Síntesis de la intervención de Luigi Giussani, en el Sínodo de los obispos, el 9 de octubre de 198
¿Qué es el cristianismo sino el advenimiento de un hombre nuevo que, por su naturaleza, se convierte en un nuevo protagonista en el escenario del mundo? La cuestión eminente de todo el problema cristiano es el acontecer de la «criatura nueva», como la llama San Pablo. ¿Quién es el laico sino un hombre realmente decidido a «mantener y transmitir la luz de la fe en Cristo y la fidelidad a la Iglesia»? El hombre de hoy, dotado de posibilidades operativas como nunca en la historia, no es capaz de percibir a Cristo como respuesta clara y cierta al sentido de su propia creatividad.
Las instituciones a menudo no ofrecen vitalmente esa respuesta. Lo que falta no es tanto la repetición verbal y cultural del anuncio, sino la experiencia de un encuentro. De un impacto humano lo que debe acontecer: con una persona, con un grupo, con una realidad social. De este modo, el Misterio de la Iglesia siempre debe resultar una presencia que mueve: es decir, un movimiento. Así han surgido los movimientos eclesiales. Ellos son formas históricas con que el Espíritu ayuda, hoy, a la misión de la misma Iglesia.
A fin de que el movimiento suscitado por el Espíritu realice su misión, se necesitan dos factores. El primero: la apertura total del carisma a la Institución eclesial, y por lo tanto, la obediencia al obispo; el segundo, la libertad con la que el obispo, más allá de sus mismas opiniones y de sus expectativas, ha de saber respetar la identidad del carisma y acoger aquella concreción de formas que el carisma mismo va asumiendo en su diócesis, como factor constructivo, incluso, del plan pastoral.
El orden de la gran disciplina eclesial, cauce para la libertad operativa del Espíritu, se desarrolla en la comunión viviente con el Sucesor de Pedro, lugar de paz última para todo fiel.
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