El 22 de noviembre de 1963, a punto de cumplir sesenta y cinco años, muere Clive Staples Lewis. Parece que dentro de la cultura contemporánea son casi veinticinco años de olvido de uno de los literatos y filólogos británicos más importantes.
Entonces, ¿por qué Lewis? A lo largo de su experiencia humana reconoce en él un «deseo» para el que no tiene respuesta, pero, por otro lado, intuye cuál es esa respuesta, y la reconoce como verdadera, aunque se da cuenta de que no es posible para el hombre por sí mismo. El tema central de toda la obra de Lewis es este deseo profundo, porque sabe que esta experiencia es común a todos los hombres.
Al principio de su autobiografía «Sorprendido por la alegría» nos aclara esto: «... el lector que no encuentre estos tres episodios de interés alguno puede al menos intentar seguir adelante; porque, en cierto sentido, el conocimiento de la vida está todo aquí. Para quien esté todavía dispuesto a leerme, me limitaré a evidenciar aquello que todas las experiencias tienen en común: un deseo inapagable que es en si mismo más deseable que cualquier apagamiento.
Yo lo llamo alegría, que aquí es un término técnico y es claramente distinto tanto de la felicidad como del placer. Aparte de esto, y sólo en base a su naturaleza, podremos también considerarla una infelicidad o un dolor de género particular».
La existencia de este «deseo» no excluye la existencia paralela de la pobreza humana que nos lleva a arrastrarnos por una ideología parcial o por un ídolo. Y es aquí donde Lewis introduce el tema de la libertad, otra constante a lo largo de su obra: no soy yo el que decido ni la existencia de Dios ni la de este deseo. Dios existe, igual que existe este deseo, igual que existe la respuesta. «Nuestra libertad es sólo una libertad para elegir una mejor o peor respuesta.»
La elección del hombre es siempre radical: o el hombre elige a Dios como soporte de su humanidad, o se elige a sí mismo o a un ídolo por él creado, en cuyo caso excluye la posibilidad de condenación, pero también la de ser salvado: «Recorría Headington Hill en el imperial de un autobús. Sin palabras y (creo) casi sin imágenes, me vino a la mente un hecho que me llamaba la atención. Me resistía como quien intenta huir o cerrar fuera algo. Sentí que se me ofrecía en aquel momento una libertad de elección. Podía abrir la puerta o tenerla cerrada; quitarme la armadura o tenerla. Ninguna de las dos alternativas se me presentaba como obligación; ninguna amenaza promesa la acompañaba por lo que sabía que abrir la puerta o quitarme el corsé quería decir lo inconmensurable. La elección tenía todo el aspecto de ser determinante pero, extrañamente, no tenía ninguna emoción. No me agitaban deseos ni miedo. Decidí abrir la puerta, quitarme la armadura, aflojar las riendas. He dicho "decidí" y, sin embargo, no me parecía realmente posible hacer lo contrario. Por otro lado, no tenía motivos. Alguno dirá que no obré libremente, pero yo me inclino a pensar que se trató de la más libre de cuantas acciones había realizado. La necesidad puede no ser lo contrario de la libertad, y quizás un hombre es más libre cuando, antes de aducir motivos, sólo puede decir: "Soy yo el que hago"».
La libertad humana no consiste, en absoluto, en la posibilidad de elegir entre un abanico de alternativas. Consiste en la capacidad (libre de ataduras) de adhesión.
Al principio, su conversión fue a un idealismo, tratando siempre de mantenerse dentro de los límites de lo razonable; pero años más tarde reconocerá en su autobiografía la imposibilidad de vivir un idealismo.
«Totalmente solo en aquella estancia del Magdalen, advertía en mí, una noche después de otra y cada vez que mi mente se distraía un momento del trabajo, que ésta se encontraba inexorablemente atada (atrapada) a Aquél al que me negaba obstinadamente a conocer. Aquello que había temido más, al final se había adueñado de mí. Durante el trimestre de la trinidad de 1929 me enredé, admití que Dios era Dios y me arrodillé para rezar: fui quizás, aquella tarde, el convertido más desesperado y reacio de Inglaterra. Entonces no me di cuenta de aquello que hoy es tan claro y evidente: la humildad con la que Dios acoge a un convertido incluso en esas condiciones.»
Lewis advierte que es este deseo profundo el que empuja a nuestra libertad a buscar y a adherirse a esta respuesta, porque la respuesta existe; si no, nuestra esperanza sería absurda y mezquina.
«-¿Quieres, al menos, ahora, arrepentirte y creer?
-No estoy seguro de entender bien tu punto de vista.
-No es un punto de vista, te hablo de arrepentirte y de creer.
-Pero querido muchacho, yo creo ya. Podemos incluso no estar demasiado de acuerdo, pero tú debes haberme interpretado completamente mal si no has comprendido que para mí mi religión es algo verdaderamente real y precioso.
- Muy bien. ¿Quieres creer en mí?
- ¿En qué sentido?
- ¿Subirás conmigo a la montaña? Será duro al principio, hasta que tus pies se hayan endurecido. La dura realidad bajo los pies del hombre. Pero, ¿vendrás?
- Entonces, éste es el proyecto. ¿Estoy perfectamente preparado para considerarlo con atención. Es obvio que podré reclamarte alguna garantía. Podré pedir que me asegures que me estás llevando a un lugar donde encontraré un mejor empleo de los talentos que Dios me ha dado -en una atmósfera de libre indagación intelectual-, en breve, todo aquello que significan las palabras civilización y vida espiritual.
- No. No te prometo nada de todo esto. Ningún campo de aplicación: no hay necesidad de ti allí: ningún fin para tus talentos: sólo el perdón por haberlos pervertido. Ninguna atmósfera de libre indagación, porque yo no te llevo a la tierra de la pregunta, sino de la respuesta, y tú verás el rostro de Dios.
- ¡Ah! Pero deberíamos interpretar siempre estas bellas palabras a nuestro modo. Para mí no existe nada que sea la respuesta definitiva. El libre viento de la indagación debe continuar soplando siempre sobre nuestras mentes, ¿no es verdad? «Prueba todas las cosas» ... viajar con la esperanza es mejor que llegar.
- Si esto fuese verdad, y retenido como verdadero, ¿cómo se podría viajar con esperanza? No habría nada en qué esperar.»
Junto al tema de la libertad, aparece irremediablemente el problema del Bien y del Mal; no enfrentados, sino como dos caminos que conducen al hombre a lugares diametralmente opuestos: por uno, el hombre alcanza su dignidad en la búsqueda de ese destino último de toda la humanidad; por otro, se rebela contra esta sed natural, cerrando la puerta a la esperanza: «Un día, el viandante cerró la puerta tras de sí y lloró. Después, se dijo: este ardiente deseo de lo auténtico, de lo real, de lo no aparente, de lo cierto, cómo lo odio... » (Nietszche).
La obra más conocida de Lewis es «Cartas del diablo a su sobrino». A pesar de su tono humorístico e irónico, no esconde la importancia de este tema (el Bien y el Mal) dentro de la vida humana, porque es el que la define en última instancia.
En estas treinta y una cartas, describe la personalidad humana, no escrupulosamente, siempre desde el punto de vista del diablo: su grandeza, su debilidad, su dignidad, su libertad... Uno de los fundamentos de estas cartas es la concepción del hombre como lugar de conflicto entre Dios y el demonio, es decir, entre el «Enemigo» y Nuestro Padre de las Profundidades.
Lewis, para mostrarnos la dinámica de la libertad humana, lo hace a través de la técnica utilizada por el diablo para alejar al hombre de la propuesta divina. «Para decidir cuál es su mejor uso, debes preguntarte qué uso quiere hacer de él el «Enemigo», y entonces hacer lo contrario. (...) Nuestra meta es absorber su voluntad en la nuestra; el aumento a su expensa de nuestra propia área de personalidad. (...) Hay que encararse con el hecho de que toda la palabrería acerca de Su amor a los hombres y de Su servicio es la libertad perfecta; no es (como uno creería con gusto) mera propaganda, sino espantosa verdad. Él, realmente, quiere llenar el universo de un montón de odiosas pequeñas réplicas de Sí mismo: criaturas cuyas vidas, a escala reducida, será cualitativamente como la Suya propia; no porque Él las haya absorbido sino porque sus voluntades se pliegan libremente a la suya.»
También es fundamental el retrato caricaturesco que hace del diablo, teniendo como soporte básico la imagen que de la tradición cristiana nos ha llegado. Sometido a una dura disciplina activista y a penas terribles en caso de fracaso. En la cita anterior, aparece un aspecto de la descripción de Dios desde el punto de vista del Diablo. Dios siempre favorece la positividad del hombre, mientras que el Diablo busca siempre aniquilarlo.
Aunque en su recorrido por el alma humana no esconde en ningún momento su mezquindad, hace primar y resaltar lo que le da la dignidad.
Por último, recordar la admiración que sentía Lewis por Chesterton, conocido como el escritor de la racionalidad de la fe. En cambio, Lewis lo es de la pasión del hombre por el Infinito. Según él, la experiencia de un gozo (alegría) es la que despierta ese deseo más profundo, porque el hombre, a pesar de su maldad, es capaz de reconocer el significado verdadero que hay detrás de la alegría, que nos empuja y nos mantiene en tensión hacia el Destino.
BIBLIOGRAFIA
El problema del dolor. Ed. Caribe.
Lejos del planeta dilencioso. Ed. Janés (1949).
Perelandra. Ed. Janés. (1949).
La alegoría del amor.
El gran divorcio. Ed. Janés. (1949).
Crítica literaria: un experimento. Bosch editor. (1982).
La imagen del mundo. Bosch editor.
Cartas del diablo a su sobrino. Ed. Espasa-Calpe. (1977)
Aquella horrible fortaleza. Ed. Janés.
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