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Huellas N.7, Agosto 1987

EL SENTIDO RELIGIOSO

Lidia Macchi, las exigencias y eviden­cias originarias.

Lidia Macchi, veinte años, de Varese (Italia), estudiante de Derecho, perteneciente a Comunión y Liberación. Ha sido asesinada de treinta puñaladas, el 7 de enero de este año en circunstancias que las investigaciones -todavía- no han podido aclarar. Publicamos una carta suya a una amiga, que es un gran testimonio de la profundidad y vivacidad humana con que ha vivido, en su breve existencia terrena, aquellas exigencias y evidencias originarias que constituyen el «rostro» interior de todo hombre y aquel nivel de preguntas en las que se manifiesta el sentido religioso.

Querida Mara:
Acabamos de colgar el teléfo­no y me he dado cuenta, con tris­teza, de que te he contado sólo las cosas más banales que vivo ahora.
A mí me está sucediendo una cosa extraordinaria y un poco con­fusa, pero realmente grande: es como si en mí, ahora, apareciesen con gran claridad cantidad de pre­guntas y deseos sobre la vida: el deseo de ser feliz, de ser libre -es decir , de tratar con libertad sin es­tar ni aplastada ni apesadumbrada por todas las circunstancias con­cretas de mi vida-, el deseo de amar con profundidad a las perso­nas que me son queridas (los ami­gos), el deseo de construir tam­bién yo un trozo de historia, por­que si no la historia nos la cons­truyen otros sobre nuestra cabeza, y nosotros vivimos nuestra vida complemente indiferentes a todo lo que ocurre fuera de nuestro rin­concito, que, aunque cómodo, no deja de ser mezquino y de estar determinado por pequeñas estupide­ces y cabreos cotidianos.
Es como si la bendita incons­ciencia, el hacer siempre lo que instintivamente se me pasa por la cabeza, me hubiese aburrido pro­fundamente con su estupidez y su­perficialidad; nunca antes como ahora me había parecido la vida tan profunda y grande y, sobre todo, misteriosa.
Es un gran misterio que yo sea, exista, que sea un frágil pun­tito sobre este planeta que gira con leyes extraordinariamente perfectas alrededor del sol, y que el sol no sea más que un microbio en la inmensidad espacial y tem­poral del cosmos. Pero... ¡diablos!, basta levan­tar los ojos al cielo por la noche para intuir que la vida de todo este universo es un misterio grandioso, y nosotros, que somos hombres y tenemos conciencia de esto -o podríamos tenerla-, desperdicia­mos nuestro tiempo preocupados por pequeñas banalidades y pe­queños dolores, sin preguntarnos por qué ( nos da demasiado miedo escucharnos siquiera un instante); sin escuchar esa voz que habla en nosotros, que grita que la vida, no puede no tener un sentido; sin preguntarnos para qué estamos, por qué estamos hechos así, uno distinto del otro, y sin embargo to­dos con el mismo deseo dentro.
¡Dios mío, pero por qué si es­tas preguntas y deseos existen, por qué nos resignamos, por qué vivi­mos en el fondo desesperados, es decir, sin esperar nada del maña­na, cerrándonos en una jaula que se convierte en nuestra tumba, y como máximo concediéndonos al­gún recuerdo nostálgico de los buenos tiempos! Pero ¿cuáles bue­nos tiempos? Es inútil gimotear: somos nosotros quienes, en pri­mer lugar, hemos renunciado pre­suntuosamente -haciéndonos es­clavos- a tomar en consideración todos los grandes deseos que se agitan en nosotros, porque nos es cómodo gimotear, quedarnos en nuestra mierda, hacer pequeños y miserables pecaduchos para creer que, al menos, no somos santos. ¡Bueno, un poco malos si que so­mos! En cambio, nuestros pecados dan risa a las gallinas; consisten todo lo más en la sensualidad, en transgresiones que en realidad ha­cen todos, están al alcance de to­dos, porque, en realidad somos sólo unos mediocres, ¡ojalá hubie­se algún gran pecador, profunda­mente deslumbrado por el mal! Pero incluso cuando yo lo sepa todo, cómo funciona todo el universo, cómo respiro, camino, como, ¿quién -ni siquiera por un momento-, piensa en escucharte cuando te preguntas quién eres, qué haces sobre esta tierra?; todos tienen miedo de estas preguntas y no hablan de ellas; pero, ¿por qué preocuparse? No pienses, déjalo correr; hoy estás, mañana mueres y se acabó lo que se daba...
Se acabó ... !una leche! Yo existo, las preguntas existen y quiero saber; aunque fuese la úni­ca con este deseo en este mundo superficial (porque quiere serlo), yo gritaré con todas mis fuerzas -hasta que muera-, lo que sien­to. Hace un mes, tuve la oportu­nidad, casualmente, de ir a la Uni­versidad Católica de Milán con al­gunos amigos de Varese y de es­cuchar a uno que se llama Giussa­ni. Daba una clase de teología o de moral, algo así, ya que estos exá­menes allí son obligatorios. En vez de hablar de los santos y de todo lo demás, hablaba exacta­mente de estas preguntas, con un entusiasmo y una fuerza que me impresionaron mucho. Explicaba todos los procedimientos prácticos y teóricos que los hombres usan para no escuchar, para hacer como si estas preguntas no existiesen o no fuesen importantes, y me pa­recía que hablaba exactamente de mi, y reconocía todos nuestros comportamientos habituales ex­plicados claramente.
Había ido allí por casualidad, porque estas personas de Varese y otras de Milán que conozco me ha­bían invitado, y yo había ido espe­rando escuchar las cosas de siem­pre: pero no fue así.
Es extraño, porque más que sus palabras me impresionó él, su mirada profunda, atenta; había algo que se escapaba: un hombre libre, abierto, que no sienta odio por la vida. No sé decirte nada más preciso, pero es como si guar­dase un secreto, una fuerza no suya. Siento que debo hablarle, que él no ha pisoteado las preguntas que se agitan en mi. Tendría mu­chas cosas que preguntarle; de una forma u otra debo encontrarme con él de nuevo.
Ahora, ya no tengo la impre­sión de estar sola, desesperada­mente en busca de algo que a to­dos les trae sin cuidado. Es como si alguien, sobresaltándome ines­peradamente, me hubiese dicho:
«¡Eh, estoy aqui, no grites y no te desesperes, porque siguiendo este camino saldremos de la selva!».
Yo quiero salir de la selva, porque la vida es mar, cielo, montes y lla­nuras, casas, árboles, rostros hu­manos, estrellas, sol y viento, y nosotros estamos hechos para este Infinito que existe, basta sólo mi­rar alrededor. Por esto seguiré a este alguien que me ha salido al encuentro en la oscuridad de la selva y que me dice: «Mira arriba, entre las hojas, ¿ves? Hay un tro­cito de cielo azul, azul; salgamos a verlo todo».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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