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Huellas N.8, Octubre 1987

MEETING '87

Jorge Valls: un testimonio que no deja indiferente

La única barrera frente a cualquier poder es la persona libre capaz de convertir cualquier cosa en un bien para el hombre. El cristianismo cambia el corazón del hombre y lo hace capaz de construir, de modificar la realidad y la historia. La fe cristiana es el origen de esta responsabilidad.
Un ejemplo de esto es Jorge Valls, cuya primera intervención en el Meeting de Rímini fue seguida por 3.000 personas conmovidas por un testimonio que no puede dejar indiferente y que resumimos a continuación.
Jorge Valls nació en Cuba de padre catalán y es filósofo y poeta. Convencido luchador de la revolución marxista, vivió un período de exilio en Méjico y combatió con Fidel Castro convencido de la necesidad de lucha armada contra una sociedad injusta.
En 1952, cuando Castro subió al poder, Valls era presidente de la Unión de Estudiantes Cubanos en la Universidad de La Habana y posteriormente dio clases de filosofía en ésta de manera esporádica. Algunos años después, empezó a darse cuenta de la progresiva dirección autoritaria y dictatorial que estaba tomando el nuevo gobierno cubano, pero su pasado de combatiente le garantizó la impunidad hasta que su intervención abierta en favor de un amigo injustamente encarcelado le llevó a sufrir el arresto y la condena de veinte años de cárcel.
Valls reaccionó durante estos terribles años profundizando en las razones de su fe y llegó a ser el responsable de la comunidad cristiana de la cárcel. Actualmente vive en París. Se ocupa de los problemas del desarrollo latinoamericano y de escribir poesía: es autor, entre otros, de preciosos versos sobre el tema de la paternidad espiritual. Su vida, como su obra, son el signo de una dolorosa madurez humana y espiritual, que hoy ha adquirido el valor de un precioso testimonio.
M. ª Dolores Rodríguez

Hermanos míos todos: Porque he creído en mi vida -y aún creo- en tres cosas fun­damentales: en Cristo Nuestro Se­ñor, único amor que satisface la absolutez de mi alma; en mi pue­blo, en donde se guarda y transmi­te la sabiduría de padres y abuelos, y cuya misión en la historia ha de aportar algo bueno para toda la humanidad; y en la revolución so­cial, que es el proceso de cambio y creación política, social y económi­co mediante el cual el hombre aún no respetado ha de asumir la responsabilidad de su destino; porque creo que aún no he dado todo lo que tengo que dar a esta causa, de la que no he dudado, y porque creo que ya en estos momentos alcan­za una dimensión universal, me atrevo a hablar ante vosotros. No vengo ni a entretenerme con un viaje a un lugar, sin duda encanta­dor, ni a entreteneros a vosotros. Para eso ya no tiene sentido mi vida en el mundo. Vengo a com­partir con vosotros lo que he vivi­do, amado y pensado y a pediros por los que he dejado atrás y a convocaros para algo que creo que sí tiene sentido: cambiar el mun­do para Cristo Nuestro Señor.
Os contaré mi historia. Vengo de un pequeño país al otro lado del mar entre la Améri­ca del Norte y la del Sur; de una islita flaca que se llama Cuba. Allí donde tropiezan las civilizaciones y los proyectos de civilización, donde desde hace muchos años los hermanos, hijos de una misma madre, se matan por un proyecto de república distinto; de allí, cuna de un pueblo donde acaso haya tocado ahora la decisión integral del hombre y del mundo moderno, de allí vengo yo. Pero también, y esto es lo verdaderamente importante, de un lugar donde, si se conoció al Cristo, mucho se ha renegado de Él y se ha pretendido expulsarlo de la vida de los hombres, de su ciudad y su pueblo; pero también donde los hombres han aprendido a vivir y morir por Él en las peo­res circunstancias y donde los jó­venes de la nueva camada vuelven los ojos a Él, necesitados no sólo de una reconciliación y de un fun­damento serio para el esfuerzo de reordenamiento social, sino como real y único sentido de la existencia, más allá de las contradicciones humanas -de las políticas y las económicas, de las ideológicas-, acaso como la semilla de fuego ne­cesaria para la tierra y para el cie­lo, para la satisfacción de nuestra necesidad de pan y para la realiza­ción de nuestra posibilidad de be­lleza.
Una madrugada de 1952 des­perté con la noticia aún confusa de que había ocurrido un golpe de es­tado, que un militar atrevido ha­bía tomado el poder. Salí como pude hacia la Universidad de La Habana. Hacia ella miraban y a ella iban en busca de orientación los cubanos, cada vez que pasaba algo en el país. Yo tenía 19 años y era estudiante de Filosofía y Le­tras. La Universidad, desde un principio, rechazó el golpe; la sub­versión de las instituciones la veíamos como la catástrofe nacio­nal. Salimos a intentar producir una huelga general contra el gol­pe. A las siete de la tarde me de­tuvieron, me llevaron a una esta­ción de policía y me dieron una paliza. Mi primera prisión, mi pri­mera paliza, mi debut político.
Desde aquel momento, lo más importante para mí en la tierra ha sido el destino de mi pueblo, y a la lucha revolucionaria por su res­cate me he dado con toda mi vida. Ni me arrepiento ni me he cansa­do. Aún no he terminado.
Un golpe de estado no es sino un síntoma visible de una profun­da crisis de la estructura nacional, en lo político, económico, social, sociológico y moral. O los funda­mentos materiales y espirituales de un pueblo se ordenan justa­mente, o no hay posibilidad de au­toridad correcta ni de trabajo crea­dor como es debido. Y la guerra ci­vil -en la que estamos los cuba­nos desde entonces-, es el resul­tado de la pérdida de la identidad humana, que sólo a través de la tragedia podemos reencontrar. Caídas todas las leyes, tendrían que venir otras nuevas para el hombre que había de convivir; pero, ¿para qué hombre?, ¿para el mono evolucionado, hijo de la pie­dra, sin razón universal para dis­cernir lo que es de lo que no es, que existe casualmente, sin senti­do más que su satisfacción inme­diata, inexorablemente, preso del miedo y de la muerte? ¿O para el hombre, Hijo de Dios, alma libre e inmortal, espíritu discernidor y creador, que por sus obras ha de ser juzgado aquí y en la eternidad? Aquí es donde Cristo y toda la ci­vilización que hemos heredado en­traron en crisis. Se rechazó a Cristo y con Él a la persona humana y a la civiliza­ción de derecho. El hombre era un trozo de barro informe a quien la autoridad -los más poderosos­ podrían controlar y modificar se­gún su concepción e intereses. Se­ría culpable cuando fuera captura­do, hasta que no se «probara su inocencia» -si se probaba-; se­ría condenado, no por lo que hu­biera hecho, sino según convinie­ra a los intereses del poder con­vertido en estado totalitario, donde todo lo que no estuviera prohi­bido sería peligroso. Intentamos oponernos a aquel­lo, pero la situación era mucho más grave. Había que penetrar hasta el fondo del alma, allí don­de nos encontramos con Cristo, y convertirnos a Él para que, en el rescate de la verdad y el bien, res­catáramos nuestra capacidad de juicio y de obra.
Durante los veinte años y cua­renta días que estuve en prisión, asistí a la más atroz violencia físi­ca, psicológica y moral que imagi­narse pueda. He visto a mi lado volverse loco, suicidarse y, lo que es peor, volverse bobo -perder las facultades intelectuales-. He asistido durante años, a veces no­che a noche, al fusilamiento de nuestros jóvenes. A muchos los he oído caer con el nombre de Nues­tro Señor en los labios. En 1964, cuando vivíamos en el Castillo de La Cabaña (304 hom­bres donde apenas cabían 60, su­cios, hambrientos, con cuatro co­pas de agua al día para todos los usos, golpeados sistemáticamente una o varias veces al día y, por la noche, el paredón de fusilamiento sonando cuando mataban a los nuestros que horas antes estaban con nosotros), teníamos una co­munidad cristiana que rezaba el rosario todos los días en voz alta y predicaba el Evangelio, el amor y el perdón a nuestros enemigos. Los compañeros se enfurecían y nos decían: «¿Cómo vamos a re­zar, a amar y perdonar a los que nos matan y nos maltratan a los más queridos?». El que presidía la comunidad, que era un hombre muy sencillo, contestaba: «¡Porque así lo mandó Nuestro Señor, y basta!».
Y era cierto. Porque cuando el hombre vive sumergido en la vio­lencia absoluta, en el caos que es el infierno en la tierra, entonces se entiende que lo único que existe, lo único real y verdadero, es el Cristo Nuestro Señor crucificado. Que no hay más que Él y que el perdón es la única forma de seguir siendo humano, de no convertirse en bestia. De que hay que ser hombres hasta por los que no lo son ni quieren serlo.
Entonces - y luego -, siempre, en las peores condiciones y en las treguas aliviadas, el rosario, el Santo Rosario de María que nunca nos dejó solos, fue lo único que tuvimos. Hubo tiempos, con un cura preso, en que tuvimos confesión, Misa y comunión, pero la mayoría de las veces ni contacto pudimos tener con la Iglesia. A veces, jadeábamos con angustia por el sacramento, que solo cuando se carece de Él se sabe cuánto se necesita, y a veces también quiso Nuestro Señor llegar a nosotros clandestinamente, llegar a nosotros «estando cerradas todas las puertas»; y allí, sentados en ruedo en el piso de una celda, como ni­ños, lo adoramos y le cantamos.
Cuando llegaba la Navidad la saludábamos cantando villancicos y proclamando el mensaje de los ángeles -«Gloria a Dios en las al­turas y paz en la Tierra a los hom­bres de Buena Voluntad»- a amigos y enemigos. Porque creemos en la reconciliación de los hom­bres, y toda querella es accidente transitorio, que no ha de dejarse en herencia a los hijos.
Y como podíamos, en medio de tanta barbarie, explicábamos filo­sofía y todas las asignaturas, escri­bíamos versos, componíamos can­ciones, pintábamos, tejíamos o es­culpíamos. Le cambiábamos la for­ma a la materia y hacíamos con lo que encontrábamos nuestro signo de belleza y de sabiduría. Sobrevi­víamos y afirmábamos al hombre. Era la única manera de seguir siendo hombres. Y enterrábamos todos los días el pasado doloroso para levantar el estandarte del fu­turo. No somos los patéticos llo­radores de lo que nos hicieron, sino los proponedores alegres del mundo que ha de ser, que puede ser y que tenemos que construir. No somos los defraudadores de nada sino los creyentes que hemos encontrado la fe cierta para la revolución necesaria.
Una cosa tuvimos que aprender y es tal vez la más importante: la violencia no sirve, que es contrarrevolucionaria, que acaba sirviendo a los peores intereses y que no trae libertades sino nuevas tiranías. El hombre que alza su mano para matar a otro, empieza por indignación justísima, sigue para defender el poder menos justo y acaba haciéndolo por placer, que es la canallada original. Por otra parte el revolucionario acaba esclavo del que le suministra las pistolas, que se las da a ambos bandos para que se maten entre sí y cobrar él. Pero, sobre todo, por­que la revolución es la lucha de los de abajo frente al que está arriba, y los de abajo cada día tendrán me­nos armas y peores que el que esté arriba. Y, más aún, porque la ver­dadera lucha es la de la persona humana frente al aparato, cual­quiera que éste sea, que le tritura y le aplasta, y ésta no puede lle­varla a cabo sino por la afirmación de la propia persona, inerme a pe­cho descubierto, que me respeten porque me temen o porque me impongo no vale, sino que me res­peten aunque sea el más débil y el más cobarde o tonto, sólo porque soy un hombre, y es justo que así sea.
Al principio os dije que venía a pediros algo. Ha llegado el mo­mento. Si yo he salido en libertad ha sido por una campaña interna­cional a mi nombre porque soy es­critor, pero hay en Cuba miles de presos políticos, algunos muy vie­jos -con casi treinta años de ago­nía-, los más muy jóvenes, como la mayoría de vosotros. Os pido, os suplico, en nombre de Cristo, haced algo por ellos. El que pueda escribir, que escriba; el que pueda hablar, que hable; el que pueda re­zar que rece. Todo vale: son hom­bres que padecen. Nadie podrá agradecéroslo suficientemente, pero Dios os premiará.
Y os vengo a convocar también para mis tres amores. La revolu­ción social es el cambio necesario que hay que realizar en la estruc­tura económica, política y social del mundo para poder incorporar a todos los hombres a una civili­zación universal y ecuménica. Mi pueblo se ha convertido en mi Hu­manidad porque, como Dante, os repito: «Yo, cuya patria es el mun­do, a pesar de haber nacido en Flo­rencia (...) ». Dondequiera que esté, allí amo; toda la tierra es mi patria, y donde está un hombre, está mi humanidad. Creo en la na­ción a la que pertenecemos porque también es nuestra la palabra de Dios a Abrahán: «En ti serán benditas todas las naciones de la Tierra». Y Cristo, Él es nuestro amigo del alma, nuestro hermano, el mendigo, el desarropado; el preso, el solitario, el que no duer­me, y el que está crucificado. Hay que preparar esta casa para cuan­do Él vuelva. Yo creo que viene pronto aunque apenas tarde otros mil años o se le ocurra llegar esta noche. Pero nuestra misión es es­tar listos y tener las cosas dispues­tas para que Él las tome. Tenemos una capitana: María. María de to­das las banderas y todas las ban­deras de María.
Una vez, en Nueva York, una profesora me preguntó: «Valls, usted que ha visto tanta miseria e injusticia, ¿qué le recomienda a la
juventud?
». Lo mismo que le res­pondí os digo a vosotros: ¡Adhe­rirnos a Cristo y cambiar el mun­do!
He aquí la creación económica que es trabajar para nuestra nece­sidad, y la artistica, que es hacerlo por nuestra posibilidad.
Ave María Purísima sin pecado concebida.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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