emprendedores, desacomplejados, curtidos rápidamente en toda clase de experiencias, «de vuelta de todo», jóvenes duros, portadores de una estética del triunfo aderezada con unas gotas de cinismo. «La fuerza está en el ombligo de cada cual», proclama sentenciosamente un digno representante de la galería de personajes que es imagen de «la nueva España». O bien,«(...) no hay más libertad que la propia. Los negocios en verdad prósperos son aquellos que se efectúan contra la libertad de los demás».
También es cierto que la agresividad de este planteamiento se ve templada por una tibia retórica de solidaridad y humanitarismo: «Si nosotros hemos pasado a la iniciativa privada, eso no quiere decir que no haya que pensar, de nuevo, en ser solidarios, humanos. Uno se pregunta, sin embargo, para qué habría que hacer algo tan improductivo, tan carente de la recompensa del éxito.
EL MITO DEL PROGRESO O EL IMPERIO DEL ÉXITO
Y es que el mito del progreso, que opera decisivamente en estas (¿nuevas?) páginas, es siempre un mito cruel. Riesgo, aventura, a puesta, creación ... , ¿de cara a qué?: al individuo que triunfa, convenido en prototipo social.
Éxito, ésa es la palabra. Si algo deslumbra en la iconografía de esta nueva galería de personajes ilustres, es la pátina del éxito, con su propia estética definida por rasgos como el culto al cuerpo, el gusto por la moda más innovadora, y la fiebre por todo tipo de audacias formales.
Inmersos en esta dinámica de progreso, modernización y optimismo, no hay tiempo ni lugar para cuestiones marginales; el problema de la verdad se ve reducido a un problema de comunicación (marketing, publicidad), la política a gestión, y la cultura a entretenimiento.
En pocos años, una generación de españoles ha pasado del ensueño inútil de la utopía a la praxis del éxito. Quizás sólo había un paso de lo uno a lo otro, un paso lógico y fácil que no produce demasiado dolor. Pero este planteamiento descarnado, no podría sobrevivir, ni siquiera formalmente, sin revestirse con el manto de cierta propuesta ideal: «Más sociedad y menos Estado», la sociedad civil al frente de la modernidad.
«MÁS SOCIEDAD Y MENOS ESTADO»
Se desvela así otro de los mitos operantes en el (¿ nuevo?) discurso: el mito de la participación y la democracia. No se trata de negar el evidente atractivo de una propuesta como la de «más sociedad y menos Estado», sino de comprender lo que realmente significa a la vista de todo lo dicho anteriormente.
Si se habla de participar, interesa saber dos cosas: ¿por qué participar?, y ¿quién participa? Ahí están dos cuestiones permanentemente eludidas, y no es difícil adivinar por qué: no existen motivos reales que muevan a los hombres a salir de una apatía cada vez más crónica, y no hay sujetos personales y sociales capaces de una auténtica participación. Por eso, lo que sería una verdadera tensión ideal ( y tuvo atisbos de serlo en España, en el momento de la transición) se convierte en simple mito.
ADORMECIMIENTO SOCIAL Y REDUCCIÓN DE LO HUMANO
Pero ¿a quién representan? Sobre el fondo de tres millones de parados, de ocho millones de pobres (según recientes cifras de Cáritas), de una juventud que proclama sin empacho su absoluta falta de rumbo e ideal, se produce esta eclosión de optimismo, esta España emergente.
Lo que ve cualquiera que mire sin prejuicios, es un proceso acelerado de atonía social y de homogeneización de las opiniones, de los gustos, de la cultura en su más amplio significado. Frente a este incontestable hecho, nuestra galería de audaces emprendedores no deja de ser una especie de epifenómeno, que además, dista mucho de poderse reconocer como un ideal.
caminamos hacia una sociedad definida por las empresas y sus necesidades, donde el hombre es, ante todo, el hombre apto para la producción y el consumismo, factores ante los cuales todo lo demás debe ser sacrificado. Este horizonte consagra, por lo tanto, una drástica reducción de lo humano.
Es cierto que se habla de la necesidad de un «nuevo humanismo» que acompañe a este imparable proceso. Pero, como tantas veces han repetido sus mentores, sería un humanismo agotado en la propia capacidad del hombre para hacerse a sí mismo, fundado en una serie de «valores comunes» fruto del consenso, y éste no suele ser ajeno a los dictados del poder.
Las únicas cosas que aportan densidad a la experiencia humana son, por un lado, la conciencia de pertenecer a una realidad más grande que uno mismo (una historia, un pueblo) y por otro, la «pregunta» que arranca de su corazón y le abre a la búsqueda de su propia verdad. Pues bien la primera está atacada por la desaparición de todo sujeto social arraigado en una tradición (en verdad, ésta es una de las cosas más firmemente deseadas por la mentalidad de los «nuevos semanarios»), y la segunda es el mayor enemigo del hombre definido por el consumo. Así las cosas, todo atractivo de la propuesta «más sociedad civil y menos Estado», desaparece; porque una verdadera sociedad, es un flujo de movimientos que nacen desde la libertad personal y las agregaciones que esta libertad suscita, pero, para ello, es necesaria la presencia de sujetos humanos con un mínimo de densidad. Por eso, al tiempo que funciona como una apisonadora el dictado de la mentalidad común (sostenida ante todo por los grupos editoriales y los medios de comunicación), el hombre corre, cada vez más, el riesgo de convertirse en trozo de materia anónima y aislada.
LA VERDAD SÍ IMPORTA
La condición de un auténtico pluralismo, de un verdadero debate social, es la búsqueda (iniciada ciertamente desde posiciones discrepantes) de una verdad sobre el hombre. Cuando esta búsqueda carece de todo dramatismo y se considera algo pretencioso y estéril, puede darse imagen de tolerancia y pluralismo, pero es simple apariencia. Porque, en realidad, si algo aparece claro en los diversos mitos que operan en el fondo de estos nuevos semanarios, es la convergencia en defender el status quo social y cultural. Y esa defensa implica una violenta reacción contra todo lo que no encaja en su esquema preestablecido.
Como decía Osear Wilde, «un cínico es aquel que, de cada cosa, conoce el precio y no el valor». Cuando se escuchan frases como «no hay más libertad que la propia» y «los negocios más prósperos son aquellos que se efectúan contra la libertad de los demás», uno no puede dejar de acordarse de esta cita del gran escritor irlandés.
Sin embargo, el hombre, cualquiera que sea su matriz cultural o su discurso mental, tiene que conocer el valor de las cosas y no sólo su precio. De lo contrario asesina su propia humanidad.
Hace poco tiempo, un articulista norteamericano llamado Mondale, publicaba un extenso artículo lamentando el escaso éxito de las campañas de esterilización y contracepción lanzadas en el Tercer Mundo con ayuda de ingentes apoyos económicos y publicitarios. Para él estaba claro: el culpable se llamaba Juan Pablo II. Alguien enseñó el artículo al Papa, y éste, con algo de sorna, comentó: «Míster Mondale se ha equivocado». Y ya más en serio continuó: «No soy yo, es la verdad que yo anuncio. Ésta será siempre la única fuerza de la Iglesia».
Saludamos toda nueva propuesta cultural que aparezca en el escenario. No nos gusta la que representan estos nuevos semanarios, ni vemos lo que ellos dicen ver, pero, a pesar de esto, sabemos que es posible un encuentro con todo hombre más allá de lo que éste dice o cree, allí donde se agarra esa verdad que nada puede acallar.
Han colaborado: Enrique Arroyo
Cristina López
Javier Restán
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