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Huellas N.4, Noviembre 1986

VIVIR LA ESCUELA

Cuando la educación es la historia de una amistad

Cristina Schlichting

Acaba de empezar el colegio y las aguas parecen haberse aquietado: muchas escuelas privadas han firmado los conciertos con el estado. A cambio de la subvención son menos libres, pero sobreviven. Las que no lo han hecho, pagan el precio, o mejor, lo pagan sus alumnos. Pero ¿qué ha sido esta negociación? Parece que había una tarta, la de la escuela, y dos ratones, el Gobierno y la enseñanza privada, se la disputaban. En realidad, el problema es bien distinto: sólo en la medida en que los colegios cristianos aporten una novedad al panorama escolar demostrarán la necesidad de la libertad de enseñanza y revelarán el carácter empobrecedor de la monocultura que la administración pretende imponer.

Precisamente si algo ha caracte­rizado la gestión de nuestro gobier­no en el ámbito cultural -algo que no le ha sido permitido o no ha te­nido tanto empeño en llevar a ca­bo en los sectores económico y so­cial, por ejemplo- ha sido el cre­ciente estatalismo, la paulatina uni­formidad. De una manera delibe­rada se han venido sofocando todas las propuestas ajenas al modelo del Ministerio de Cultura y, a cambio, se estimula todo un vasto desplie­gue de manifestaciones culturales unidireccionales. Fiestas, moda, to­do toma un sospechoso cariz guber­namental y ¿por qué no? la ense­ñanza es parte de ese proyecto. Se ha perdido el sentido del Es­tado como salvaguardia de la de­mocracia y protección de los valo­res -todos- presentes en la socie­dad, y se ha sustituido por un ente portador en sí mismo de valores (los elegidos por la mayoría e imponi­bles al resto).
En el colmo de la ingenuidad es criterio difundidísimo el que «no es que el Gobierno quiera imponer nada, es que va a dejarse de imposiciones y va a proporcionar ''for­mación" llana y simplemente». Desgraciadamente el mito de la «formación» se cae por su propio peso: eliminar el diálogo maestro-­alumno significa la integración so­cial sin ideales éticos, que no es otra cosa que -una vez desprovista la persona de criterios propios con los que juzgar el mundo que le rodea- la subordinación pasiva del individuo al sistema y al poder do­minantes. La dictadura.

LA ESCUELA PRIVADA ES UN SERVICIO PÚBLICO
La libertad de enseñanza no fue, no es, un negocio entre los par­tidarios del sector público y los del sector privado. No se trata, como aún creen muchos, de una opción entre que todos aprendan lo mis­mo sin pagar o que los privilegia­dos pretendan, no sólo tener las mejores escuelas, sino que además se las pague el Estado. Ya es hora de recordar unas palabras del Cardenal Poletti a propósito de la mis­ma situación en Italia: «la escuela privada es un servicio público».
Cuando se reclama la libertad de enseñanza no se reclaman privile­gios (al menos no debería ser así) sino que se está pidiendo la posi­bilidad de poner al servicio del con­junto de la sociedad una concep­ción del mundo y del hombre en medio de éste, una concepción cul­tural.
Nuestra comunidad será tanto más dinámica, tendrá más posibi­lidades de diálogo cuanto más es­tén presentes en ella las distintas opciones culturales.
Es justo reconocer, sin embar­go, que el capítulo más extenso de la enseñanza privada, es decir, la enseñanza católica, no ha dejado de cometer el mismo error de plantear este problema de la educación co­mo una lucha liberal en defensa de «reductos» propios. Prueba de ello han sido, por ejemplo, los vergon­zosos enfrentamientos que dentro de la misma Iglesia se han produ­cido entre la «Coordinadora pro li­bertad de enseñanza» (FERE, CONCAPA, CECE, FSIE) y la Pre­sidencia de la Comisión Episcopal a propósito de la firma de los con­ciertos con el Estado. Resumiendo este conflicto, miembros de la Coordinadora llegaron a hablar de un supuesto acuerdo entre los obis­pos y el Ministerio de Educación porque los primeros no coincidían con la Coordinadora en aconsejar que los conciertos no se firmasen, como medida de presión para ob­tener mejores condiciones del Mi­nisterio. El criterio de los obispos, que no dejaba de ser un mero consejo, venía dictado por una convic­ción, más que realista, de que tal medida no sólo no ablandaría a la Administración sino que acabaría por perjudicar gravemente a quie­nes no aceptasen la subvención en las condiciones acordadas.
Esta batalla intestina, tan indig­na de nuestra comunidad eclesial, es una clara denuncia de algo que afecta gravemente a la enseñanza cristiana: la falta de identidad. De existir esta identidad común, la di­versidad dentro de la Iglesia no só­lo dejaría de ser negativa, sino que se transformaría en un deseable y enriquecedor pluralismo, que nada tendría que ver con la división.
Debido a ello, año tras año ge­neraciones enteras de estudiantes salen de las escuelas cristianas para confundirse con otros tantos jóve­nes hasta el punto de no existir di­ferencia entre unos y otros. Muchos laicos y muchos religiosos asistimos a este hecho desconcertados y en­tristecidos. Pero el mecanismo es simple: la cultura no puede redu­cirse a nociones áridas, debe ser un patrimonio vivo que ayude al hom­bre a comprenderse a sí mismo y al mundo en el que vive.
Si en el enfrentamiento que con la realidad sostiene el joven la edu­cación cristiana se revela como un «barniz moral» de escasa utilidad, ajena a los problemas cotidianos, olvidarla, rechazarla, es la más con­secuente de las actitudes. En estos casos la educación recibida se ha convertido en instrumento de con­fusión y el hombre la sustituirá por aquella visión, la mayor parte de las veces inconsistente, que permite in­tegrarse mejor en la sociedad, so­portarla más fácilmente.

UN NUEVO MAESTRO PARA UNA NUEVA ESCUELA
Es difícil que el enfrentamien­to con el Estado sea algo más que una lucha política o ideológica en tanto la enseñanza cristiana se re­duzca a una repetición de las otras escuelas con la única diferencia de la hora de religión, que muchas ve­ces es la de «teoría cristiana», y un departamento pastoral que organi­ce misas y actos de culto.
Hace falta un nuevo sujeto cris­tiano en la escuela, un maestro que no reduzca el hecho educativo a la comprensión intelectual, que comunique una experiencia que contenga una novedad. No se trata de que lo que cuente el enseñante sea más ameno, ni de que lo cuente mejor, se trata de que éste -y, es una oferta no sólo válida para la es­cuela católica- sea un modelo vi­vo de lo que propone. Alguien que despierte en el discípulo el deseo de llegar a lo mejor de sí mismo. Des­de esta perspectiva el maestro abre un horizonte, es una provocación. Es la constatación de que es posi­ble una vida distinta, comprome­tida, que hace que cada cosa sea importante, y apasionante el hecho de enfrentarse a ella.
Esta presencia del maestro co­rrería el riesgo de ser interpretada como una aventura individual y desquiciada si no se inserta en un contexto más amplio. Y he aquí el papel de la comunidad. La comu­nidad es el lugar privilegiado don­de esa forma de vivir se hace más plástica y, por ello, el lugar donde el joven puede poner a prueba la hipótesis que se le ofrece. Vivir él también lo que se le propone es el
único modo de que crezca. Porque aceptar sin más una teoría que no tiene que ver con su experiencia es una mentira cuyas consecuencias ya se han mencionado.
La tarea educativa desborda así los cauces del aula. Y en la medida que esto ocurra, todo, desde deco­rar las paredes de la escuela, hasta salir de excursión, se reviste de im­portancia y adquiere una dimen­sión propia.
Porque los amigos lo hacen jun­tos, porque juntos le dan una fina­lidad y lo relación con la experiencia que están viviendo. Y es esta ex­periencia totalizante la que gene­rará en el joven la capacidad de jui­cio, una toma de postura frente a lo que le rodea.
De este modo la educación se convierte en la historia de una amis­tad.
Sentarse entonces a «negociar» con la Administración será una ta­rea necesaria, pero la gran aporta­ción de la enseñanza católica a la sociedad ya habrá tenido lugar. Porque se habrá manifestado una oferta educativa, porque se habrá hecho evidente que cualquier hom­bre tiene derecho a participar de la novedad de una educación que es ya, en sí misma, una experiencia de libertad. De libertad como adhe­sión a aquello que uno ha compro­bado, por su propio paso, que es la vedad de sí, lo más auténtico de su ser.
Es elitista la actitud de quien pretende que sólo participen de es­ta escuela quienes tengan la capa­cidad financiera para ello. Es des­pósito el intento de quien se reser­va gratuitamente las aulas que de­ben ser para todo el que viva algo grande que cree que debe ser co­municado. Porque, sin libertad, la educación se convierte en adiestra­miento.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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