La caritativa con las Hermanas de la Caridad de la Asunción en Madrid. Un lugar donde uno nunca se cansa de mirar
Desde el pasado mes de octubre, tengo la gracia de trabajar con las Hermanas de la Caridad de la Asunción, más conocidas como Suorine para los amigos. Ellas viven en el humilde barrio de Usera, en Madrid. Cuando las conocí, me sorprendió que eran conocidas por todo el barrio. Las hermanas reconocen todos los rostros amigos que les saludan, la historia que se intuye detrás de cada uno de ellos. En todos esos rostros se puede descubrir un inmenso agradecimiento hacia ellas. Yo ya percibía en las hermanas un abandono a los demás, un darse incondicional, una maternidad que sobrepasaba la mirada del mundo. Se me hacía evidente que habían recibido muchísimo.
Entre toda la ayuda que ofrecen desde que amanece, dedican sus tardes a acompañar en el estudio a chavales de entre 6 y 16 años. Yo lo hago con los de secundaria, junto a dos de ellas y algunos universitarios y profesores que hacen aquí su caritativa. Antes de que lleguen los chicos, los adultos nos reunimos para rezar y leer El sentido de la caritativa. Cuando los chavales llegan para estudiar, las hermanas les acogen siempre sonriendo, preguntando, reconociendo que ellos ya tienen y traen algo para ellas.
Lo primero que me impactó de los jóvenes adolescentes fue que la mayoría se acercaba con la cabeza agachada o cambiando constantemente la dirección de su mirada y, al colocarse casi a mi lado, yo les saludaba, mientras ellos seguían sin mirarme, dirigiendo su saludo hacia el lado opuesto al que me encontraba. Cuando les preguntaba qué tal estaban, el primer gesto suyo era siempre encoger los hombros, mientras colocaban las comisuras de sus labios hacia abajo, cerraban los ojos y suspiraban. Pensaba que me costaría muchísimo atravesar ese escudo que se ponen como única arma en la lucha contra la realidad, pero fueron ellos quienes empezaron a atravesarme tras el mínimo afecto que recibieron de mí. Sucedió así en la primera conversación que tuve con F., un chico de quince años que tras buscarme para enseñarme una cruz que tenía entre sus colgantes, me dijo que él no rezaba más que cuando ocurría algo que no podía arreglar por sí solo, como el fallecimiento de su abuelo. Otro de ellos, B., es marroquí y tiene catorce años, su escudo es el de quejarse ante cualquier situación, incluso cuando Marruecos conseguía pasar de ronda en el mundial de fútbol, su tema de conversación preferido. Un día, mientras él subía las escaleras con pesadez y miraba hacia el suelo, me confesaba con vergüenza que, a pesar de ser una persona que nunca echa de menos nada ni a nadie, que a pesar de que nada ni nadie le suele dar pena, podía sentir lástima por Mbappé, que acababa de perder la final del mundial. Otro tierno impacto sucedió con M., una chica en la que empecé a comprobar que tenía grandes inseguridades y miedos, siempre usa su flequillo y una mascarilla para tapar su cara, como dos párpados que se cierran para no ver que se está siendo mirado. A veces he podido verla sonreír, aunque rápidamente se tapaba la boca con la mano, como su amiga A, quien me reconoció que no era capaz de mirarme a la cara cuando me hablaba, pues le hacía sentir vulnerable el hecho de que yo pudiera ver su rostro tal cual es. Ella misma, antes de contarme algo de lo que se avergüenza, siempre me pide que no la juzgue. En alguna ocasión, cuando hemos terminado de estudiar, he acompañado a casa a L., una de las niñas de primaria. Una tarde, tras subirnos al autobús, ambos permanecíamos callados y molestos por el ruido, cuando de repente ella buscó mi oído para decirme que no tenía padre porque la había abandonado. Ella permaneció con una expresión seria y silenciosa; yo, como tras los anteriores sucesos, sorprendiéndome sensiblemente sereno, con esperanza y ofreciendo mi humilde compañía.
Como dice don Giussani en El sentido de la caritativa, «descubrimos, precisamente porque les queremos, que no somos nosotros quienes les hacemos felices (…) Es Otro quien puede hacerlo». Se me hace evidente que los ojos de estos chicos no se diferencian de los míos, pues cuando miran parecen gritar: «¡Demuéstrame que me quieres, demuéstrame que con lo malo que dicen que soy, con las máscaras que me pongo, con las heridas que porto, con toda la historia de dolor que pesa sobre mí, tú me miras bien, dime que tú me quieres y dime de dónde viene esa mirada!». Si yo me sorprendo pudiendo estar delante de este drama, no es por una capacidad particular, sino porque esta mirada que buscan los chicos, la respuesta a estos gritos llenos de verdad, me ha sido dada, la he encontrado o, mejor dicho, este Amor me ha encontrado a mí. Ese Amor se concreta, se hace carne experimentable en las propias hermanas, de las que aprendo muchísimo y en las que constantemente busco ayuda. Ellas me acompañan.
Me corrige mucho detenerme a mirar, a ellas y a los profesores que hacen aquí su caritativa. Yo necesito mirar a los adultos para poder mirar a los chicos. A veces me encantaría colocarme en una esquina, sentado en silencio, solamente para observarles vivir, es un espectáculo ver cómo se relacionan con los chicos y sus familias. Envidio la humanidad y certeza que poseen las hermanas, yo deseo esta conciencia permanente de que el Señor siempre está presente, de quién es Aquel que salva a cada uno de estos pequeños, Aquel que me salva a mí. Ir a ese lugar es como caer constantemente en la cuenta de lo que me ha sucedido, los chicos me obligan en cada instante a reconocer la experiencia que yo he vivido. Me hacen redescubrir el deseo que tengo de mantener la postura de los pastores que, «después de verlo, dieron a conocer todo lo que les habían dicho acerca de aquel Niño» (Lc 2, 17).
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