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Huellas N.4, Noviembre 1986

CINE

La misión

Javier Ortega García

La Misión, Palma de oro en el festival de Cannes, es la historia de una disputa
política entre españoles y portugueses por las tierras del Paraná en el siglo XVIII. Pero, por encima de esto, es la historia de una amistad entre dos misioneros jesuitas.
Una amistad que es capaz de desarrollar una humanidad frente a los indígenas que echa por tierra no pocas leyendas negras.
Pero una amistad que, utilizando un pretexto justo -la liberación de los indios guaraníes- se plantea en unos términos sospechosamente «modernos» y adolece de rigor histórico.


Los términos en que se plantea la película son, más bien, amargos. Frente a la disputa política que se plantea, se ve una ternura inma­nente -pero siempre impotente­ en la figura del padre Gabriel -mi­sionero jesuita- (Geremy Irons, cu­yo papel más relevante hasta el mo­mento había sido su interpretación en La mujer del teniente francés), que le lleva a remontar las impre­sionantes cataratas de Iguazú -en una escena de lírica belleza- en la región del Alto Paraná, para llegar allí, al corazón de la selva y estable­cer un diálogo humano (incluso a través de la melodiosa música de su flauta) por encima de todo tipo de barreras. Un diálogo humano fren­te a una nueva propuesta de vida que respeta y revaloriza profunda­mente las ancestrales tradiciones de los indios guaraníes: son, por pri­mera vez en la historia de una co­lonización, tratados de tú a tú. Un trato humano que se escapa de los parámetros de no pocas leyendas negras.
Paralelamente, va transcurrien­do en la película la figura de Ro­drigo de Mendoza, (Robert de Ni­ro, dado a conocer en Taxi Driver y ganador, posteriormente, de dos oscars por sus actuaciones en Toro Salvaje y en El Padrino II) un hi­dalgo español que busca la aventura -y la fortuna- en lo más profun­do de la selva. Un desengaño amo­roso y la necesidad de arrepenti­miento por su vida pasada, le hacen tomar la decisión, impulsada por el encuentro con el padre Gabriel, de hacerse también él misionero. Él, que siempre había perseguido a los indios para hacerlos esclavos, en­tiende que el encuentro con lo que ese hombre es, le brinda una posi­bilidad de humanidad hasta enton­ces desconocida para él. Toma un nuevo cariz la pelícu­la a partir de aquí con la entrada en escena del cardenal Altamirano (cardenal en la película, jesuita po­co considerado en la realidad), en­viado papal, que pretende actuar de mediador entre los jesuitas y los políticos hispano-portugueses. Pe­ro es difícil mediar entre dos par­tes cuyo único objetivo es el de la victoria política: en esta situación, no es posible el diálogo, sino sólo una negociación interesada. En última instancia, el proble­ma que se plantea es el del mal me­nor: o los indios claudican y regre­san a sus selvas, desalojando los cla­ros donde ahora se asientan, o se corre el peligro de que el conflicto de la redistribución de tierras pro­voque la expulsión de los jesuitas de España y Portugal o, incluso, de toda Europa.
Pero cuando se pasa por enci­ma de la dignidad humana, del res­peto profundo de lo que la perso­na es, («En el nombre de Dios nos dijisteis que bajáramos aquí, a la llanura; en el nombre de Dios nos pedís ahora que regresemos a la sel­va: ¿quién es este Dios que cambia de opinión?», dice el rey indígena) no cabe plantear los términos en función del mal menor; el mal me­nor sólo es una postura válida si ninguna otra salida humana es po­sible, pero siempre respetando la dignidad de la persona.
Puestas así las cosas, la respues­ta dada por ambos misioneros al cardenal, es tratada desde una con­cepción errónea del voto de obe­diencia: no es el aceptar algo obje­tivo que nos une y que va más allá de mi proyecto de salvar a los in­dios, sino que supone una imposi­ción jerárquica. Esta imposición es lo que refleja la película: una su­misión irracional de la iglesia «po­pular» frente a la iglesia «oficial». Planteado en estos términos, -te­rrible y sospechosamente moder­nos- la opción es personal y está, por tanto, desarraigada del origen que la impulsaba: la comunión de los creyentes. Tanto el jesuita que elige dolorosamente la respuesta no violenta como el que elige el combate armado (opción que, históri­camente, no se corresponde con la realidad), ambos están avocados a la misma, e inútil, esterilidad. La resistencia heróica -donde la mú­sica resulta espeluznante- se afronta sólo como eso: como heroi­cidad y no como posibilidad real respaldada por una historia. Por eso, La misión, más que el
reflejo de una Historia, es el refle­jo de una pretensión sobre la Historia, el resultado de aplicar un pre­juicio sobre la Historia: una pará­bola moral de signo progresista. Y, por eso, no deja lugar a la esperanza, sino al triste camino de la supervivencia, de lo que es fiel reflejo la escena final.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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