Para comprender el valor eclesial de la experiencia de CL a la luz del Magisterio. De una conversación mantenida durante el encuentro anual de las comunidades internacionales de Comunión y Liberación.
El hombre es exigencia de totalidad. Se puede incluso decir que es exigencia de perfección, palabra que en su etimología latina significa plenitud, o también exigencia de felicidad y satisfacción total. Perfección, felicidad o totalidad. ¿Quién, o qué puede asegurarle al hombre esta meta sin la cual uno no es él mismo? El mismo destino del hombre, la respuesta a su exigencia de totalidad, se ha hecho su compañero de camino, se ha hecho un hombre, Cristo.
El emblema del mundo sin Cristo es la esclavitud del hombre, en uno u otro aspecto, a sus reacciones. Por el contrario, en la relación con su destino, el hombre puede anticipar ya en esta vida la intensidad de afectividad y de inteligencia propia de la eternidad, puede participar de una amistad cósmica con los otros hombres y con las cosas. La liturgia, expresión de la conciencia humana que tiene la Iglesia, es el documento más expresivo de aquella potencia de gratuidad sin la cual no hay afectividad auténtica y de aquella inteligencia que hace toda la realidad una con el mismo cuerpo del hombre. El hombre está hecho para una positividad última y Cristo es el camino para alcanzarla.
En el discurso del aniversario de los treinta años del movimiento, el 29 de septiembre de 1984, el Papa dijo, resumiendo el contenido de nuestra fe, es decir, toda nuestra visión del hombre y del mundo: «Nosotros creemos en Cristo muerto y resucitado» -nosotros reconocemos que el misterio se ha hecho hombre, nacido de una mujer, muerto y resucitado; la potencia del Espíritu ha vencido a la muerte, es decir el tiempo y el espacio como límite; nosotros creemos en Cristo muerto y resucitado, un hombre histórico.
Pero a continuación dice: «En Cristo, presente aquí y ahora». ¿Cómo está presente aquí y ahora?, o mejor, ¿dónde? El «cómo» ya lo hemos dicho: Él, resucitando, ha vencido la realidad, el tiempo y el espacio como límite; ya no está sujeto a la muerte y la muerte ya no es la última palabra en la definición de hombre.
Y continúa el Papa: «En Cristo presente aquí y ahora, el único que puede cambiar y cambia transfigurándolos, al hombre y al mundo». Es este cambio precisamente la verificación de Su presencia, es el milagro; un milagro que cualquiera debe poder ver y experimentar.
Cristo cambia al hombre y al mundo, no sustituyéndolo con otro mundo, sino transfigurándolo. Es decir: te cambia a ti tal como eres, con tu temperamento, en las circunstancias de tu vida, en la complejidad de tus relaciones, de modo que comprendes que eres tú mismo, e incluso que has llegado a ser distinto.
No se trata de la sustitución de una pieza de la máquina por otra nueva: es la misma humanidad que se vuelve distinta, es el amor al hombre, es el modo de mirar a la naturaleza, es el modo de sentir y afrontar el dolor lo que se hace distinto. Todo. Distinto, pero humano, es decir, lleno de sentido, de inteligencia y más lleno de afección, de gratuidad, es decir, de libertad.
Nuestra vida personal está llamada a experimentar este cambio que prueba la verdad de Cristo. Pero está claro donde está el problema: este cambio, ¿dónde puede acontecer? Sólo Cristo te puede ayudar; pero ¿dónde se establece la relación con Cristo de un modo tal que su energía transformadora pueda realizarse? «La formación del cuerpo eclesial- ha dicho Juan Pablo II a los sacerdotes de CL el 12 de septiembre de 1985 (Nueva Tierra n.0)- como institución, su fuerza persuasiva y su energía agregadora, tienen su raíz en el dinamismo de la gracia sacramental». Esta cita parece decir una cosa obvia, pero no tan obvia como para calmar la capacidad de estupor: Cristo muerto y resucitado está presente aquí y ahora, en la realidad de la Iglesia, está en la Iglesia. Cristo hombre, con la energía de Su Espíritu, con la energía de Su divinidad, penetra el mundo aferrando y llevando en el misterio de su persona a aquellos que el Padre le pone en las manos, es decir, a los bautizados. Así que cada uno de nosotros, bautizado, es parte de Su personalidad en un sentido misterioso pero real. Es el misterio del cuerpo eclesial: mucho más de lo que pueda ser yo, soy uno con Él; y, por lo tanto, somos miembros los unos de los otros. Es, pues, en la unidad de la Iglesia donde Cristo está presente, aquí y ahora, en el mundo.
La realidad de la Iglesia se genera continuamente, se dilata, a través de la fuerza poderosa del Espíritu de Cristo, que es Espíritu creador y este Espíritu de Cristo, esta energía de Cristo se comunica a través de aquellos gestos que prolongan en el tiempo y en el espacio los gestos mismos de Cristo: los sacramentos. De hecho la Iglesia se dilata y se prolonga a través del sacramento del bautismo, es decir, aquel gran gesto misterioso por el cual el hombre ya no es él, sino parte de Cristo.
Dios sometió todas las cosas bajo los pies de Cristo «y le constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es Su Cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22-23). Cristo, pues, es la unidad de todo cuanto es la realidad; pero la realidad se hace manifestación de su poder a través de la Iglesia. Su desarrollo es la manifestación misteriosa en la historia del poder que Cristo tiene sobre todo, de lo que Cristo es sobre todo: «Todo consiste en Él». Tampoco podemos olvidar el IV capítulo de la carta a los Efesios, donde San Pablo describe de un modo plástico el crecimiento de la realidad de la Iglesia en el mundo, como construcción en la que el hombre tiene su lugar y su tarea, y la energía adecuada para cumplirla.
Una última nota sobre el término «gracia sacramental». La gracia es un don, el único necesario: es el logro de la totalidad que el hombre no puede darse por sí mismo, porque no es capaz. Es gracia que el Misterio se haya hecho comensal de nuestra vida. Y se llama sacramental porque es una presencia escondida dentro de la realidad de un signo. Este signo (como ha recordado el cardenal Lustiger en el Meeting de Rímini) vale más que el universo entero, porque contiene el significado por el que nosotros amamos las estrellas o abrazamos a nuestro padre. La gracia sacramental crea la Iglesia en el bautismo, la purifica en la penitencia, la densifica en el misterio de la comunión. Nuestra amistad debe ayudarnos a expulsar la superficialidad y la formalidad con las que pensamos y usamos estos signos.
Prosigamos en la lectura del discurso del Santo Padre a los sacerdotes de CL: «La gracia sacramental encuentra su forma expresiva, su modalidad operativa, su concreta incidencia histórica por medio de los diversos carismas que caracterizan un temperamento y una historia personal». Cristo te alcanza de un modo persuasivo, operativo e incidente en la historia a través del encuentro con un temperamento que propone al mismo Cristo de un modo persuasivo e interesante. ¡Cuántas veces se va a Misa para luego salir aburridos y nada más! Pero hay algunas ocasiones en las que uno, yendo a Misa o simplemente yendo a confesarse, o a través del encuentro con un sacerdote que habla de una cierta manera, percibe, en ese momento, a un que sea confusamente, cosas en las que nunca había pensado. Se mueve dentro de él algo que, con el tiempo, lleva a una luz, es decir, a un nuevo modo de ver que antes no tenía.
Esto es el carisma; sin su concreción física Cristo se quedaría en algo abstracto, abandonado a nuestra imaginación y a nuestro estado de ánimo, o identificado con la oscuridad de nuestros nihilismos o con las fáciles euforias con las que hacemos coincidir el ideal con aquello que nos gusta. Por el contrario Cristo nos alcanza como alcanzó a Zaqueo que estaba sobre el sicomoro, curioso de verle pasar. Él se paró y le llamó. Tratemos de imaginarnos qué le sucedió a Zaqueo. A través de aquella mirada y de aquella llamada, Aquel que anteriormente era genérico, a pesar de ser famoso, se ha convertido en impacto personal, en palabra persuasiva, pedagógica, capaz de cambiar; un cambio que a través del hombre alcanza el ambiente: «Daré la mitad de mis bienes a los pobres» (cfr. Lc 19, 1-10). La fuerza de Cristo, presente en el mundo dentro de la Iglesia, te alcanza a través del carisma, es decir, de una energía expresiva, operativa e incidente de un temperamento, de una persona o de una historia. ¿Para qué serviría todo cuanto hay en la Iglesia como realidad estable si no te alcanzase con una energía luminosa, que te conmueva, que incida sobre tu vida y la de los otros? El cristianismo no son palabras, no es una teología, no es un conjunto de ritos, sino una vida dentro de la cual la energía poderosa de Cristo te alcanza persuasivamente, pedagógicamente, incidentemente.
«Los carismas del Espíritu -prosigue el Papa- siempre crean afinidades». Cuando uno se encuentra con una persona, con un grupo determinado, con una experiencia en la que -quizás confusamente, pero de un modo innegable- percibe cómo la fe puede ser interesante para su vida, nacen afinidades: entonces uno se siente solicitado por aquel encuentro, se siente atraído, se une a aquel grupo o a aquella persona. Estas afinidades están destinadas «a dar a cada uno apoyo para su tarea objetiva en la Iglesia». Esto significa que precisamente la relación con esa compañía, con esas personas, es la destinada a sostener a cada uno en la vida como camino hacia su sentido.
«Es ley universal la creación de esta comunión». Se llama comunión a esta relación con personas, amigos, que crean afinidades y se dilatan. Vivir esta comunión es «un aspecto de la obediencia al gran misterio del Espíritu». Lo que estamos describiendo es el método de la Encarnación. Porque ésta es la genialidad de Dios hacia el hombre: Él se hace conocer y ayuda al hombre encarnándose. Hace dos mil años era el encuentro con un hombre que se llamaba Jesús; ahora es lo mismo porque el método de la Encarnación permanece durante toda la historia. Es a través de cierta gente como Cristo te alcanza persuasivamente, pedagógicamente por lo que desarrolla una capacidad de incidencia sobre la historia, Cristo está para ti presente aquí y ahora.
«De la misma manera que la gracia objetiva del encuentro con Cristo -dice en efecto Juan Pablo II- ha llegado a nosotros por medio de encuentros con personas específicas cuyo rostro, palabras, circunstancias recordamos con gratitud, así Cristo se comunica con los hombres asumiendo todos los aspectos de nuestra personalidad y sensibilidad». Es a través de ti, tal como eres, con tu personalidad, con tu historia, con tu sensibilidad como Cristo se da a otros, como la energía del Espíritu se convierte en un carisma particular, es decir, es comunicación persuasiva, pedagógica e incidente. La idea de movimiento es ésta; es la modalidad con la que Cristo se comunica como vida: es una nueva humanidad. Pueden ser cinco personas, como fue al comienzo de nuestro movimiento; pueden ser cincuenta mil, pero esto no es decisivo. El método es idéntico. Es el mismo método con el que un hombre y una mujer que tienen hijos pequeños, inciden en su pequeña personalidad con lo que ellos han recibido y han acogido, con aquello que les ha persuadido, que les ha cambiado, que les ha hecho ser factores de bien para los demás. No se puede llamar movimiento a una familia, porque movimiento es una palabra que se usa para indicar una realidad sociológicamente interesante; pero el método es igual. Y, en efecto, en el movimiento es como si hubiéramos nacido todos en la misma casa. Pues el significado por el que una mujer da a luz a un niño está asegurado verdaderamente sólo por la Iglesia que se hace presencia viva, eso es movimiento. Ahora veamos las consecuencias de este planteamiento del Papa.
l. El método de vida de esta compañía es adherirse a Cristo «como principio y motivo inspirador del vivir y del obrar, de la conciencia y de la acción» (Juan Pablo II, Discurso del aniversario de los treinta años de CL, párr. 2). Esto quiere decir que si uno está apasionado por la filosofía, por su trabajo, por su mujer, Cristo debe ser el inspirador de esta pasión y, de este modo, transfigurarla, cambiarla haciéndola cien veces más humana. Esto es una afirmación, pero es un desafío para nuestra experiencia.
II. En segundo lugar hace falta vivir el sacramento. El sacramento es la oración suprema, es someter nuestra persona a la petición de Cristo. La comunión y la confesión son la oración que Cristo ha creado para el hombre en camino. Pero en esencia la oración es petición. La confesión es una petición: Señor, soy frágil, hazme capaz. La comunión es la misma petición desde un punto de vista de abandono y certeza: Señor, Tú que te unes a mí, me salvarás.
III. En tercer lugar obrar para que el contenido de la fe se haga inteligencia y pedagogía de la vida en toda situación y ambiente en los que has sido llamado a vivir. El testimonio es comportarse de una determinada manera, porque está Cristo, por la conciencia que se tiene de Cristo. El testimonio es un comportamiento que, si Cristo no existiera, sería absurdo; uno, viendo que te compartas así debería preguntarse: «¿Qué hay detrás?», «¿Quién es este Cristo en nombre del cual el hombre ama más a la mujer, los padres a los hijos, el hombre al hombre, las cosas se hacen más fraternas, y nada es hostil, ni tan siquiera la muerte?»
Este testimonio es para que el mundo cambie, se haga más humano. El fin de la Iglesia es que el mundo llegue a ser más humano, es decir, que se instaure una civilización de la verdad y del amor, como dijo el Papa en Rímini (29 de agosto de 1982). Esa civilización se engendra a través de la eficacia de cambio que una vida experimenta cuando trata de adherirse a Cristo. El fin de la Iglesia es el de hacer siempre presente en el mundo el milagro de un cambio, de forma que, allí donde la Iglesia es vivida, la humanidad es mucho más humana. La humanidad distinta, el cambio del mundo, comienza allí donde estás. No puedes imaginarte un cambio del mundo saltando la proximidad a través de la cual llegas a la universalidad.
El movimiento de CL es una de las muchas afinidades o comunionalidades a través de las que el carisma del Espíritu encuentra al hombre de hoy. Hay que adherirse hasta el fondo a este acontecimiento que nos ha impactado, en todas sus características y en toda su historia; no porque esta compañía sea Cristo, sino porque esta compañía es el camino humilde y efímero, pero eficaz e insustituible, con el que Cristo ha venido a tu encuentro y te hace ser instrumento para crear una humanidad distinta en el mundo.
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