Un profesor de historia que lucha a diario con sus alumnos adolescentes, «personas que adolecen, por definición», descubrió una forma nueva de entrar en clase al leer la biografía del fundador de CL
No pertenezco al movimiento de Comunión y Liberación (CL). Soy un profesor y escritor que hace unos años leí la biografía de don Luigi Giussani escrita por Alberto Savorana. Aporto mi testimonio y reflexiones tras haber saboreado pausadamente un voluminoso libro y con el resultado de dos cuadernos de anotaciones. Mucho tiempo atrás solía leer la edición española de 30 Días. Me gustaba por un enfoque cultural que nunca vi en ninguna publicación de tipo religioso en español. En esas publicaciones lo cultural solía ser algo secundario y en el mejor de los casos se reducía a un enfoque descriptivo, por no decir museístico, del patrimonio religioso cultural, en el que se daba más importancia a las formas que al significado.
Esta percepción sobre la cultura en algunos ambientes eclesiales quizás pudiera deberse a una cierta reticencia a interesarse por lo que se considera “glorias pasadas” en una época de descenso del nivel cultural y en la que supuestamente solo interesan los testimonios personales. Por contraste, en 30 Días descubría la riqueza de unos artículos que expresaban toda clase de conocimientos teológicos, filosóficos o históricos, imprescindibles para comprender el mundo presente. Sin embargo, la lectura de la revista no me sirvió todavía para conocer a don Giussani y sus escritos.
Con el paso del tiempo contacté con una familia que llevaba a sus hijos a un colegio que respondía al ideario de CL. Creí que era el momento de establecer conversaciones en las que saldrían a relucir tantos temas que había leído en 30 Días, pero no fue así. Me estrellé contra el muro del hermetismo que caracteriza hoy a muchas familias, incluso cristianas, y que hunde sus raíces en una defensa encarnizada de la privacidad, que ni siquiera permite compartir con otros las cosas buenas que uno lleva dentro. Tampoco conocí de esa manera a don Giussani.
Finalmente lo encontré en la biografía de Savorana, donde la narración y los testimonios recogidos me hablaron más claramente que la voz de cualquier otra persona. Me impactó, sobre todo, la decisión de don Giussani de dar clase de religión a adolescentes en el liceo Berchet de Milán en 1954. El sacerdote supo ver más allá de unas iglesias abarrotadas los domingos o de los millones de votos destinados a la Democracia Cristiana. Los jóvenes proporcionaban sobrados indicios de que la sociedad italiana empezaba a descristianizarse porque la religión se había reducido a un moralismo vacío o a unos rituales y tradiciones al margen de la vida corriente. Don Giussani no había ido al liceo a dar lecciones de catecismo. Había renunciado por un tiempo a su tarea de profesor universitario para acercarse a sus alumnos y acercar a sus alumnos a Dios.
Después apliqué el hecho a mi situación personal como profesor de historia. La preocupación de la mayoría de los profesores siempre ha sido cumplir la programación y, sobre todo en los últimos tiempos, poder impartir sus clases con una cierta tranquilidad, algo que nunca ha sido del todo posible, ni siquiera en las supuestas edades de oro de la enseñanza si alguna vez existieron, porque los adolescentes son, por definición, personas que adolecen. Sin embargo, al igual que don Giussani, me di cuenta de la desconexión entre la materia explicada, en mi caso la historia, y los alumnos que recibían la clase. El método de explicar, puramente teórico, era ajeno a sus preocupaciones y a las inquietudes de la sociedad. Sé que algunos habrían querido “solucionar” esto con “experimentos” al margen de la programación y dejando a un lado la transmisión de conocimientos. Pero el método de don Giussani me resultaba mucho más sencillo: poner al alumno en el centro y hacerlo merecedor de la atención del profesor. En definitiva, interesarse por él y entablar conversaciones para hacerle descubrir tantas cosas en las que quizás no había reparado. Lo primero han de ser las personas. Son las destinatarias del mensaje.
Don Giussani pretendía transmitir a sus alumnos que a través de la realidad cristiana se puede llegar a Dios. En mi caso, la historia puede transmitir también las realidades de la vida por estar convencido de que la naturaleza del ser humano es siempre la misma y no cambia a lo largo de los siglos. Es algo que muchos niegan, desde hace más de dos siglos, y esta negación ha calado en la sociedad porque se ha difundido la idea de que el progreso tecnológico, unido a procesos de ingeniería social y política, podrá cambiar al hombre y construir un mundo perfecto. Sin embargo, como decía Isaiah Berlin, la historia no tiene libreto. La ilusión del mundo perfecto solo sirve para alimentar el ego de los líderes de toda índole, que se autoengañan en su creencia de ser capaces de derrotar a ese enemigo implacable que es el tiempo.
El fundador de CL desconfiaba también de las visiones exageradamente optimistas del ser humano, de la mitificación del hombre con éxito que cuenta solo con sus propias fuerzas y que se mueve por el impulso, el instinto o lo espontáneo. A ese hombre la idea de Dios le resulta extraña. Lo de menos es que se declare expresamente ateo, pues el enemigo de la religiosidad no es ateísmo sino este laicismo indiferente y autosuficiente. En mi opinión, esa mentalidad, tan extendida hoy, prescinde de la búsqueda de la verdad e incluso sospecha de ella porque puede ser incompatible con los fines que persigue. Pero lo peor es que en su obsesión por los fines puede acabar cuestionando la libertad, que supuestamente considera como el valor supremo.
La verdad y la libertad deben de ir siempre juntas. Tal fue el método de don Giussani en que un día reparó un profesor de historia.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón