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Huellas N.4, Noviembre 1986

PALABRA ENTRE NOSOTROS

Por qué el Papa ama los carismas

Para comprender el valor eclesial de la experiencia de CL a la luz del Magisterio. De una conversación mantenida durante el encuentro anual de las comunidades internacionales de Comunión y Liberación.

El hombre es exigencia de to­talidad. Se puede incluso decir que es exigencia de perfección, palabra que en su etimología latina signi­fica plenitud, o también exigencia de felicidad y satisfacción total. Per­fección, felicidad o totalidad. ¿Quién, o qué puede asegurarle al hombre esta meta sin la cual uno no es él mismo? El mismo destino del hombre, la respuesta a su exigencia de totalidad, se ha hecho su compañero de camino, se ha hecho un hombre, Cristo.
El emblema del mundo sin Cris­to es la esclavitud del hombre, en uno u otro aspecto, a sus reaccio­nes. Por el contrario, en la relación con su destino, el hombre puede anticipar ya en esta vida la intensi­dad de afectividad y de inteligen­cia propia de la eternidad, puede participar de una amistad cósmica con los otros hombres y con las co­sas. La liturgia, expresión de la con­ciencia humana que tiene la Igle­sia, es el documento más expresivo de aquella potencia de gratuidad sin la cual no hay afectividad autén­tica y de aquella inteligencia que hace toda la realidad una con el mismo cuerpo del hombre. El hom­bre está hecho para una positividad última y Cristo es el camino para alcanzarla.
En el discurso del aniversario de los treinta años del movimiento, el 29 de septiembre de 1984, el Papa dijo, resumiendo el contenido de nuestra fe, es decir, toda nuestra vi­sión del hombre y del mundo: «No­sotros creemos en Cristo muerto y resucitado» -nosotros reconocemos que el misterio se ha hecho hom­bre, nacido de una mujer, muerto y resucitado; la potencia del Espí­ritu ha vencido a la muerte, es de­cir el tiempo y el espacio como lí­mite; nosotros creemos en Cristo muerto y resucitado, un hombre histórico.
Pero a continuación dice: «En Cristo, presente aquí y ahora». ¿Có­mo está presente aquí y ahora?, o mejor, ¿dónde? El «cómo» ya lo he­mos dicho: Él, resucitando, ha ven­cido la realidad, el tiempo y el es­pacio como límite; ya no está suje­to a la muerte y la muerte ya no es la última palabra en la definición de hombre.
Y continúa el Papa: «En Cristo presente aquí y ahora, el único que puede cambiar y cambia transfigu­rándolos, al hombre y al mundo». Es este cambio precisamente la ve­rificación de Su presencia, es el mi­lagro; un milagro que cualquiera debe poder ver y experimentar.
Cristo cambia al hombre y al mun­do, no sustituyéndolo con otro mundo, sino transfigurándolo. Es decir: te cambia a ti tal como eres, con tu temperamento, en las cir­cunstancias de tu vida, en la com­plejidad de tus relaciones, de mo­do que comprendes que eres tú mismo, e incluso que has llegado a ser distinto.
No se trata de la sus­titución de una pieza de la máqui­na por otra nueva: es la misma hu­manidad que se vuelve distinta, es el amor al hombre, es el modo de mirar a la naturaleza, es el modo de sentir y afrontar el dolor lo que se hace distinto. Todo. Distinto, pero humano, es decir, lleno de sentido, de inteligencia y más lle­no de afección, de gratuidad, es de­cir, de libertad.
Nuestra vida personal está lla­mada a experimentar este cambio que prueba la verdad de Cristo. Pe­ro está claro donde está el proble­ma: este cambio, ¿dónde puede acontecer? Sólo Cristo te puede ayudar; pero ¿dónde se establece la relación con Cristo de un modo tal que su energía transformadora pue­da realizarse? «La formación del cuerpo eclesial- ha dicho Juan Pa­blo II a los sacerdotes de CL el 12 de septiembre de 1985 (Nueva Tie­rra n.0)- como institución, su fuerza persuasiva y su energía agre­gadora, tienen su raíz en el dina­mismo de la gracia sacramental». Esta cita parece decir una cosa ob­via, pero no tan obvia como para calmar la capacidad de estupor: Cristo muerto y resucitado está pre­sente aquí y ahora, en la realidad de la Iglesia, está en la Iglesia. Cris­to hombre, con la energía de Su Espíritu, con la energía de Su divini­dad, penetra el mundo aferrando y llevando en el misterio de su per­sona a aquellos que el Padre le po­ne en las manos, es decir, a los bau­tizados. Así que cada uno de noso­tros, bautizado, es parte de Su per­sonalidad en un sentido misterioso pero real. Es el misterio del cuerpo eclesial: mucho más de lo que pue­da ser yo, soy uno con Él; y, por lo tanto, somos miembros los unos de los otros. Es, pues, en la unidad de la Iglesia donde Cristo está presen­te, aquí y ahora, en el mundo.
La realidad de la Iglesia se genera continuamente, se dilata, a través de la fuerza poderosa del Es­píritu de Cristo, que es Espíritu creador y este Espíritu de Cristo, es­ta energía de Cristo se comunica a través de aquellos gestos que pro­longan en el tiempo y en el espa­cio los gestos mismos de Cristo: los sacramentos. De hecho la Iglesia se dilata y se prolonga a través del sa­cramento del bautismo, es decir, aquel gran gesto misterioso por el cual el hombre ya no es él, sino parte de Cristo.
Dios sometió todas las cosas ba­jo los pies de Cristo «y le constitu­yó cabeza suprema de la Iglesia, que es Su Cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22-23). Cristo, pues, es la unidad de todo cuanto es la realidad; pero la realidad se hace manifestación de su poder a través de la Iglesia. Su desarrollo es la manifestación misteriosa en la historia del poder que Cristo tiene sobre todo, de lo que Cristo es sobre todo: «Todo consiste en Él». Tampoco podemos olvidar el IV capítulo de la carta a los Efesios, donde San Pablo des­cribe de un modo plástico el creci­miento de la realidad de la Iglesia en el mundo, como construcción en la que el hombre tiene su lugar y su tarea, y la energía adecuada pa­ra cumplirla.
Una última nota sobre el térmi­no «gracia sacramental». La gracia es un don, el único necesario: es el logro de la totalidad que el hom­bre no puede darse por sí mismo, porque no es capaz. Es gracia que el Misterio se haya hecho comensal de nuestra vida. Y se llama sacra­mental porque es una presencia es­condida dentro de la realidad de un signo. Este signo (como ha recorda­do el cardenal Lustiger en el Mee­ting de Rímini) vale más que el universo entero, porque contiene el significado por el que nosotros amamos las estrellas o abrazamos a nuestro padre. La gracia sacramen­tal crea la Iglesia en el bautismo, la purifica en la penitencia, la den­sifica en el misterio de la comu­nión. Nuestra amistad debe ayu­darnos a expulsar la superficialidad y la formalidad con las que pensa­mos y usamos estos signos.
Prosigamos en la lectura del discurso del Santo Padre a los sa­cerdotes de CL: «La gracia sacra­mental encuentra su forma expre­siva, su modalidad operativa, su concreta incidencia histórica por medio de los diversos carismas que caracterizan un temperamento y una historia personal». Cristo te al­canza de un modo persuasivo, ope­rativo e incidente en la historia a través del encuentro con un tempe­ramento que propone al mismo Cristo de un modo persuasivo e in­teresante. ¡Cuántas veces se va a Mi­sa para luego salir aburridos y na­da más! Pero hay algunas ocasiones en las que uno, yendo a Misa o sim­plemente yendo a confesarse, o a través del encuentro con un sacer­dote que habla de una cierta ma­nera, percibe, en ese momento, a un que sea confusamente, cosas en las que nunca había pensado. Se mueve dentro de él algo que, con el tiempo, lleva a una luz, es de­cir, a un nuevo modo de ver que antes no tenía.
Esto es el carisma; sin su concreción física Cristo se quedaría en algo abstracto, aban­donado a nuestra imaginación y a nuestro estado de ánimo, o identi­ficado con la oscuridad de nuestros nihilismos o con las fáciles euforias con las que hacemos coincidir el ideal con aquello que nos gusta. Por el contrario Cristo nos alcanza como alcanzó a Zaqueo que estaba sobre el sicomoro, curioso de verle pasar. Él se paró y le llamó. Trate­mos de imaginarnos qué le sucedió a Zaqueo. A través de aquella mi­rada y de aquella llamada, Aquel que anteriormente era genérico, a pesar de ser famoso, se ha conver­tido en impacto personal, en pala­bra persuasiva, pedagógica, capaz de cambiar; un cambio que a tra­vés del hombre alcanza el ambien­te: «Daré la mitad de mis bienes a los pobres» (cfr. Lc 19, 1-10). La fuerza de Cristo, presente en el mundo dentro de la Iglesia, te al­canza a través del carisma, es decir, de una energía expresiva, operati­va e incidente de un temperamen­to, de una persona o de una histo­ria. ¿Para qué serviría todo cuanto hay en la Iglesia como realidad es­table si no te alcanzase con una energía luminosa, que te conmue­va, que incida sobre tu vida y la de los otros? El cristianismo no son pa­labras, no es una teología, no es un conjunto de ritos, sino una vida dentro de la cual la energía poderosa de Cristo te alcanza persuasi­vamente, pedagógicamente, inci­dentemente.
«Los carismas del Espíritu -pro­sigue el Papa- siempre crean afi­nidades». Cuando uno se encuen­tra con una persona, con un grupo determinado, con una experiencia en la que -quizás confusamente, pero de un modo innegable- per­cibe cómo la fe puede ser interesan­te para su vida, nacen afinidades: entonces uno se siente solicitado por aquel encuentro, se siente atraí­do, se une a aquel grupo o a aque­lla persona. Estas afinidades están destinadas «a dar a cada uno apoyo para su tarea objetiva en la Iglesia». Esto significa que precisamente la relación con esa compañía, con esas personas, es la destinada a sostener a cada uno en la vida como camino hacia su sentido.
«Es ley universal la creación de esta comunión». Se llama comunión a esta relación con personas, amigos, que crean afinidades y se dilatan. Vivir esta comunión es «un aspecto de la obediencia al gran misterio del Espíritu». Lo que esta­mos describiendo es el método de la Encarnación. Porque ésta es la genialidad de Dios hacia el hom­bre: Él se hace conocer y ayuda al hombre encarnándose. Hace dos mil años era el encuentro con un hombre que se llamaba Jesús; aho­ra es lo mismo porque el método de la Encarnación permanece du­rante toda la historia. Es a través de cierta gente como Cristo te alcanza persuasivamente, pedagógicamen­te por lo que desarrolla una capa­cidad de incidencia sobre la histo­ria, Cristo está para ti presente aquí y ahora.
«De la misma manera que la gracia objetiva del encuentro con Cristo -dice en efecto Juan Pablo II- ha llegado a nosotros por me­dio de encuentros con personas es­pecíficas cuyo rostro, palabras, cir­cunstancias recordamos con grati­tud, así Cristo se comunica con los hombres asumiendo todos los as­pectos de nuestra personalidad y sensibilidad». Es a través de ti, tal como eres, con tu personalidad, con tu historia, con tu sensibilidad co­mo Cristo se da a otros, como la energía del Espíritu se convierte en un carisma particular, es decir, es comunicación persuasiva, pedagó­gica e incidente. La idea de movi­miento es ésta; es la modalidad con la que Cristo se comunica como vi­da: es una nueva humanidad. Pue­den ser cinco personas, como fue al comienzo de nuestro movimiento; pueden ser cincuenta mil, pero es­to no es decisivo. El método es idéntico. Es el mismo método con el que un hombre y una mujer que tienen hijos pequeños, inciden en su pequeña personalidad con lo que ellos han recibido y han acogi­do, con aquello que les ha persua­dido, que les ha cambiado, que les ha hecho ser factores de bien para los demás. No se puede llamar mo­vimiento a una familia, porque movimiento es una palabra que se usa para indicar una realidad socio­lógicamente interesante; pero el método es igual. Y, en efecto, en el movimiento es como si hubiéra­mos nacido todos en la misma ca­sa. Pues el significado por el que una mujer da a luz a un niño está asegurado verdaderamente sólo por la Iglesia que se hace presencia vi­va, eso es movimiento. Ahora veamos las consecuencias de este planteamiento del Papa.
l. El método de vida de esta compañía es adherirse a Cristo «co­mo principio y motivo inspirador del vivir y del obrar, de la concien­cia y de la acción» (Juan Pablo II, Discurso del aniversario de los treinta años de CL, párr. 2). Esto quiere decir que si uno está apasio­nado por la filosofía, por su traba­jo, por su mujer, Cristo debe ser el inspirador de esta pasión y, de este modo, transfigurarla, cambiarla ha­ciéndola cien veces más humana. Esto es una afirmación, pero es un desafío para nuestra experiencia.
II. En segundo lugar hace fal­ta vivir el sacramento. El sacramen­to es la oración suprema, es some­ter nuestra persona a la petición de Cristo. La comunión y la confesión son la oración que Cristo ha creado para el hombre en camino. Pero en esencia la oración es petición. La confesión es una petición: Señor, soy frágil, hazme capaz. La comu­nión es la misma petición desde un punto de vista de abandono y cer­teza: Señor, Tú que te unes a mí, me salvarás.
III. En tercer lugar obrar para que el contenido de la fe se haga inteligencia y pedagogía de la vida en toda situación y ambiente en los que has sido llamado a vivir. El tes­timonio es comportarse de una de­terminada manera, porque está Cristo, por la conciencia que se tie­ne de Cristo. El testimonio es un comportamiento que, si Cristo no existiera, sería absurdo; uno, viendo que te compartas así debería preguntarse: «¿Qué hay detrás?», «¿Quién es este Cristo en nombre del cual el hombre ama más a la mujer, los padres a los hijos, el hombre al hombre, las cosas se hacen más fraternas, y nada es hostil, ni tan siquiera la muerte?»
Este testimonio es para que el mundo cambie, se haga más huma­no. El fin de la Iglesia es que el mundo llegue a ser más humano, es decir, que se instaure una civili­zación de la verdad y del amor, como dijo el Papa en Rímini (29 de agosto de 1982). Esa civilización se­ engendra a través de la eficacia de cambio que una vida experimenta cuando trata de adherirse a Cristo. El fin de la Iglesia es el de hacer siempre presente en el mundo el milagro de un cambio, de forma que, allí donde la Iglesia es vivida, la humanidad es mucho más hu­mana. La humanidad distinta, el cambio del mundo, comienza allí donde estás. No puedes imaginar­te un cambio del mundo saltando la proximidad a través de la cual lle­gas a la universalidad.
El movimiento de CL es una de las muchas afinidades o comunio­nalidades a través de las que el ca­risma del Espíritu encuentra al hombre de hoy. Hay que adherirse hasta el fondo a este acontecimien­to que nos ha impactado, en todas sus características y en toda su his­toria; no porque esta compañía sea Cristo, sino porque esta compañía es el camino humilde y efímero, pero eficaz e insustituible, con el que Cristo ha venido a tu encuen­tro y te hace ser instrumento para crear una humanidad distinta en el mundo.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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