El Meeting de Rímini (cuyo título completo no conviene olvidar: Encuentro para la Amistad entre los Pueblos) ha cerrado una vez más sus puertas. La gente que ha estado allí, los que hablaron, los que escucharon, los que lo han vivido, han vuelto ya a casa y reemprendido su trabajo o su estudio con un bagaje repleto de cosas buenas. Este bagaje se llama memoria, y la memoria es incuestionable. Quien no ha estado allí, en cambio, sólo ha podido recibir los ecos- débiles este año en la prensa española, por cierto- de la polémica periodística que ha provocado.
Los amigos que organizan el Meeting sabían que el tema elegido («Tambores, bits, mensajes»: la comunicación entre los hombres) se prestaba como ningún otro a los equívocos del laberinto de los espejos. Hablar de la comunicación, criticarla, desearla de una cierta manera, sabiendo que todo lo que se dijera iba a terminar en las páginas de los periódicos y revistas, era un ejercicio visiblemente suicida. Como el pez que para hablar al pescador se mete en sus redes. Pero la historia del cristianismo está llena de estas locuras. Jesús entró a lomos de un asno en Jerusalén: le aclamaron y después lo mataron. Pablo habló en el Areópago ateniense. Por lo que sabemos fue ridiculizado. Pero siempre esta tensión por mirar de frente a las personas y hablarlas de tú ha caracterizado a los maestros del cristianismo. Y así es como el cardenal vicario del Papa para la diócesis de Roma, Poletti, con un coraje que no todos tienen, abrió el Meeting hablando mal a los garibaldinos de Garibaldi, al decir justamente lo que todos los garibaldinos honestos piensan, a saber -dejando ya la metáfora- que demasiado a menudo las tropas de los mass media no son lanzadas por sus jefes a la conquista de la verdad de los hechos, y que los objetivos de quienes pagan a fin de mes no suelen coincidir con el servicio al hombre.
Afirmación tan razonable como verdadera, pero que ha tenido el efecto curioso de producir un alud de escandalizados comentarios de prensa cuyo botón de muestra más preciado no nos resistimos a transcribir: «los católicos desentierran el syllabus contra la libertad de prensa que tanto nos costó» (Spadolini: ministró de defensa y secretario general del Partido Republicano de Italia). Sin comentarios. Menos mal que pronto quedaría claro que el Meeting no pretendía condenar a la prensa en bloque y, menos aún, a la prensa «laica» salvando a la prensa «católica». La cuestión es más elemental, aunque no por ello menos dramática: se trata de prensa honesta -católica o no- o prensa deshonesta.
Pero entremos en el bagaje de quien ha estado en Rímini. Más allá de la sinceridad espléndida de los muchos invitados totalmente ajenos a CL -por posición cultural o militancia- que han aceptado honestamente la confrontación pública con la gente del Meeting, más allá del hecho -no por repetido menos sorprendente- de la donación gratuita del tiempo de vacaciones por parte de un número de personas (2.400 este año), subrayemos al menos tres momentos excepcionales que nos han quedado grabados en el corazón: el encuentro con el cardenal Lustiger, el testimonio a dúo de Zhores Medvedev, bioquímico ruso, e Irina Alberti y la traca final del Meeting de este año, la lección magistral de Tadeus Sticzen (profesor de ética en la Universidad Católica de Lublín).
El arzobispo de París, cuya intervención completa publicaremos pronto, reproponía el lunes la esencialidad del Hecho cristiano y la posibilidad de comunicación que deriva de él. Los dos rusos, con palabras que han sacudido una vez más nuestro conformismo, ponían más tarde al desnudo el poder sin límites de la mentira, cuando el silencio acompaña de este a oeste la vida y el destino de multitudes. Y el profesor Sticzen cerraba así la semana: «En la comunicación auténtica de una verdad, el sujeto desea unirse al otro por una comunión. Una comunicación auténtica implica la convicción personal de aquello de lo que se da testimonio. Y también la convicción acerca del valor del otro a quien nos donamos en la comunicación». Así es como la propia pasión por lo que se reconoce verdadero, y se quiere comunicar, es también la medida del valor que se atribuye al otro a quien se habla. «Por esto, un hombre que atestigua la verdad encontrada ya no logra odiar a sus enemigos».
Mientras escribimos estas líneas, a mitad de septiembre, poniendo en práctica esa típica operación que Umberto Eco ha llamado «censura adicional», se ridiculiza el mensaje del Papa a propósito de Satanás, poniendo en su boca la famosa descripción del «cabrón con cuernos». Suma y sigue.
No era, pues, una boutade la del cardenal Lustiger cuando decía: «El inmenso poder de los medios requiere santos, u hombres al servicio del hombre. Yo, a menudo, rezo por los periodistas». Que Dios le escuche, eminencia.
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