Ilógica alegría
Hoy hace un mes que vi a mi padre con vida por última vez. Tras una larga enfermedad y una vida cumplida, murió mientras dormía junto a mi madre (su esposa durante 60 años). Tenía miedo de no estar preparada para un acontecimiento tan grande y complejo como es la muerte pero día tras día el Señor me ponía la circunstancia de sus cuidados, de su olvido, de volver a ser como un niño al que hay que cambiar el pañal, darle de comer, acompañarlo en sus múltiples ingresos y, sobre todo, mirarlo como el don y el regalo de ese tiempo junto a él.
La Escuela de comunidad y la compañía de mis amigos han sido el reposo y el sosiego para este largo periodo. ¿Por qué? Porque la realidad es una y no podemos no mirarla si lo que nos jugamos es la felicidad.
Muchas veces he hablado con mis padres de la eternidad, del otro lado, y todo se materializó cuando lo vi muerto. Allí comprendí en un instante que todo lo que vivo se resume en la promesa de Dios.
Él me lo ha dicho a mí, nos lo ha dicho a todos. Y yo le creo. Le creo porque cumple mi existencia, porque he sentido la comunión con mis amigos y con toda la Iglesia. Tanto es así, ¡que tengo una paz y una tranquilidad que de otra manera no podrían ser!
Aún tengo presente la decisión de ir a Roma la semana siguiente. Me costó, pero sentía que mi sitio estaba en esa plaza de San Pedro junto a las personas a las que había invitado. A la una de la madrugada preparé la mochila y le dije a mi marido: «¡Nos vamos!». Durante ese fin de semana y estos últimos días me he hecho una pregunta: ¿puede uno estar contento al poco tiempo de morir un padre? Creía que no, pero sí. Sí se puede estar contento. Dios se ha hecho carne para acompañar la experiencia humana y decirnos: «Yo soy la resurrección y la vida y el que cree en mí no morirá para siempre».
Ana, Fuenlabrada (Madrid)
Mi nueva vida en esta compañía
Estas últimas semanas han sido para mí un verdadero regalo. Me ocupo de las inscripciones de adoradores para la Capilla de Adoración Perpetua que se abrirá Dios mediante en Fuenlabrada. He llamado a cada uno de los casi cuatrocientos voluntarios, algunas conversaciones han sido de 45 minutos, he recibido más de trescientos testimonios, muchísimos muy impactantes, de los que quiero compartir uno.
Una señora enferma me decía que todos los días le pedía a Dios morir para dejar de padecer sus fuertes dolores. Lo que he aprendido en mi corta andadura en la Escuela de comunidad, y bien seguro con la ayuda del Espíritu Santo, me permitió afrontar una preciosa conversación con esta persona. Después de escucharla un buen rato, le empecé a decir que si Dios no la ha llamado aún, seguro que tiene pensado algo mucho mejor para ella aquí. Ahora pedimos juntos al Señor, pero ya no para que se la lleve con Él, sino para que la ayude a hacer su voluntad el tiempo que quiera dejarla aquí. En casi todos los casos me limito a escuchar atentamente lo que me dicen y les ofrezco un testimonio de otras personas que, estando en su misma situación, adoptan la opción de amar más. Esta ocupación que ha caído en mis manos como un regalo del Señor me hace un bien inestimable que comparto cada lunes en Escuela.
Juan Manuel, Fuenlabrada (Madrid)
Allí donde todo remite a Él
Hace unos días estuve con un amigo en el monasterio de las hermanas trapenses en Humocaro. Fuimos en una misión de revisar el sonido en varias áreas del lugar. Nos recibieron con una cercanía y familiaridad extraordinarias.
Cuando conocí a Madre Cristiana, inmediatamente me remitió a don Giussani, era como escucharlo a él durante los Ejercicios, cuando nos hablaba sobre la autoridad. Una autoridad que está ahí, frente a ti, que no te exige, es humilde, y que a la vez te despierta una conciencia de su significado . He sentido el mismo amor y carisma que cuando tenemos un encuentro con algún amigo de CL, sea de Venezuela o no.
También conocí a la madre Ana, que estaba en la cocina, y me contó que Giussani fue su director. Mi asombro era por ellas y por mí. El monasterio me hacía pensar en una mini-empresa, por el orden, la delicadeza y la armonía que había en todo. Fue un día memorable para mí, me hizo preguntarme si yo vivo así mi vida y mi trabajo.
Marcel, El Tocuyo (Venezuela)
Lo único que me salva
La jornada de Adviento me ha conmovido hasta las lágrimas, me he encontrado en un momento totalmente desarmada, con mis exigencias delante, consciente de mis necesidades y mi dolor, con un deseo enorme de «experimentar lo más bonito de la vida, que es recomenzar siempre», y es que quiero abrazar la compañía y mi relación con lo que he encontrado como si fuera una niña chiquita que cuando pasa algo corre donde su mamá, así siento que ha sido esta compañía para mí durante este tiempo, y agradezco que estén, aunque yo no haya estado muchos años. Mirarlos ha sido un regalo enorme para mí, dentro del drama de la muerte y mi separación. Lo único que me nace es no querer perderme nada porque reconozco que es lo único que me salva, con mis muchas limitaciones, pero imposible negar que esto es lo que necesito.
Verónica, Lima (Perú)
¿Qué hago con mi insatisfacción?
Ante la pregunta de un amigo en la Escuela de comunidad: «¿Qué hacemos con la insatisfacción?» (p.69 de los Ejercicios de la Fraternidad, 2022), me puse a relatar el camino que hago desde hace un tiempo. En primer lugar, ahondar en el centro del problema, que es la «autoconciencia del yo», tal como hemos aprendido de don Giussani, preguntándonos «dónde está la consistencia de mi yo», pues como hombres modernos nuestros parámetros están descentrados.
En segundo lugar, mirar a la cara lo que tengo delante, lo que no me gusta (la insatisfacción), lo que la Iglesia llama «la cruz». La situación de todos los días que me molesta, la forma de ser de unos u otros, lo que veo que no está bien. A veces me parece que mirar y aceptar en mi vida lo que “no está bien” es resignarse, es bajar los brazos para tratar de revertir la situación. Por ejemplo, como profesora de secundaria en una escuela pública, es común en mi entorno encontrar alumnos apáticos, incapaces de entusiasmarse con la materia, y con compañeros quejumbrosos… A veces me parece que solo recibo ingratitud, y vuelvo a decir: ¿por qué me das esto?, ¡no me lo merezco! Después pienso en algo que dicen muchos santos, que Jesús nos hace pasar por la humillación que Él también vivió para que podamos ver cuánto nos ama. Davide Prosperi nos recordaba las palabras de don Giussani «las circunstancias son un factor esencial en mi vocación». Al empezar la mañana o dirigirme hacia mi lugar de trabajo pienso: ¿qué me vas a dar, Jesús, en esta situación?, ¿qué es lo que me quieres dar con ellos? «El otro es un bien para mí», aunque cuando siento que me hace daño este es un trabajo que solo puedo hacer pidiéndoselo a Él. A partir de tomarme en serio esto que me desagrada, empecé a sorprenderme, descubriendo en mí una ternura hacia mis alumnos que no es mía. Empiezo a verlos necesitados como yo, adolescentes desorientados que reaccionan como pueden. Generalmente sus gestos me generaban rechazo y resentimiento. Tener hacia ellos una mirada positiva, centrada en mi verdadera consistencia, es decir, mirarlos como necesidad, al igual que yo, me hace retomar la relación. Y me di cuenta de que si no me costara tanto darles clase (con 27 años de antigüedad), tampoco me habría dado cuenta de que mi actitud era inapropiada.
Necesito una relación nueva, necesito vivir en cada lugar, en cada situación, no estar pensando “cómo debería ser” o “cuándo terminará” porque no me agrada. Empiezo a verme necesitada de una relación nueva con la realidad que gracias a Él sucede. Sucede que yo me sienta necesitada de lo que está enfrente y, por tanto, una relación nueva con la realidad. Es un regalo, un don que quiero seguir aprendiendo.
Mariangel, Santa Fe (Argentina)
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