Acaba de empezar el colegio y las aguas parecen haberse aquietado: muchas escuelas privadas han firmado los conciertos con el estado. A cambio de la subvención son menos libres, pero sobreviven. Las que no lo han hecho, pagan el precio, o mejor, lo pagan sus alumnos. Pero ¿qué ha sido esta negociación? Parece que había una tarta, la de la escuela, y dos ratones, el Gobierno y la enseñanza privada, se la disputaban. En realidad, el problema es bien distinto: sólo en la medida en que los colegios cristianos aporten una novedad al panorama escolar demostrarán la necesidad de la libertad de enseñanza y revelarán el carácter empobrecedor de la monocultura que la administración pretende imponer.
Precisamente si algo ha caracterizado la gestión de nuestro gobierno en el ámbito cultural -algo que no le ha sido permitido o no ha tenido tanto empeño en llevar a cabo en los sectores económico y social, por ejemplo- ha sido el creciente estatalismo, la paulatina uniformidad. De una manera deliberada se han venido sofocando todas las propuestas ajenas al modelo del Ministerio de Cultura y, a cambio, se estimula todo un vasto despliegue de manifestaciones culturales unidireccionales. Fiestas, moda, todo toma un sospechoso cariz gubernamental y ¿por qué no? la enseñanza es parte de ese proyecto. Se ha perdido el sentido del Estado como salvaguardia de la democracia y protección de los valores -todos- presentes en la sociedad, y se ha sustituido por un ente portador en sí mismo de valores (los elegidos por la mayoría e imponibles al resto).
En el colmo de la ingenuidad es criterio difundidísimo el que «no es que el Gobierno quiera imponer nada, es que va a dejarse de imposiciones y va a proporcionar ''formación" llana y simplemente». Desgraciadamente el mito de la «formación» se cae por su propio peso: eliminar el diálogo maestro-alumno significa la integración social sin ideales éticos, que no es otra cosa que -una vez desprovista la persona de criterios propios con los que juzgar el mundo que le rodea- la subordinación pasiva del individuo al sistema y al poder dominantes. La dictadura.
LA ESCUELA PRIVADA ES UN SERVICIO PÚBLICO
La libertad de enseñanza no fue, no es, un negocio entre los partidarios del sector público y los del sector privado. No se trata, como aún creen muchos, de una opción entre que todos aprendan lo mismo sin pagar o que los privilegiados pretendan, no sólo tener las mejores escuelas, sino que además se las pague el Estado. Ya es hora de recordar unas palabras del Cardenal Poletti a propósito de la misma situación en Italia: «la escuela privada es un servicio público».
Cuando se reclama la libertad de enseñanza no se reclaman privilegios (al menos no debería ser así) sino que se está pidiendo la posibilidad de poner al servicio del conjunto de la sociedad una concepción del mundo y del hombre en medio de éste, una concepción cultural.
Nuestra comunidad será tanto más dinámica, tendrá más posibilidades de diálogo cuanto más estén presentes en ella las distintas opciones culturales.
Es justo reconocer, sin embargo, que el capítulo más extenso de la enseñanza privada, es decir, la enseñanza católica, no ha dejado de cometer el mismo error de plantear este problema de la educación como una lucha liberal en defensa de «reductos» propios. Prueba de ello han sido, por ejemplo, los vergonzosos enfrentamientos que dentro de la misma Iglesia se han producido entre la «Coordinadora pro libertad de enseñanza» (FERE, CONCAPA, CECE, FSIE) y la Presidencia de la Comisión Episcopal a propósito de la firma de los conciertos con el Estado. Resumiendo este conflicto, miembros de la Coordinadora llegaron a hablar de un supuesto acuerdo entre los obispos y el Ministerio de Educación porque los primeros no coincidían con la Coordinadora en aconsejar que los conciertos no se firmasen, como medida de presión para obtener mejores condiciones del Ministerio. El criterio de los obispos, que no dejaba de ser un mero consejo, venía dictado por una convicción, más que realista, de que tal medida no sólo no ablandaría a la Administración sino que acabaría por perjudicar gravemente a quienes no aceptasen la subvención en las condiciones acordadas.
Esta batalla intestina, tan indigna de nuestra comunidad eclesial, es una clara denuncia de algo que afecta gravemente a la enseñanza cristiana: la falta de identidad. De existir esta identidad común, la diversidad dentro de la Iglesia no sólo dejaría de ser negativa, sino que se transformaría en un deseable y enriquecedor pluralismo, que nada tendría que ver con la división.
Debido a ello, año tras año generaciones enteras de estudiantes salen de las escuelas cristianas para confundirse con otros tantos jóvenes hasta el punto de no existir diferencia entre unos y otros. Muchos laicos y muchos religiosos asistimos a este hecho desconcertados y entristecidos. Pero el mecanismo es simple: la cultura no puede reducirse a nociones áridas, debe ser un patrimonio vivo que ayude al hombre a comprenderse a sí mismo y al mundo en el que vive.
Si en el enfrentamiento que con la realidad sostiene el joven la educación cristiana se revela como un «barniz moral» de escasa utilidad, ajena a los problemas cotidianos, olvidarla, rechazarla, es la más consecuente de las actitudes. En estos casos la educación recibida se ha convertido en instrumento de confusión y el hombre la sustituirá por aquella visión, la mayor parte de las veces inconsistente, que permite integrarse mejor en la sociedad, soportarla más fácilmente.
UN NUEVO MAESTRO PARA UNA NUEVA ESCUELA
Es difícil que el enfrentamiento con el Estado sea algo más que una lucha política o ideológica en tanto la enseñanza cristiana se reduzca a una repetición de las otras escuelas con la única diferencia de la hora de religión, que muchas veces es la de «teoría cristiana», y un departamento pastoral que organice misas y actos de culto.
Hace falta un nuevo sujeto cristiano en la escuela, un maestro que no reduzca el hecho educativo a la comprensión intelectual, que comunique una experiencia que contenga una novedad. No se trata de que lo que cuente el enseñante sea más ameno, ni de que lo cuente mejor, se trata de que éste -y, es una oferta no sólo válida para la escuela católica- sea un modelo vivo de lo que propone. Alguien que despierte en el discípulo el deseo de llegar a lo mejor de sí mismo. Desde esta perspectiva el maestro abre un horizonte, es una provocación. Es la constatación de que es posible una vida distinta, comprometida, que hace que cada cosa sea importante, y apasionante el hecho de enfrentarse a ella.
Esta presencia del maestro correría el riesgo de ser interpretada como una aventura individual y desquiciada si no se inserta en un contexto más amplio. Y he aquí el papel de la comunidad. La comunidad es el lugar privilegiado donde esa forma de vivir se hace más plástica y, por ello, el lugar donde el joven puede poner a prueba la hipótesis que se le ofrece. Vivir él también lo que se le propone es el
único modo de que crezca. Porque aceptar sin más una teoría que no tiene que ver con su experiencia es una mentira cuyas consecuencias ya se han mencionado.
La tarea educativa desborda así los cauces del aula. Y en la medida que esto ocurra, todo, desde decorar las paredes de la escuela, hasta salir de excursión, se reviste de importancia y adquiere una dimensión propia.
Porque los amigos lo hacen juntos, porque juntos le dan una finalidad y lo relación con la experiencia que están viviendo. Y es esta experiencia totalizante la que generará en el joven la capacidad de juicio, una toma de postura frente a lo que le rodea.
De este modo la educación se convierte en la historia de una amistad.
Sentarse entonces a «negociar» con la Administración será una tarea necesaria, pero la gran aportación de la enseñanza católica a la sociedad ya habrá tenido lugar. Porque se habrá manifestado una oferta educativa, porque se habrá hecho evidente que cualquier hombre tiene derecho a participar de la novedad de una educación que es ya, en sí misma, una experiencia de libertad. De libertad como adhesión a aquello que uno ha comprobado, por su propio paso, que es la vedad de sí, lo más auténtico de su ser.
Es elitista la actitud de quien pretende que sólo participen de esta escuela quienes tengan la capacidad financiera para ello. Es despósito el intento de quien se reserva gratuitamente las aulas que deben ser para todo el que viva algo grande que cree que debe ser comunicado. Porque, sin libertad, la educación se convierte en adiestramiento.
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