Una de las características del actual período postconciliar es la aparición y llamativa expansión de los movimientos eclesiales. Estos son una realidad suscitada por el Espíritu Santo «para promover -afirmaba el Papa en Loreto el 11.4.85- la comunidad eclesial y la capacidad de presencia apostólica de la Iglesia» (n.6). El mismo Juan Pablo II los ha propuesto reiteradamente como motivo de esperanza para la Iglesia: «Muchas veces, sobre todo durante mis viajes por Italia y por varios países del mundo, he tenido ocasión de reconocer la grande y prometedora floración de movimientos eclesiales, y los he señalado como un motivo de esperanza para toda la Iglesia y para los hombres» (A los sacerdotes de Comunión y Liberación, 12.9.85, Nueva Tierra -NT-, n.1).
Sin embargo, esta nueva realidad eclesial no siempre es acogida favorablemente. Con frecuencia se oyen juicios negativos o condenatorios de los movimientos eclesiales, y a veces se les plantean objeciones y dificultades por parte por parte de los organismos o instituciones eclesiales, llegándose a negarles la posibilidad de una expresión en las estructuras oficiales, para reducirlos a ser una realidad marginal en la Iglesia. El mismo Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe se hacía eco de estos problemas que afloran ante la presencia de los movimientos eclesiales: «Lo asombroso es que todo este fervor no es el resultado de planes pastorales oficiales ni oficiosos, sino que en cierto modo aparece por generación espontánea. La consecuencia de todo ello es que las oficinas de programación -por más progresistas que sean- no atinan con estos movimientos, no concuerdan con sus ideas. Surgen tensiones a la hora de insertarlos en las actuales formas de las instituciones, pero no son tensiones propiamente con la Iglesia jerárquica como tal. Está forjándose una nueva generación de la Iglesia, que contemplo esperanzado. Encuentro maravilloso que el Espíritu sea, una vez más, más poderoso que nuestros proyectos y juzgue de manera muy distinta a como nos imaginábamos» (cfr. Informe sobre la fe, p. 50 ss.).
Hay algo que debemos subrayar en lo dicho por el cardenal Ratzinger: las tensiones, los problemas no surgen en relación con la jerarquía, es decir, con la estructura fundante de la Iglesia, sino con las oficinas burocráticas, con los programas pastorales gestados en ellas, con las actuales formas de las instituciones administrativas. Unas instituciones que en los últimos años se han burocratizado de una forma alarmante. Burocracia que sofoca la iniciativa personal, que pretende dictar hasta los últimos pormenores de la realidad pastoral. Balthasar, en una entrevista aparecida en el periódico italiano Avvenire, consideraba este crecimiento desorbitado de la burocracia eclesial como uno de los mayores peligros de la Iglesia de hoy. «Jesús ha designado para un servicio -dice este teólogo católico- siempre a personas, jamás a instituciones. De la estructura fundante de la Iglesia forman parte las personas de los obispos, no las oficinas burocráticas. ¡Nada hay más grotesco que pensar en un Cristo que quisiera instituir comisiones! Debemos redescubrir una verdad católica: en la Iglesia, todo es personal, nada debe ser anónimo. Por el contrario, actualmente muchos obispos se esconden detrás de estructuras anónimas. Comisiones, subcomisiones, grupos y oficinas de todo tipo... Documentos, papeles que no son leídos y que de todos modos no tienen ninguna importancia para la Iglesia viva. La fe es más simple que todo esto». La Iglesia, nos dice el Concilio Vaticano II, es «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium -LG-, 1). Pero si la Iglesia es signo e instrumento de salvación, es decir, es presencia misteriosa y medio eficaz de la comunión íntima con Dios, Uno y Trino, y de unidad entre los hombres, lo es en Cristo, lo es porque hace presente a Cristo, porque es sacramento de Cristo. Los hombres participan de la salvación al unirse a Cristo. El es nuestra salvación, pues en Él tenemos acceso al Padre, en Él entramos en comunión con el Padre y en Él los hombres alcanzan su unidad originaria. Pero este Cristo, como hemos dicho, se hace presente hoy en la Iglesia. Cristo, encontrable y actuante en esta realidad visible que es la Iglesia, atrae a todos los hombres a sí Un 12, 32. Y lo realiza a través de la fuerza de su Espíritu. Es el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones el que nos introduce en el amor trinitario, en la vida divina, y el que unifica a los hombres dispersos por el pecado; una «unidad salutifera» (LG 9) que anhela y tiende a su perfecta manifestación.
Ahora bien, el Espíritu es dado a la persona. El don es algo personal, no impersonal. O sea, no se da a las colectividades o las estructuras administrativas, y es la persona, como nos recordaba el Papa en Portugal, la que construye la Iglesia; la persona tocada y cambiada por el Espíritu. Son las personas transformadas por la redención las que manifiestan la Iglesia como una realidad atrayente. La fuerza persuasiva de la Iglesia no viene de los organigramas, de los edificios o de los despachos organizativos, sino de las personas transfiguradas por Cristo. «La verdad, la belleza y la paz que se encuentran en Cristo Redentor» se manifiestan, se encuentran en la comunidad cristiana, que «es el ambiente de la existencia redimida del hombre, ambiente fascinante donde todo hombre encuentra la respuesta a la pregunta del significado para su vida: Cristo, centro del cosmos y de la historia» (Juan Pablo II, Discurso dirigido al movimiento de Comunión y Liberación en su treinta aniversario, 29.9.84, NT, n.1).
Pero si en la Iglesia todo es personal, si la Iglesia es construida por la persona transformada por el Espíritu, las diversas instituciones administrativas deben estar subordinadas a ésta, deben estar a su servicio. Hacerse fin de sí mismas, no sólo sería un error sino una aberración. La gracia objetiva del encuentro con Cristo, que es la finalidad de la Iglesia, no se da a través de realidades impersonales o anónimas, sino por medio de encuentros con personas específicas. No es la eficacia organizativa o la eficiencia burocrática de las comisiones, subcomisiones y oficinas lo que construye la Iglesia, sino el encuentro con personas que viven la fe, el encuentro con una persona identifica con Cristo. Por eso, creemos tiene razón el cardenal Ratzinger al recordarnos que en la Iglesia lo importante no son los instrumentos o las estructuras nuevas que se levanten, sino el Espíritu que actúa a través de la persona. Por eso, la verdadera reforma no está en erigir nuevas, modernas y sofisticadas estructuras. «Lo que necesita la Iglesia para responder en todo tiempo a las necesidades del hombre es santidad, no 'management' (cf. Informe sobre la fe, p. 61 ss.). La cuestión, volvemos a repetir, no son las instituciones o estructuras eclesiales, sino la persona. El problema es de contenido de mensaje y de experiencia que se proponga, no de organización: la pasión porque el acontecimiento cristiano se extienda, porque Cristo sea conocido y abrazado, que el hombre llegue a ser hombre nuevo, esto es lo decisivo.
No se entiendan nuestras palabras como una condena indiscriminada de las estructuras eclesiales administrativas. Aun reconociendo que no forman parte de la estructura fundante de la Iglesia ( = jerarquía), sería ingenuo pensar que podemos prescindir de ellas. Pero sí quisiéramos recordar que su eficacia no es debida al montaje o a los proyectos-programas, sino a la vivacidad de la fe de las personas que las constituyen. Y esto que decimos es válido para toda institución eclesial, incluso para aquellas multiseculares, como pueden ser la parroquia y la diócesis. En realidad, aunque esta verdad no sea considerada en ningún proyecto pastoral, es algo reafirmado por la experiencia cotidiana. Con frecuencia tenemos posibilidad de constatar cómo esta parroquia es una realidad viva, mientras que aquélla está muerta. La diferencia no se halla en que aquélla tiene una gran riqueza de medios o un organigrama perfecto y ésta no. No pocas veces suele ser lo contrario. La causa de esta situación está en las personas, en los sacerdotes que construyen la comunidad parroquial, en la vivacidad de fe de sus miembros, en su entrega apasionada a la misión que se les ha confiado. Y lo mismo podríamos decir a nivel de las diócesis.
Todas las tareas o cargos eclesiales tiene como única finalidad hacer presente a Cristo, luz de las gentes. Que la Iglesia se haga cada vez más transparente. Ninguna responsabilidad o tarea eclesial está al margen de su ser sacramental, es decir, de su hacer presente a Cristo. Todo, por tanto, debe llevarnos a una mayor adhesión a Cristo y de este modo, a ser signos transparentes de Su Presencia. Pero esto sólo es posible por la gracia sacramental, que como nos recordaba el Papa, encuentra su forma expresiva, su modalidad operativa, su concreta incidencia histórica a través de los carismas, a través de los nuevos dones del Espíritu, que permiten a la Iglesia «estar presente de forma nueva y adecuada a la sed de verdad, de belleza, de justicia que Cristo va suscitando en el corazón de los hombres, y de los cuales Él mismo es la única, satisfactoria y cumplida respuesta» (Juan Pablo II, Discurso dirigido a los sacerdotes de Comunión y Liberación, 12.9.85, NT, n.1).
Un carisma, por tanto, es la actuación histórica concreta de aquella pedagogía con la que Dios reaviva y conduce el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y le permite ser lugar de encuentro con Cristo para el hombre actual. No se entienda lo que estamos diciendo de un modo más o menos impersonal. Tratemos de ser concretos. El carisma es una modalidad mediante la cual el Espíritu desarrollando el don del bautismo (= gracia sacramental) en una persona, la hace mover, la ilumina, la enciende, la sustenta. El carisma es un don que hace que la gracia de los sacramentos sea un acontecimiento espiritual, que permite a la persona vivir su misión en la Iglesia. Pero este carisma, este don del Espíritu, no baja del cielo, sino que llega a través del encuentro con una persona, con una comunidad. Es un encuentro lo que toca a la persona. Es a través de un encuentro como el Espíritu vivifica la fe recibida en el bautismo, como la gracia sacramental se hace operativa, como la fe llega a ser una realidad capaz de cambiar la vida y no una mera adhesión a unos gestos instituidos. Y este encuentro personal normalmente es contagioso, es decir, crea afinidad. Es por esta afinidad como el carisma se dilata y liga a las personas entre sí, crea una comunión de personas. Esta es la naturaleza de un movimiento. Y el movimiento, es decir, esta afinidad engendrada por el carisma, esta amistad, esta comunión de personas, está destinado a dar a cada uno apoyo para su tarea objetiva en la Iglesia. «Por tanto, un auténtico movimiento como un alma vivificante dentro de la Institución, no es una estructura alternativa a la misma. Es, en cambio, fuente de una presencia que continuamente regenera su autenticidad existencial e histórica» (Juan Pablo II, Discurso dirigido a los sacerdotes de Comunión y Liberación, 12.9.85, NT, n.3). Un movimiento no es una conexión organizativa, una estructura como alternativa a otra estructura, sino un acontecimiento espiritual que hace a la persona que participa en él vivir la institución eclesial, que le hace posible y más fácil el cumplimiento de la tarea que le ha sido confiada, que le impulsa a vivir la misión.
Con lo que llevamos dicho podemos salir al paso de una acusación que con frecuencia se hace a los movimientos: que la afirmación del carisma propio rompe la unidad, crea división en la Iglesia. En realidad, si esto sucediera, sólo puede deberse a dos motivos: porque el carisma es falso, es decir, no ha sido reconocido por la autoridad jerárquica (sobre esto volveremos más adelante) o porque se es infiel al carisma. De otro modo, esto no puede suceder. Pues si el carisma renueva a la Iglesia, hace eficaz, operativa la gracia sacramental, «se convierte en un instrumento privilegiado para una personal y siempre nueva adhesión al misterio de Cristo» (Juan Pablo II, Discurso a los sacerdotes de Comunión y Liberación, 12.9.85, NT, n.3), es justamente la fidelidad al carisma lo que llevará al creyente a una más profunda y perfecta unión con Cristo y, por tanto, con todos los demás creyentes. Por eso, Su Santidad no duda en exhortar: «Renovad continuamente el descubrimiento del carisma que os ha fascinado y él os conducirá más potentemente a ser servidores de aquella única potestad que es Cristo Señor» (Juan Pablo II, Discurso dirigido a los sacerdotes de Comunión y Liberación, 12.9.85, NT, n.3).
Por otra parte, a veces, quienes acusan de este modo a los movimientos parten de una concepción deficiente del carisma, como si éste fuese una genialidad puramente humana y no un don del Espíritu. O lo que es lo mismo, no consideran a los movimientos como «el don de sí que el Espíritu hace a la Iglesia» (J. Ratzinger) o como una respuesta del Espíritu que permite a la Iglesia estar de modos nuevos y adecuados a las necesidades de los tiempos (Juan Pablo II), sino como meras organizaciones humanas o estructuras de poder. Pero esto supondría concebir a la Iglesia como una simple estructura humana y no como una realidad viva guiada por el Espíritu.
También se suele poner en duda la eclesialidad de los movimientos por su no integración en las estructuras diocesanas. No hay que olvidar que las estructuras diocesanas han sido creadas para acoger, valorar y promover lo que nace en la Iglesia, es decir, están al servicio de las realidades vivas suscitadas por el Espíritu, no al revés; ya que entonces se convertirían en un poder dictatorial. Además, la eclesialidad de los movimientos no es concedida por las estructuras diocesanas, sino que viene de un reconocimiento por parte de la autoridad jerárquica, que es la que tiene el don del discernimiento y de la ordenación de todos los carismas al bien común de la Iglesia. En efecto, las dos dimensiones fundamentales que garantizan la eclesialidad de los movimientos son, la referencia constante al propio obispo y la apertura fraterna a todas las otras experiencias eclesiales, estimándolas afectuosamente y con voluntad de colaboración (Juan Pablo II, Discurso en Loreto, 11.4.85, n.6).
Por añadidura, la ausencia de los movimientos en las estructuras eclesiales no siempre es debido a un deseo expreso de aquéllos. A veces, la causa está en el rechazo expreso o en las condiciones inadmisibles que son impuestas por las personas que dirigen las distintas instituciones eclesiales. Por desgracia, no es infrecuente encontrarse con párrocos, delegados o vicarios, incluso obispos, que prohiben o impiden una presencia organizada de los movimientos en las distintas instituciones de las que son responsables, si éstos no renuncian a su carisma, si pretenden tener una identidad propia dentro de las mismas. Imponer a los movimientos un ser y un hacer que no les son propios es no respetar ni acoger los carismas suscitados por el Espíritu.
Con todo, no quisiéramos negar el peligro que existe en los movimientos de encerrarse en sí mismos. Balthasar en una entrevista publica en la revista italiana 30 GIORNI en noviembre del 85, afirmaba: «En los nuevos carismas hay frecuentemente puntos débiles y riesgos de desviación. Me refiero de modo particular a los movimientos que tienen una tendencia a cerrarse en sí mismos. Es una cosa que noto. Hay ejemplos extremos que no quiero nombrar; hay otros que, habiendo comenzado como verdaderos movimientos católicos, se cierran cada vez más». Este peligro de cerrarse en sí mismos, de llegar a ser casi sectas, será atajado -como señala Balthasar- cuando los movimientos se proyecten hacia la misión, cuando «derriben los bastiones», cuando vivan para el fin que han nacido: hacer llegar hasta los confines del mundo la buena noticia de salvación, hacer presente la Iglesia en todos los ambientes.
Somos conscientes de haber planteado aspectos que necesitan una mayor profundización. Nuestro artículo no pretende ser exhaustivo, sino iniciar una reflexión y un diálogo. Y así como comenzamos citando a Su Santidad Juan Pablo II, permítasenos terminar con unas palabras suyas dirigidas al movimiento de Comunión y Liberación en su treinta aniversario; aunque no sólo a él, sino a toda la Iglesia. Dicen así:
«Cristo es la presencia de Dios para el hombre, Cristo es la misericordia de Dios hacia los pecadores. La Iglesia, cuerpo místico de Cristo y nuevo pueblo de Dios, lleva al mundo esta tierna benevolencia del Señor, encontrando y sosteniendo al hombre en toda situación, en todo ambiente, en toda circunstancia.
Obrando así, la Iglesia contribuye a generar aquella cultura de la verdad y del amor, que es capaz de reconciliar la persona consigo misma y con su propio destino. De este modo, la Iglesia llega a ser signo de salvación para el hombre, del que acoge y valora todo anhelo de libertad. La experiencia de esta misericordia nos hace capaces de aceptar a quien es distinto de nosotros, de crear relaciones nuevas, de vivir la Iglesia en toda la riqueza y profundidad de su misterio como ilimitada pasión de diálogo con el hombre allí donde sea encontrado.
«Id a todo el mundo» (Mt 28, 19), es esto lo que Cristo dijo a sus discípulos. Y yo os lo repito: «Id a todo el mundo a llevar la verdad, la belleza y la paz que se encuentran en Cristo Redentor». Llevad a todo el mundo el signo simple y transparente de la Iglesia. La auténtica evangelización comprende y responde a las necesidades del hombre concreto porque hace encontrar a Cristo en la comunidad cristiana».
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