La Misión, Palma de oro en el festival de Cannes, es la historia de una disputa
política entre españoles y portugueses por las tierras del Paraná en el siglo XVIII. Pero, por encima de esto, es la historia de una amistad entre dos misioneros jesuitas.
Una amistad que es capaz de desarrollar una humanidad frente a los indígenas que echa por tierra no pocas leyendas negras.
Pero una amistad que, utilizando un pretexto justo -la liberación de los indios guaraníes- se plantea en unos términos sospechosamente «modernos» y adolece de rigor histórico.
Los términos en que se plantea la película son, más bien, amargos. Frente a la disputa política que se plantea, se ve una ternura inmanente -pero siempre impotente en la figura del padre Gabriel -misionero jesuita- (Geremy Irons, cuyo papel más relevante hasta el momento había sido su interpretación en La mujer del teniente francés), que le lleva a remontar las impresionantes cataratas de Iguazú -en una escena de lírica belleza- en la región del Alto Paraná, para llegar allí, al corazón de la selva y establecer un diálogo humano (incluso a través de la melodiosa música de su flauta) por encima de todo tipo de barreras. Un diálogo humano frente a una nueva propuesta de vida que respeta y revaloriza profundamente las ancestrales tradiciones de los indios guaraníes: son, por primera vez en la historia de una colonización, tratados de tú a tú. Un trato humano que se escapa de los parámetros de no pocas leyendas negras.
Paralelamente, va transcurriendo en la película la figura de Rodrigo de Mendoza, (Robert de Niro, dado a conocer en Taxi Driver y ganador, posteriormente, de dos oscars por sus actuaciones en Toro Salvaje y en El Padrino II) un hidalgo español que busca la aventura -y la fortuna- en lo más profundo de la selva. Un desengaño amoroso y la necesidad de arrepentimiento por su vida pasada, le hacen tomar la decisión, impulsada por el encuentro con el padre Gabriel, de hacerse también él misionero. Él, que siempre había perseguido a los indios para hacerlos esclavos, entiende que el encuentro con lo que ese hombre es, le brinda una posibilidad de humanidad hasta entonces desconocida para él. Toma un nuevo cariz la película a partir de aquí con la entrada en escena del cardenal Altamirano (cardenal en la película, jesuita poco considerado en la realidad), enviado papal, que pretende actuar de mediador entre los jesuitas y los políticos hispano-portugueses. Pero es difícil mediar entre dos partes cuyo único objetivo es el de la victoria política: en esta situación, no es posible el diálogo, sino sólo una negociación interesada. En última instancia, el problema que se plantea es el del mal menor: o los indios claudican y regresan a sus selvas, desalojando los claros donde ahora se asientan, o se corre el peligro de que el conflicto de la redistribución de tierras provoque la expulsión de los jesuitas de España y Portugal o, incluso, de toda Europa.
Pero cuando se pasa por encima de la dignidad humana, del respeto profundo de lo que la persona es, («En el nombre de Dios nos dijisteis que bajáramos aquí, a la llanura; en el nombre de Dios nos pedís ahora que regresemos a la selva: ¿quién es este Dios que cambia de opinión?», dice el rey indígena) no cabe plantear los términos en función del mal menor; el mal menor sólo es una postura válida si ninguna otra salida humana es posible, pero siempre respetando la dignidad de la persona.
Puestas así las cosas, la respuesta dada por ambos misioneros al cardenal, es tratada desde una concepción errónea del voto de obediencia: no es el aceptar algo objetivo que nos une y que va más allá de mi proyecto de salvar a los indios, sino que supone una imposición jerárquica. Esta imposición es lo que refleja la película: una sumisión irracional de la iglesia «popular» frente a la iglesia «oficial». Planteado en estos términos, -terrible y sospechosamente modernos- la opción es personal y está, por tanto, desarraigada del origen que la impulsaba: la comunión de los creyentes. Tanto el jesuita que elige dolorosamente la respuesta no violenta como el que elige el combate armado (opción que, históricamente, no se corresponde con la realidad), ambos están avocados a la misma, e inútil, esterilidad. La resistencia heróica -donde la música resulta espeluznante- se afronta sólo como eso: como heroicidad y no como posibilidad real respaldada por una historia. Por eso, La misión, más que el
reflejo de una Historia, es el reflejo de una pretensión sobre la Historia, el resultado de aplicar un prejuicio sobre la Historia: una parábola moral de signo progresista. Y, por eso, no deja lugar a la esperanza, sino al triste camino de la supervivencia, de lo que es fiel reflejo la escena final.
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