Publicamos por su interés, un artículo aparecido en el diario «YA» el 6-4-87, firmado por un ex-director de esta revista
Confieso que cuando leía en el tren hace unos días el artículo titulado «El miedo de Dios», firmado por Juan Arias, vaticanista del diario El País y autor de un libro sobre el Papa Wojtyla, comprendí más claramente que nunca el significado histórico del pontificado de Juan Pablo II. El artículo sustancialmente es un durísimo ataque al supuesto conservadurismo y a la falta de «sentido de la historia» que manifestaría el «actual curso vaticano». Hay que agradecer su fuerza y claridad, y a pesar de la falta de matices, y a veces de rigor, creo que el autor ha situado el problema en el punto preciso. Es más, creo que Juan Arias comprende bastante bien las intuiciones que dirigen el pensamiento del Papa actual. Por eso, su artículo constituye un terreno propio para un diálogo más detenido.
El pueblo cristiano
Pero ante todo, ¿qué se discute?, ¿por qué produce reacciones y ataques tan violentos el pontificado de Juan Pablo II? Si el cristianismo fuese sólo una instancia ética y la praxis cristiana consistiese en sostener un conjunto de valores, convirtiéndose en una especie de conciencia moral de la sociedad, la Iglesia encontraría espacio y acogida por todas partes. Por el contrario, si la experiencia cristiana es la afirmación en la realidad cotidiana, social e histórica de la presencia de Cristo, entonces se trata por todos los medios de marginarla y de exorcizarla.
La utopía como sustituto
En efecto, para hacer un discurso como el que se hace en este artículo es necesario tener una concepción de lo que es o no es el cristianismo, de lo que es o debería ser la Iglesia. Ante todo, se pretende que los cristianos no sean un pueblo; precisamente el gran desafío que reclamó tan insistentemente Pablo VI. Que la Iglesia sea una realidad abstracta, pero nunca un pueblo, un sujeto socialmente relevante.
Este es el punto caliente: lo que no se soporta es una fe que crea un pueblo, y un pueblo que genere obras. No se soporta la «encarnación, la dinámica misma del hecho cristiano. Se querría un cristiano insertado en el mundo, pero sin el coraje de la creatividad y el riesgo de las obras».
Un cristianismo que diera un «suplemento de esperanza» a la vida de los hombres, pero que no entre en esa vida. Y aquí la gran palabra para sustituir el contenido del cristianismo: utopía.
En un mundo donde las palabras se han vaciado de contenido, donde la creciente omnipotencia de una mentalidad común favorecida por el poder se corresponde proporcionalmente a la impotencia de los individuos, las «utopías proféticas» son el mejor instrumento del poder.
Y otra vez está la carne de por medio. Porque la propuesta cristiana nunca se ha concebido a sí misma como una utopía, sino como un hecho encontrable y concreto, manchado de tierra, de pecado: encarnado. «El utopismo quiere... liberar al hombre del peso de su responsabilidad personal y de su dolor secular», escribía hace poco Vaclav Havel, firmante de la «Carta 77» de la disidencia checoslovaca.
Utopías y sueños
En definitiva, lo que se desearía es un cristianismo que no generase una posición cultural, sino que fuera un pedestal moralizante de la sociedad o una vendedora de sueños y utopías. ¡Qué paradoja! Precisamente un pontificado que se caracteriza por la tensión por acabar con el divorcio entre la fe y la historia es acusado por la inteligencia laico-progresista de «olvido olímpico de la historia».
No es Wojtyla, sino Octavio Paz quien en una entrevista concedida a un periodista latinoamericano, a la pregunta sobre cuál era la gran herejía de nuestro tiempo, respondía decididamente: «haber sustituido a Dios por la historia». Me parece que ésta coincide con la gran intuición de Juan Pablo II, y de hecho él mismo nos recordaba en la «Dives in Misericordia»: «Esta es la tragedia de nuestro tiempo: la pérdida de la libertad de conciencia, por parte de pueblos enteros, conseguida con el uso cínico de los medios de comunicación social por parte de quienes detentan el poder».
Diálogo y encuentro
Un viejo militante obrero me decía hace tiempo: en el año 2000 sólo la Iglesia defenderá a los pobres, sólo ella recogerá la tradición del movimiento obrero. Tenía razón. Yo diría que comprender la historia, tener sentido de la historia, es percibir que ahora, en vísperas del tercer milenio, la tarea es simple, dramática y apasionante: salvar al hombre, su dignidad. Rescatando el poder de la «normalidad», de la moda, del Estado, o como decía la «Gaudium et Spes» de todo intento de reducir al hombre a «trozo de materia, ciudadano anónimo de la ciudad terrena».
Una posición como la del Papa es una invitación a un encuentro y a un diálogo sin límites y prejuicios, con todas las realidades y circunstancias que debe afrontar el hombre de nuestro tiempo: desde los lugares donde se construye hoy la cultura y la sociedad hasta aquellos donde el hombre ya no cuenta por su falta de utilidad. Ahora bien, lo que se quiere impedir a toda costa es precisamente el diálogo auténtico con la Iglesia, porque si éste se lleva a cabo, la Iglesia ostensiblemente se podría manifestar como la vanguardia histórica.
Les mueve el miedo
Es cierto que muchos cristianos tienen miedo, que tienen intereses que defender, que están desorientados ante el curso de la historia y reaccionan aferrándose a esquemas caducos y formalistas, pero no es a ellos a los que se dirige el artículo. Es precisamente a Juan Pablo II y aquellos que secundan su percepción de la fe y los acentos de su pontificado a los que se ataca con furia y sistemáticamente. Pero éstos, Juan Arias lo sabe bien, no tienen miedo; no es el miedo lo que les mueve, sino la pasión por una belleza encontrada, por una esperanza presente. ¿Quién tiene miedo de quién?
Con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Argentina, el Papa recibió al responsable de Comunión y Liberación en América Latina: el P. Francesco Ricci. La carta que reproducimos expresa el significado de este encuentro: una confirmación de la importancia de la tarea misionera del movimiento en América Latina.
Queridos amigos:
Hemos vivido juntos con muchos de ustedes -de Argentina, Brasil, Chile, Paraguay, Perú, Uruguay, así como de España e Italia- la Jornada Mundial de la Juventud en Buenos Aires.
La presencia del Papa, sus palabras y sus gestos, nos han alentado para seguir viviendo nuestra compañía, en la cual hemos encontrado la verdad y la belleza de Cristo.
He tenido la oportunidad de encontrar personalmente al Santo Padre y, tras agradecerle por haber nombrado a Comunión y Liberación al finalizar la Misa del Domingo de Ramos, he escuchado las palabras que él deja a nuestro movimiento como recuerdo y como tarea: «Ustedes tienen un inmenso trabajo que hacer acá».
Son palabras dirigidas a cada uno de nosotros, hasta al último que se agregó a nuestra humilde compañía, al corazón de cada uno, porque la primera inmensidad en la cual tenemos que trabajar es la de nuestra propia vida, en que Cristo se hizo presente para hacer de nosotros hombres nuevos, transformados y capaces de transformar.
Ojalá sepamos responder a la invitación del Papa, poniendo nuestras vidas transformadas y nuestra compañía al servicio de la Iglesia y al de los hombres de este nuestro continente Latinoamericano que el Papa privilegia como el continente de la esperanza.
Que cada uno de nosotros asuma su compromiso de fidelidad a esta nuestra historia, ponga toda su confianza en nuestra compañía, toda su libertad en seguir a Cristo presente entre nosotros.
Humildemente reconociendo nuestras limitaciones, nuestros defectos y nuestros pecados, pero fuertes por la certeza de que Cristo es verdaderamente el centro del cosmos y de la historia, vamos a seguir construyendo -muy queridos amigos- la comunión en todos los ambientes en que nos es dado vivir, estudiar, trabajar, para que Cristo sea encontrado, reconocido y seguido, así que nuestra amistad se haga cada día más el lugar fascinante de la vida redimida, donde el deseo humano de la felicidad se realice desde ya.
Que la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos acompañe y nos guíe con su protección maternal, intercediendo por nosotros.
Un abrazo grande a cada uno de vosotros, de quienes me siento honrado de ser amigo.
Buenos Aires, 13 de abril de 1987
Padre Ricci
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