Paola, periodista, lleva enferma nueve años. Entre miles de preocupaciones, fue hasta Roma en ambulancia. Y con todo su deseo. Así narra su peregrinación
Sabía que no faltarían muchas dificultades, pero le pedí a Jesús: «Tú sabes cuánto deseo ir a la audiencia del Papa. Si quieres que vaya, haz que encuentre todo lo que necesito: una ambulancia, dinero para pagarla y que mis cuidadores estén disponibles para acompañarme. De otra manera, estoy dispuesta a renunciar y seguirla por televisión». Jesús, como siempre, no me defraudó.
Llevo nueve años enferma de ELA, paralizada totalmente, respiro con un ventilador, me alimento por una sonda y me comunico con un puntero ocular. Mis cuidadores, a pesar de numerosas opiniones en contra por parte de mi familia y de mi hermana, especialmente preocupada, se mostraron disponibles para hacer cualquier sacrificio con tal de verme feliz. Vino a verme un gran amigo y compañero periodista, nada más enterarse de mi deseo, y se ofreció a pagar la ambulancia. Después de varias búsquedas, encontré una ONG cuya presidenta, que me conocía por mi labor periodística, se mostró muy hornada por poder acompañarme a ver al Papa y me ofreció el apoyo de sus empleados mejor preparados. Jesús me daba un signo concreto y me tocaba a mí poner el coraje para asumir esta empresa que superaba todas mis fuerzas.
Por supuesto, mucha gente estaba preocupada. Mis amigas de la Escuela de comunidad, por ejemplo: «Va a ser muy cansado, tal vez sea mejor seguirlo desde casa». Pero para mí, que llevo tantos años sin poder participar en ninguna actividad de la comunidad, podía ser la última oportunidad de sumarme a todo el movimiento en una jornada tan especial: el día del centenario de Giussani. Se me ocurrió la idea de escribir a mi amigo Ricardo para pedirle consejo. Le enumeré todos los “contra” por lo que debería renunciar. Él me respondió que sería un momento precioso y una gran peregrinación: «Y si vienes, una persona se pondrá contentísima: ¡yo!». Sus palabras de ánimo y afecto fueron determinantes en mi decisión de ir.
El viernes antes de partir, mi hermana, llena de miedos, intentó hacerme desistir. «Podría pasar de todo. Que se acabara la batería del ventilador y del aspirador mientras estás en la plaza, que se rompa el reposacabezas de la silla de ruedas… ¿Y quién va a asumir la responsabilidad si te pasa algo? ¿La gente que te acompaña?». Estuve dos horas llorando desesperada, tenía que preparar las cosas para irme… pero entonces, para ayudar a la cuidadora con los preparativos, llegó mi madre, que a sus 85 años había entendido perfectamente la profundidad de mi deseo. Poco importa que por ello acabara yendo a Roma con ropa de invierno…
«Jesús, confío en ti para que todo vaya bien. Yo pongo de mi parte todo mi coraje, mi corazón y mi fe. Haz Tú el resto», dije antes de partir. Me encomendé a don Giussani y a las oraciones de mis amigos y amigas. Y todo salió bien.
Al final también vino mi hermana, a las cuatro y media de la madrugada del sábado, con la excusa de que ya estaba despierta, para prepararme la bolsa con todos los equipos que tenía que llevar. Luego ayudó a los empleados de la ambulancia a meterme en el ascensor.
Pasé el día más bonito de mi vida desde que estoy enferma. Estaba rodeada de belleza: la maravillosa plaza de San Pedro, que llevaba ocho años sin ver, unos cantos preciosos entonados por el coro y acompañados por 60.000 personas, la voz de Giussani y sus profundas palabras. Me decía: «No es posible que yo, que siempre estoy acostada en una cama, esté ahora aquí. Sin embargo, es real». Y daba gracias a Dios. Todo el tiempo estuve llorando de conmoción, especialmente cuando vinieron a verme don Eugenio y Rosa junto a Ramzia y Dima, dos amigos kazajos. Tampoco ellos podían creer que lo hubiera conseguido. El beso de don Eugenio en mi frente fue como un beso de Jesús diciéndome: «¡Qué valiente!». Por gracia de Dios, me situaron en el sector de las personas con discapacidad al lado de Mariangela, otra “quadratina”, como nos llamamos entre nosotros los enfermos que seguimos todos los días la misa online de don Eugenio. Lástima que, estando muda, no pudiera decirle nada.
No me esperaba para nada encontrarme con el papa Francisco: me bastaba con estar allí. Cuando me dijeron que vendría a saludarnos, mi corazón empezó a latir con fuerza. Todavía más cuando me tomó la mano y me sonrió.
Algunos me han felicitado o se han quedado impactados por el hecho de que yo fuera a Roma en mis condiciones. Pero, como me gusta repetir, todo lo puedo en Aquel que me da la fuerza. Me sentía orgullosa de ser un pequeño corazón en aquel inmenso pueblo reunido y alegre. Agradezco al Papa las palabras de afecto paterno que tuvo para todos nosotros. Todavía llevo en el corazón las canciones que escuché: «No sé cómo dar gracias al Señor. Él me ha dado el cielo al que mirar y una gran alegría en el corazón». ¡Sou feliz, Senhor!
Paola, Pescara
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