En los meses de octubre y noviembre todos los grupos de Comunión y Liberación tuvieron algunos encuentros cuyo contenido era la profundización de la idea de carisma (y, por consiguiente, de movimiento), en coincidencia con el desarrollo del Sínodo de los obispos sobre el tema de los laicos. Allí, el tema central fue precisamente el ser cristiano propio del laico. En efecto: no se trata ante todo de que el papel del laico haga competencia al papel del cura, ni tampoco de la oposición entre carisma e institución, etc.: lo que está en juego es el ser del hombre nuevo, la «criatura nueva», como la llama todo el Nuevo Testamento. Y esto es precisamente lo que estamos aprendiendo en el movimiento. En aquellos encuentros surgieron algunas palabras-clave y su sentido se iluminó con la experiencia cristiana vivida. Las proponemos brevemente.
El bautizado. El auténtico protagonista del acontecimiento cristiano es el hombre bautizado, el hombre que vive su humanidad. Si nunca has podido decir: «Mira cómo la fe hace más humana mi vida», significa que la fe todavía no ha tocado tu «yo» profundo. Siendo cura o laico, profesional u obrero, la dignidad te es dada por el Bautismo, que te hace «criatura nueva». La vocación fundamental es la vocación cristiana. Esta se hace consciente en ti gracias a un encuentro, con el cual la verdad de la fe te alcanza de forma persuasiva. Esta vocación ya está toda en el Bautismo, a través del cual el Padre asimila en Cristo a las personas que Él establece, pero se hace operativa cuando encuentras a quien te ayuda a comprender y a realizar su actualización concreta. Cuando, gracias a un encuentro, tú intuyes el gran horizonte que la fe abre en tu existencia, entonces puedes alegir en ello tu tarea más específica, el planteamiento de tus propios proyectos.
Carisma. Es el modo concreto con el que la energía del Espíritu te hace comprender la verdad de la fe y su capacidad de transformar la vida cotidiana y el mundo. La Iglesia en su origen es Misterio y tiene como fuente los sacramentos. El modo con que este Misterio llega a ser persuasivo para la persona es un temperamento y una historia personal. Al oír a aquella persona, un determinado tipo humano, captas un acento que, por primera vez, te persuade íntimamente del contenido de la misma fe, por primera vez sientes cómo ella abarca completamente la vida. Es el Espíritu el que obra a través de aquel temperamento. Nace un movimiento.
Movimiento. No es un trozo de la Iglesia: es la modalidad con que el hecho cristiano puede ser vivido por cualquiera. Puede tener un nombre o no tenerlo. Pero siempre la generosa pluriformidad del Espíritu actúa en el mundo usando un temperamento, una historia personal (carisma) que suscita afinidades, una forma educativa y un determinado modo de transformar la realidad.
Comunión y Liberación. El carisma es un don del Espíritu, con el que ese Espíritu suscita en uno o más hombres una experiencia que responde a una necesidad importante de toda la comunidad cristiana. En un tiempo en que la fe es concebida de forma individualista hasta llegar a ser identificada con los propios pensamientos e interpretaciones, la gracia ha suscitado también nuestro movimiento para que la fe sea sentida como algo que abarca la vida: es razonable (la fe es algo que no hace trampas, se verifica en una experiencia que hace crecer tu propia humanidad), libera (da una capacidad de amor y de entrega sin voluntarismos artificiales), es creativa (lleva una transformación de todas las dimensiones de la existencia).
La fe se os propone según dos acentos: 1) Ella es el anuncio de un Hecho presente, de un Acontecimiento que libera al hombre aquí y ahora; este Acontecimiento tiene su fisonomía sensible, que se llama comunidad cristiana; 2) La fe es fuente de cultura (modo de concebir, proyectar y realizar).
Las obras. El compromiso en las obras no es facultativo, optativo: es necesario e inevitable. Obra no es la construcción de un campo de tenis o de fútbol para atraer a la gente y así luego poder hacer una «acción pastoral» con ellos, sino que es el tiempo y el espacio de la existencia plasmados y hechos más humanos por la luz y la energía que proviene del Acontecimiento reconocido como verdadero. La obra es la vida cambiada: porque adherirse a la propuesta cristiana razonablemente produce un tipo de experiencia que es distinta -y nos provoca una perplejidad-, más humana, y de este modo hace evidente la presencia del contenido grande de la fe. Entonces, comprometerse en las obras es tarea de todo cristiano, aunque estuviera obligado a estar en una cama, pues cada momento de su existencia se hace nuevo, abierto a la totalidad (es lo que nos enseña, por ejemplo, Santa Teresa del Niño Jesús). Esta transformación de las realizaciones y de las cosas, considerada de forma sistemática, puede convertirse en camino ético, en cultura; y también puede convertirse en una estructura particular: una cooperativa, una escuela, una editorial, un semanario, etc.
La política. El interés por la res pública no puede pertenecer sólo a este o a aquel cristiano que tenga un temperamento particular. El interés por lo que pasa en el mundo es dictado inevitablemente por la fe. El concepto de fe tiene una conexión inmediata con la hora del día; con la vida como proyecto, como trabajo, como civilización, incluyendo la política. En este campo, el cristiano debe desear que haya cristianos que tengan responsabilidad de poder, de modo que hagan más fácil el camino de todo hombre hacia el destino. En la historia, la aútentica actitud del cristiano siempre ha sido la de participar, sin que esto le obligue a traicionar sus valores.
Misión. Nace cuando una persona ama la verdad y ama al hombre. Cuando uno ha descubierto la verdad no puede hacer menos que comunicarla, según el nivel de certeza de su propia conciencia (hipótesis, presentimiento, certeza). La presencia del ímpetu misionero es síntoma del amor por el hombre.
Colaboración con los demás. Precisamente en el intento de ser nosotros mismos estaremos dispuestos a encontrarnos con cualquiera en un terreno común para dialogar y ante la posibilidad de colaborar juntos para realizar un bien en provecho de todos los hombres. Cuanto más se va al fondo de la propia identidad tanto más se puede, sin peligro, encontrar el nivel en el que «conectar» con la persona más diversa. La cultura en el poder insiste en los «valores comunes» para lograr un acuerdo. Sin embargo, los valores comunes son aquellos que establece ese poder para mantener el status quo.
Integrismo. No hay que confundir identidad con fanatismo. La afirmación integral de la propia identidad está siempre en tensión para dar las razones de sí, para encontrar el punto de apoyo en el "tejido" esencial de la humanidad común a todos. El fanatismo-integrismo se afirma sin razones; la única razón que da para apoyar la propia causa es que «es mi parte», es decir, «porque lo digo yo». La identidad integral está llena de razones en la medida en que muestra la conexión que tiene con la vida.
Milagro. Es una humanidad plena en el mundo. Es la superación radical de la extrañeza entre los hombres a la que abre el encuentro con Cristo. Ésta es la demostración más hermosa de la verdad cristiana: ya no hay nada que sea banal, inútil, y cada instante de la vida es un lugar donde respirar a pleno pulmón, una ventana abierta el infinito.
La fe aplicada a la vida realiza una humanidad antes inconcebible. Es una liberación en el mundo, lo que demuestra la verdad de la comunión cristiana.
La condición humana. Normalmente nos conformamos con -adquirimos una forma según- la voluntad del poder, sin darnos cuenta. ¡Sin embargo existe un arma cotidiana, que hay que usar desde ya: la oración al principio del día «¡Dios mío, ven en mi auxilio!». Se puede rezar con convencimiento, pero sin dejarse penetrar interiormente. Sin embargo se puede pedir con verdad: ¡hoy, ahora; Dios, ven! Y esto siempre según la gran ley de la conciencia cristiana: vivir la memoria de Cristo.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón