Una nación en el ojo del ciclón. Situada entre Irán, Pakistán, India, China y la U.R.S.S., su propia geografía la ha colocado en una encrucijada de tensiones ideológicas, étnicas y religiosas. Nadie había escuchado apenas hablar de ella.
Pero un día, Occidente supo que Afganistán existía y por un tiempo, sólo por un tiempo, atendió la voz que se levantaba en ese país perdido. Luego, el olvido: un espeso silencio cubre la lucha de aquel pueblo destinada a pudrirse en la oscura recámara de las guerras olvidadas.
El 27 de diciembre de 1979 el mundo se despertaba con una noticia estrepitosa: varias divisiones del ejército soviético habían cruzado la frontera montañosa de Afganistán y tomado el control de los centros urbanos y las principales vías de comunicación. Los partes oficiales de la URSS, afirmaron que se trataba de cumplir un pacto defensivo con el «fiel amigo afgano», amenazado interiormente por elementos reaccionarios, y en el exterior por fuerzas imperialistas. Según estos comunicados habría sido el propio presidente Amín el que solicitó la intervención armada del poderoso vecino. Pero Amín nunca pudo explicarlo, porque murió asesinado en extrañas circunstancias ese mismo día, y veinticuatro horas después, era sustituido por Babrak Karmal.
En realidad, los hilos de la política afgana se movían desde Moscú a partir del golpe de estado militar que había derrocado a la monarquía, en abril de 1978, instaurando una República Popular de corte socialista. A la URSS le interesaba impermeabilizar su frontera en una zona fuertemente convulsionada por la ebullición del integrismo islámico; no en vano muchas repúblicas asiáticas de la URSS, están pobladas por musulmanes que no han asimilado el modelo marxista-leninista más que como una estructura formal impuesta por el poder. Por otro lado, estratégicamente, el dominio del territorio afgano abría un pasillo hacia el Indico, cuya importancia en caso de conflicto regional sería vital para la URSS.
La práctica habitual de colocar gobiernos-títeres se había mostrado ineficiente en poco más de año y medio. Las continuas luchas intestinas, motivadas por diferencias ideológicas de matiz, pero sobre todo por enfrentamientos de etnias y clanes rivales, habían convencido al tutor de la nueva república, de la necesidad de dominar la situación sentándose en la propia capital, Kabul.
En un principio, la condena internacional fue contundente, aunque el invasor la recibió como pura retórica imperialista. Todos miraron ese trozo de tierra árida y montañosa, cuya única originalidad parecía consistir en haberse convertido en el último escenario de la partida de ajedrez que jugaban los grandes de la tierra.
El gobierno Carter vivía sus horas más bajas, Jomeini consolidaba su poder en Irán, y en la URSS, la era Breznev tocaba a su fin. ¿Qué puede pasar?, se preguntaba un Occidente adormecido, apenas preocupado por otra cosa que sus cuentas corrientes. Por un momento aquello parecía interesante, había que volver la mirada a ese lugar perdido.
En Afganistán no hay junglas como las de Indochina, pero sí escarpadas montañas con nieves perpetuas, capaces de proteger un movimiento de guerrillas que golpean puntualmente, mediante la táctica del sabotaje y la emboscada, para volver luego a sus bases. Las páginas de los diarios se llenaron de fotos estereotipadas mostrando individuos tocados de turbante y con pantalones bombachos, portando al cuello largas cintas de balas y en la mano pesadas armas de fuego de la más variada procedencia.
Poco más se supo (a nivel de gran público) sobre la llamada «resistencia afgana». En realidad, la «resistencia» es un conglomerado de grupos cuyo denominador común más inmediato es el deseo de expulsar al invasor soviético. Por lo demás, oscilan entre un moderado occidentalismo y un integrismo radical islámico.
Muchos se han preguntado cómo es posible que este puñado de rebeldes, en su mayoría campesinos analfabetos, haya podido mantener en jaque durante siete años a uno de los ejércitos más poderosos de la Tierra. La pregunta se hace aún más aguda, si pensamos que los apoyos internacionales que en la práctica han recibido, son más bien tibios y escasos. Tan sólo Pakistán, por razones de interés político y por solidaridad islámica, ha prestado una colaboración eficaz acogiendo en su territorio a miles de refugiados, y permitiendo que la guerrilla se organice y asiente sus bases.
El capítulo de las reacciones internacionales es uno de los más aleccionadores de este conflicto. Occidente apenas ha pasado de las condenas verbales, e incluso los EE UU, administrados ahora por Reagan, han sido reacios a prestar una colaboración sustanciosa. Para la Liga Árabe, este tema que afecta de forma tan directa su sensibilidad, no ha sido objeto de interés prioritario. El Irán de Jomeini, que por vecindad y por cultura debía ser uno de los más claros adalides de la resistencia afgana, tenía asuntos más importantes de los que ocuparse.
Este escenario es resultado de la política realizada en función de las ideologías, de los intereses particulares, de la temperatura del ambiente internacional.
Pero si la política dictadas en las cancillerías del mundo, muestra a las claras su indigencia ética, su maquiavelismo disfrazado de diplomacia, y su rapacidad; no es menos preocupante la reacción de la opinión pública, hábilmente conducida por los mass-media. No se han visto en las calles o en las universidades, algaradas como las ocurridas durante la guerra del Vietnam. La imagen de los vietcong debía representar una estética más acorde con el gusto de aquella juventud contestataria, que la que presentan los mujahidin afganos ante los ojos de un Occidente aburrido, prisionero de su propia contradicción: un conformismo burgués por un lado, y un subconsciente colectivo que sigue identificando palabras como «progreso», «liberación» e «ideal», con las banderas de lo que vagamente podría llamarse izquierda revolucionaria.
En cualquier caso, Occidente está enfermo; se mueve a golpe de sentimentalismo, y luego olvida. En nombre del equilibrio de poderes, o para reforzar otros frentes que interesan más al conjunto de la partida, es conveniente entregar a su suerte a ese puñado de combatientes que como un nuevo David, desafía al gigante que usurpa su suelo.
Han pasado siete años, y aunque la resistencia mantiene sus enclaves en las montañas y golpea esporádicamente, el ejército rojo apuntala el edificio de la administración títere afgana. Ahora Gorbachov puede pensar tranquilamente la posibilidad de reducir el contingente de su tropas, e incluso retirarlas en un próximo futuro; en cualquier caso será su conveniencia la que marcará esa fecha.
Pero no será fácil que cuaje el reconocimiento popular a un régimen asentado en una filosofía que le es profundamente extraña, que ignora su tradición cultural y religiosa, y sobre todo, que ha colaborado con el invasor en la represión y el exterminio de los defensores de la libertad nacional.
Para la propaganda soviética, sus tropas sólo están en Afganistán empeñadas en obras de beneficencia. Cultivan los campos, construyen escuelas y hospitales..., y mantienen entrañables relaciones con la población. Tan sólo rompe este idilio la acción de bandidos que asesinan y destruyen: los mujahidin. En definitiva, el tratamiento informativo que la URSS da a la resistencia afgana, no es diferente del que daban los medios de comunicación nazis en la Segunda Guerra Mundial.
Y pensamos: ¿no llegará quizás el día que Occidente, a fuerza de olvidar lo que no le gusta e interesa, asuma como propia esa versión? Quizás así podría descansar tranquilo y mirar para otra parte. Todo ha sido un simple sueño; hay que ver la película de hoy.
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