La única barrera frente a cualquier poder es la persona libre capaz de convertir cualquier cosa en un bien para el hombre. El cristianismo cambia el corazón del hombre y lo hace capaz de construir, de modificar la realidad y la historia. La fe cristiana es el origen de esta responsabilidad.
Un ejemplo de esto es Jorge Valls, cuya primera intervención en el Meeting de Rímini fue seguida por 3.000 personas conmovidas por un testimonio que no puede dejar indiferente y que resumimos a continuación.
Jorge Valls nació en Cuba de padre catalán y es filósofo y poeta. Convencido luchador de la revolución marxista, vivió un período de exilio en Méjico y combatió con Fidel Castro convencido de la necesidad de lucha armada contra una sociedad injusta.
En 1952, cuando Castro subió al poder, Valls era presidente de la Unión de Estudiantes Cubanos en la Universidad de La Habana y posteriormente dio clases de filosofía en ésta de manera esporádica. Algunos años después, empezó a darse cuenta de la progresiva dirección autoritaria y dictatorial que estaba tomando el nuevo gobierno cubano, pero su pasado de combatiente le garantizó la impunidad hasta que su intervención abierta en favor de un amigo injustamente encarcelado le llevó a sufrir el arresto y la condena de veinte años de cárcel.
Valls reaccionó durante estos terribles años profundizando en las razones de su fe y llegó a ser el responsable de la comunidad cristiana de la cárcel. Actualmente vive en París. Se ocupa de los problemas del desarrollo latinoamericano y de escribir poesía: es autor, entre otros, de preciosos versos sobre el tema de la paternidad espiritual. Su vida, como su obra, son el signo de una dolorosa madurez humana y espiritual, que hoy ha adquirido el valor de un precioso testimonio.
M. ª Dolores Rodríguez
Hermanos míos todos: Porque he creído en mi vida -y aún creo- en tres cosas fundamentales: en Cristo Nuestro Señor, único amor que satisface la absolutez de mi alma; en mi pueblo, en donde se guarda y transmite la sabiduría de padres y abuelos, y cuya misión en la historia ha de aportar algo bueno para toda la humanidad; y en la revolución social, que es el proceso de cambio y creación política, social y económico mediante el cual el hombre aún no respetado ha de asumir la responsabilidad de su destino; porque creo que aún no he dado todo lo que tengo que dar a esta causa, de la que no he dudado, y porque creo que ya en estos momentos alcanza una dimensión universal, me atrevo a hablar ante vosotros. No vengo ni a entretenerme con un viaje a un lugar, sin duda encantador, ni a entreteneros a vosotros. Para eso ya no tiene sentido mi vida en el mundo. Vengo a compartir con vosotros lo que he vivido, amado y pensado y a pediros por los que he dejado atrás y a convocaros para algo que creo que sí tiene sentido: cambiar el mundo para Cristo Nuestro Señor.
Os contaré mi historia. Vengo de un pequeño país al otro lado del mar entre la América del Norte y la del Sur; de una islita flaca que se llama Cuba. Allí donde tropiezan las civilizaciones y los proyectos de civilización, donde desde hace muchos años los hermanos, hijos de una misma madre, se matan por un proyecto de república distinto; de allí, cuna de un pueblo donde acaso haya tocado ahora la decisión integral del hombre y del mundo moderno, de allí vengo yo. Pero también, y esto es lo verdaderamente importante, de un lugar donde, si se conoció al Cristo, mucho se ha renegado de Él y se ha pretendido expulsarlo de la vida de los hombres, de su ciudad y su pueblo; pero también donde los hombres han aprendido a vivir y morir por Él en las peores circunstancias y donde los jóvenes de la nueva camada vuelven los ojos a Él, necesitados no sólo de una reconciliación y de un fundamento serio para el esfuerzo de reordenamiento social, sino como real y único sentido de la existencia, más allá de las contradicciones humanas -de las políticas y las económicas, de las ideológicas-, acaso como la semilla de fuego necesaria para la tierra y para el cielo, para la satisfacción de nuestra necesidad de pan y para la realización de nuestra posibilidad de belleza.
Una madrugada de 1952 desperté con la noticia aún confusa de que había ocurrido un golpe de estado, que un militar atrevido había tomado el poder. Salí como pude hacia la Universidad de La Habana. Hacia ella miraban y a ella iban en busca de orientación los cubanos, cada vez que pasaba algo en el país. Yo tenía 19 años y era estudiante de Filosofía y Letras. La Universidad, desde un principio, rechazó el golpe; la subversión de las instituciones la veíamos como la catástrofe nacional. Salimos a intentar producir una huelga general contra el golpe. A las siete de la tarde me detuvieron, me llevaron a una estación de policía y me dieron una paliza. Mi primera prisión, mi primera paliza, mi debut político.
Desde aquel momento, lo más importante para mí en la tierra ha sido el destino de mi pueblo, y a la lucha revolucionaria por su rescate me he dado con toda mi vida. Ni me arrepiento ni me he cansado. Aún no he terminado.
Un golpe de estado no es sino un síntoma visible de una profunda crisis de la estructura nacional, en lo político, económico, social, sociológico y moral. O los fundamentos materiales y espirituales de un pueblo se ordenan justamente, o no hay posibilidad de autoridad correcta ni de trabajo creador como es debido. Y la guerra civil -en la que estamos los cubanos desde entonces-, es el resultado de la pérdida de la identidad humana, que sólo a través de la tragedia podemos reencontrar. Caídas todas las leyes, tendrían que venir otras nuevas para el hombre que había de convivir; pero, ¿para qué hombre?, ¿para el mono evolucionado, hijo de la piedra, sin razón universal para discernir lo que es de lo que no es, que existe casualmente, sin sentido más que su satisfacción inmediata, inexorablemente, preso del miedo y de la muerte? ¿O para el hombre, Hijo de Dios, alma libre e inmortal, espíritu discernidor y creador, que por sus obras ha de ser juzgado aquí y en la eternidad? Aquí es donde Cristo y toda la civilización que hemos heredado entraron en crisis. Se rechazó a Cristo y con Él a la persona humana y a la civilización de derecho. El hombre era un trozo de barro informe a quien la autoridad -los más poderosos podrían controlar y modificar según su concepción e intereses. Sería culpable cuando fuera capturado, hasta que no se «probara su inocencia» -si se probaba-; sería condenado, no por lo que hubiera hecho, sino según conviniera a los intereses del poder convertido en estado totalitario, donde todo lo que no estuviera prohibido sería peligroso. Intentamos oponernos a aquello, pero la situación era mucho más grave. Había que penetrar hasta el fondo del alma, allí donde nos encontramos con Cristo, y convertirnos a Él para que, en el rescate de la verdad y el bien, rescatáramos nuestra capacidad de juicio y de obra.
Durante los veinte años y cuarenta días que estuve en prisión, asistí a la más atroz violencia física, psicológica y moral que imaginarse pueda. He visto a mi lado volverse loco, suicidarse y, lo que es peor, volverse bobo -perder las facultades intelectuales-. He asistido durante años, a veces noche a noche, al fusilamiento de nuestros jóvenes. A muchos los he oído caer con el nombre de Nuestro Señor en los labios. En 1964, cuando vivíamos en el Castillo de La Cabaña (304 hombres donde apenas cabían 60, sucios, hambrientos, con cuatro copas de agua al día para todos los usos, golpeados sistemáticamente una o varias veces al día y, por la noche, el paredón de fusilamiento sonando cuando mataban a los nuestros que horas antes estaban con nosotros), teníamos una comunidad cristiana que rezaba el rosario todos los días en voz alta y predicaba el Evangelio, el amor y el perdón a nuestros enemigos. Los compañeros se enfurecían y nos decían: «¿Cómo vamos a rezar, a amar y perdonar a los que nos matan y nos maltratan a los más queridos?». El que presidía la comunidad, que era un hombre muy sencillo, contestaba: «¡Porque así lo mandó Nuestro Señor, y basta!».
Y era cierto. Porque cuando el hombre vive sumergido en la violencia absoluta, en el caos que es el infierno en la tierra, entonces se entiende que lo único que existe, lo único real y verdadero, es el Cristo Nuestro Señor crucificado. Que no hay más que Él y que el perdón es la única forma de seguir siendo humano, de no convertirse en bestia. De que hay que ser hombres hasta por los que no lo son ni quieren serlo.
Entonces - y luego -, siempre, en las peores condiciones y en las treguas aliviadas, el rosario, el Santo Rosario de María que nunca nos dejó solos, fue lo único que tuvimos. Hubo tiempos, con un cura preso, en que tuvimos confesión, Misa y comunión, pero la mayoría de las veces ni contacto pudimos tener con la Iglesia. A veces, jadeábamos con angustia por el sacramento, que solo cuando se carece de Él se sabe cuánto se necesita, y a veces también quiso Nuestro Señor llegar a nosotros clandestinamente, llegar a nosotros «estando cerradas todas las puertas»; y allí, sentados en ruedo en el piso de una celda, como niños, lo adoramos y le cantamos.
Cuando llegaba la Navidad la saludábamos cantando villancicos y proclamando el mensaje de los ángeles -«Gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres de Buena Voluntad»- a amigos y enemigos. Porque creemos en la reconciliación de los hombres, y toda querella es accidente transitorio, que no ha de dejarse en herencia a los hijos.
Y como podíamos, en medio de tanta barbarie, explicábamos filosofía y todas las asignaturas, escribíamos versos, componíamos canciones, pintábamos, tejíamos o esculpíamos. Le cambiábamos la forma a la materia y hacíamos con lo que encontrábamos nuestro signo de belleza y de sabiduría. Sobrevivíamos y afirmábamos al hombre. Era la única manera de seguir siendo hombres. Y enterrábamos todos los días el pasado doloroso para levantar el estandarte del futuro. No somos los patéticos lloradores de lo que nos hicieron, sino los proponedores alegres del mundo que ha de ser, que puede ser y que tenemos que construir. No somos los defraudadores de nada sino los creyentes que hemos encontrado la fe cierta para la revolución necesaria.
Una cosa tuvimos que aprender y es tal vez la más importante: la violencia no sirve, que es contrarrevolucionaria, que acaba sirviendo a los peores intereses y que no trae libertades sino nuevas tiranías. El hombre que alza su mano para matar a otro, empieza por indignación justísima, sigue para defender el poder menos justo y acaba haciéndolo por placer, que es la canallada original. Por otra parte el revolucionario acaba esclavo del que le suministra las pistolas, que se las da a ambos bandos para que se maten entre sí y cobrar él. Pero, sobre todo, porque la revolución es la lucha de los de abajo frente al que está arriba, y los de abajo cada día tendrán menos armas y peores que el que esté arriba. Y, más aún, porque la verdadera lucha es la de la persona humana frente al aparato, cualquiera que éste sea, que le tritura y le aplasta, y ésta no puede llevarla a cabo sino por la afirmación de la propia persona, inerme a pecho descubierto, que me respeten porque me temen o porque me impongo no vale, sino que me respeten aunque sea el más débil y el más cobarde o tonto, sólo porque soy un hombre, y es justo que así sea.
Al principio os dije que venía a pediros algo. Ha llegado el momento. Si yo he salido en libertad ha sido por una campaña internacional a mi nombre porque soy escritor, pero hay en Cuba miles de presos políticos, algunos muy viejos -con casi treinta años de agonía-, los más muy jóvenes, como la mayoría de vosotros. Os pido, os suplico, en nombre de Cristo, haced algo por ellos. El que pueda escribir, que escriba; el que pueda hablar, que hable; el que pueda rezar que rece. Todo vale: son hombres que padecen. Nadie podrá agradecéroslo suficientemente, pero Dios os premiará.
Y os vengo a convocar también para mis tres amores. La revolución social es el cambio necesario que hay que realizar en la estructura económica, política y social del mundo para poder incorporar a todos los hombres a una civilización universal y ecuménica. Mi pueblo se ha convertido en mi Humanidad porque, como Dante, os repito: «Yo, cuya patria es el mundo, a pesar de haber nacido en Florencia (...) ». Dondequiera que esté, allí amo; toda la tierra es mi patria, y donde está un hombre, está mi humanidad. Creo en la nación a la que pertenecemos porque también es nuestra la palabra de Dios a Abrahán: «En ti serán benditas todas las naciones de la Tierra». Y Cristo, Él es nuestro amigo del alma, nuestro hermano, el mendigo, el desarropado; el preso, el solitario, el que no duerme, y el que está crucificado. Hay que preparar esta casa para cuando Él vuelva. Yo creo que viene pronto aunque apenas tarde otros mil años o se le ocurra llegar esta noche. Pero nuestra misión es estar listos y tener las cosas dispuestas para que Él las tome. Tenemos una capitana: María. María de todas las banderas y todas las banderas de María.
Una vez, en Nueva York, una profesora me preguntó: «Valls, usted que ha visto tanta miseria e injusticia, ¿qué le recomienda a la
juventud?». Lo mismo que le respondí os digo a vosotros: ¡Adherirnos a Cristo y cambiar el mundo!
He aquí la creación económica que es trabajar para nuestra necesidad, y la artistica, que es hacerlo por nuestra posibilidad.
Ave María Purísima sin pecado concebida.
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