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Huellas N.5, Febrero 1987

REVISIÓN

Donde abundó el pecado

Teresi­ta Palomera

Sobre la evangelización de América Latina, una primera aproximación. Esta es la primera parte de una preciosa frase de San
Pablo que anuncia la Encarnación de Cristo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.» Es esta misma Encarnación la
que hace posible que quince siglos más tarde los indígenas de América Latina se encuentren con Cristo a través de los misioneros. Hombres que pecaban pero que vivían en relación a Otro al que hacían presente.


Colón muere aferrándose a la idea de haber llegado al extremo oriental de Asia, a la India. La ima­gen de un nuevo mundo es para él una frustración. Así los españoles pasan veinte años desesperados por encontrar el canal oceánico que les permitiera saltar el obstáculo y lle­gar a los lugares de las narraciones de Marco Polo.
La respuesta, en cambio, la van a dar un puñado de locos, conquis­tadores y misioneros, que marchan al nuevo mundo ya sea para explo­rar, ya sea para anunciar el Evan­gelio a las gentes de esas tierras. Lo que más sorprende es que en cin­cuenta años recorren toda Améri­ca. No hay obstáculo natural ni pe­ligro que les frene.
Hasta alguno se vuelve loco, co­mo López de Aguirre, un gran con­quistador que recorre todo el Ama­zonas, hazaña que no se repite has­ta el s. XIX. Se declarará Empera­dor de España y de las Indias.
Así, los misioneros, precedien­do, acompañando, o prolongando la conquista llegan por doquier.
El estilo de esta evangelización de América Latina no es el mismo que el de la evangelización del mundo grecorromano hecha por los discípulos. No es la cruz, sino la cruz junto a la espada las que co­mienzan a evangelizar América La­tina. Es al mismo tiempo conquis­ta y guerra de misión. Una conquis­ta es una lógica de opresión de un pueblo sobre otro. En cambio, la misión es el anuncio de una huma­nidad más plena.
El primer texto que tenemos so­bre la evangelización de América Latina es de un dominico, Fray An­tonio de Montesinos. Se trata de la homilía predicada en la isla de San­to Domingo· en la Navidad de 1511: « ... ¿Qué os dice la voz de Cris­to? Que estáis en pecado mortal y en él vivís y morís por la crueldad y tiranía que usáis con las inocentes gentes de estas tierras... ¿No son éstos hombres?, ¿no tienen animas racionales?, ¿no sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ... Tened por cierto que en el estado en que estáis no os podréis más sal­var que los moros o los turcos que carecen y no quieren la fe de Jesu­cristo ... ».
Al día siguiente los colonos es­peraban una retractación. Montesi­nos, sin embargo, afirma con la autoridad de su superior, que los dominicos no confesarán ni absol­verán a ningún colono español has­ta que no cambie efectivamente el trato con los naturales de la isla. El superior de Montesinos es otro gran dominico, Pedro de Córdova.
Bartolomé de las Casas, también dominico, era un conquista­dor español que habiendo conoci­do esta denuncia de los religiosos de Santo Domingo, en Cuba dice: he vivido mi conversión, y se trans­forma en el mayor abanderado de la dignidad de los indios.
Este asunto creó tal conmoción que comienza una gran polémica en toda España en torno a lo que se llamó justos títulos de la conquis­ta. Hay aquí algo sorprendente. Es­paña dedica las mejores energías intelectuales durante la primera mi­tad del s. XVI a pensar en cómo proteger a los naturales de las In­dias de las tropelías de sus propios conquistadores. De tal modo, que hay en toda la colonización españo­la una legislación de extraordinaria inspiración cristiana. Los colonos la­mentablemente utilizan el meca­nismo de «la ley se acata, pero no se cumple».
También hay que decir que hu­bo señores laicos de la conquista que fueron cristianos extraordina­rios y también misioneros que vi­vieron en la pompa y en el maltra­to de los indígenas. Pero lo que no se puede aceptar es que De las Ca­sas o Montesinos sean excepciones. La gran mayoría de los misioneros se empeñan a muerte en la defen­sa de la dignidad de los indios.
Ante todas estas contradicciones los indígenas entran en una espe­cie de melancolía. Es muy difícil penetrar en su alma; empiezan co­mo a petrificar un aislamiento interior.
Es interesante lo que dicen acer­ca de los misioneros: «... Andan po­bres y descalzos como nosotros, comen lo que nosotros, asiéntanse en­tre nosotros, pero ¿quiénes son es­tos hombres? ... »
Este texto tan extraordinario procede de Méjico. Es decir, el primer gesto es el de presencia, de so­lidaridad, de acogida total del otro. Es verdad que en los veinte, treinta primeros años se combatió contra la idolatría de los indios des­truyendo templos, imágenes. Se co­metió así un pecado contra la cul­tura porque eran elementos precio­sos de la identidad cultural de los pueblos. Pero en seguida adviene un segundo momento, momento de inculturación del Evangelio.
Hay grandes santos evangeliza­dores. Uno de estos hombres ex­traordinarios es San Pedro Claver, que tiene como lema: ser esclavo de los esclavos. Pasa toda su vida mi­sionera en Cartagena de Indias, el puerto de desembarco de la trata de negros. Mientras se organiza su dis­tribución se les mete en grandes bo­degones. Allí San Pedro Claver pasa treinta años de su vida sanando, ali­mentando, bautizando a millares y millares de negros.
Pero, sin duda, la gran santa de América latina es María. En 1531, la Virgen se aparece al indio Juan Diego en las colinas de Tepeyac, en la periferia de la ciudad de Méjico de entonces. Es precioso observar cómo la Virgen que se aparece al mestizo no es ya la Virgen del Carmen o de la Merced, es una Virgen mestiza, del pueblo nuevo latinoamericano, del hombre nuevo latinoamericano.
El indio Juan Diego la vio así, y así quedó reflejada en su tilma. Es decir, esta gran pedagoga de la fe que es la Virgen se aparece al in­dio con sus mismos rasgos. Y no só­lo esto. la Virgen viste un manto color cielo bordado de estrellas, de­trás de ella es como si tapara el sol, pero no del todo pues sus rayos le cubren la espalda, y está apoyada en una luna. Se trata de la reconci­liación de los tres grandes símbo­los cosmogónicos de los aztecas. To­da la cosmogonía azteca es una lucha entre los astros.
Existe entre la Virgen y el indí­gena una comunicación cultural ín­tima. Juan Diego ve a la Virgen co­mo algo íntimamente suyo, que su­blima su propia tradición cultural.
El cristianismo es la suprema novedad, pero suprema novedad que es capaz de asumir y transfor­mar todas las expresiones religiosas de la humanidad.
Las crónicas dicen que en la dé­cada posterior a la aparición de la Virgen de Guadalupe hubo 8 mi­llones de bautismos en Méjico.
Lo cierto es que éste es el pun­to de transición que demuestra sim­bólicamente el pasaje de una fe que los indígenas asumieron como im­posición del conquistador a una fe que se transforma en motivo de nueva identidad.
También esta primera evange­lización americana despliega nece­sariamente una lucha por la justi­cia que se manifiesta en la inten­cionalidad de estructuras nuevas co­mo las reducciones jesuíticas del Guaraní. La idea de los jesuitas es una evangelización totalmente desco­nectada de los grandes centros de colonización española en Indias. Tratan de disociar al máximo la es­pada y la cruz. Su misión es cons­truir la Iglesia y una nueva réplica de civilización desde la periferia. Así, comienzan a crear pueblos que de forma libre van siendo poblados.
Tratan de implantar en estos pueblos un ritmo de vida, un rit­mo civilizador. Utilizan como base el colectivismo agrario. Se trabaja al ritmo de los indígenas, los jesui­tas llegan a incorporar la más alta tecnología de su tiempo. Tanto es así que logran tener una primera metalurgia, logran después cons­truir una fábrica de armas para de­fenderse de los ataques de los colonizadores y, sobre todo, de los abanderantes portugueses. Tienen el más alto desarrollo tecnológico, manufacturero y agrícola de toda la colonización.
Los jesuitas mantienen los mis­mos caciques, las mismas autorida­des indígenas, pero en todo pobla­do de a veces hasta 15. 000 indígenas hay un grupo de 6 o 7 jesuitas. De alguna manera, son los padres que acompañan. Ciertamente estos indígenas exigían una paternidad. De hecho, crecieron en humani­dad, en asimilación cristiana en cuanto hijos de Dios, en el someti­miento de la tierra y en sociabili­dad. Lamentablemente estas reduc­ciones tuvieron una vida breve. El principal ataque fue la acusación a los jesuitas de crear un imperio den­tro del imperio. Ciertamente, los jesuitas pensaban en una contrao­fensiva civilizadora. La conversión pasa por el corazón del hombre, pe­ro si es radical genera nuevas estruc­turas de convivencia.
Esto no lo soportaron los pode­res de su tiempo que comienza a hacer presión sobre el Papado, que se encuentra en un momento de debilidad. Así, el Papa disuelve la compañía de Jesús, y cuando lo ha­ce escribe en su diario: «me he cor­tado la mano derecha». Así los je­suitas, de un día para otro son ex­pulsados de los territorios católicos.
Es emocionante este momento porque los indígenas no quieren abandonar a los jesuitas. Quieren tomar las armas. Pero los jesuitas les convencen de que tiene que mar­char.
En estas líneas hemos hablado de un grupo de hombres que evan­gelizaron todo un continente. Po­demos pensar que la clave de tal ha­zaña estuviese en su generosidad y sus grandes virtudes. Ciertamente muchos de ellos fueron hombres de gran humanidad.
Pero esto no fue lo que más atrajo a los indígenas. Lo grande de aquellos misioneros es que estando con ellos uno encontraba la respues­ta a los deseos más profundos de su corazón. Allí se respondía a su dig­nidad, a su totalidad de hombres.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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