Va al contenido

Huellas N.1, Marzo 1986

CINEFORUM

Ran: su último prodigio

José Miguel García

«¿Porqué los seres humanos no buscan vivir en paz, en lugar de complicarse la existencia y de ase­sinarse entre ellos? ¿Por qué la am­bición, el odio, la posesión preva­lencen sobre el amor? Todas mis películas giran en torno a esta sim­ple pregunta, tan antigua como el mundo». Estas palabras de Akira Kurosawa expresan admirablemen­te la temática fundamental de su última película, Ran, que el mis­mo director ha presentado como su testamento espiritual; y que, justa­mente, es considerada por muchos como una obra maestra del séptimo arte. La historia narrada en la pelícu­la, una adaptación del Rey Lear, se sitúa en el s. XVI; es decir, en la época feudal del extremo Oriente. Hidetora, un gran señor feudal, de­cide dejar el reino a su hijo primo­génito, Taro, a pesar de la oposi­ción frontal de su hijo Saburo, que a causa de su actitud y sus palabras petulantes y ofensivas, es desterra­do de los dominios paternos. La tensión contenida de estas escenas presagian la tragedia; como la formación de los grandes cúmulos en el cielo preparan la tempestad. Lo que ocurre en la tierra no es indi­ferente a los dioses. Taro, situado ya en el poder, comienza a ser hostigado por su mujer Kaede, repulsiva encarnación del odio y la venganza, cuyo único deseo es destruir la casa de los Chi­chimonyi. La siembra de la división tiene su primer fruto: Hidetora, he­rido en su orgullo, abandona a su primer hijo y busca refugio junto a su segundo hijo, Yiro.
Yiro, o la pasión del poder, viendo en lo sucedido un tiempo oportuno para llevara a cabo sus planes, se niega a recibir a su pa­dre, que airado y entristecido tie­ne que refugiarse con su séquito en el tercer castillo; aquél que había pensado dar a su hijo Saburo.
Allí es atacado por sus dos hi­jos, Taro y Yiro. Ante los ojos ató­nitos de Hidetora se despliega un espectáculo macabro: todos los sol­dados y mujeres de su séquito mue­ren uno a uno en un vano intento de defenderle. Estas escenas son de una dramaticidad y de una crude­za inusitadas. La sinrazón de lo su­cedido precipita en la locura a Hi­detora. El antes gran señor feu­dal, enajenado, sucio y desarrapado, en un proceso de desintegración humana, se identifica con las rui­nas del castillo que mora, y que él mismo había destruido. Abando­nado por sus hijos y atormentado por sus recuerdos, experimenta el infierno que se ha forjado por su ambición y crueldad.
En esta vida infernal, Hidetora experimenta la dicha del cielo: el encuentro con su hijo Saburo, que viene a socorrerlo y a expresarle su perdón. Pero por breve tiempo: Sa­buro muere en sus brazos asesina­do por uno de los soldados de su hijo Yiro. Impotente ante la irracionalidad de lo ocurrido, de tanto mal e injusticia, muere atormenta­do por el dolor. La tragedia ha al­canzado su cota máxima. El hom­bre no puede permanecer insensi­ble y se pregunta el porqué. Kyoa­mi, el bufón de Hidetora, acusa a los dioses, si es que existen: ellos son los culpables de toda la desgra­cia humana, porque, pudiendo in­tervenir, permanecen indiferentes ante el dolor humano, o incluso se gozan cruelmente de las lágrimas de los hombres. Tango, el siervo fiel de Saburo, ordena a Kyoami ca­llarse y no blasfemar, porque son los dioses los que lloran sobre el in­fierno que la necedad y la ambición del hombre han creado. Es el hom­bre el origen del mal por su ambi­ción, por su crueldad, por su odio y su deseo de venganza. La infer­nal tragedia comienza en el hom­bre que eleva sus deseos y proyec­tos a la ley suprema; que se hace a sí mismo origen del bien y del mal, que pretende vivir la vida de una manera autónoma. La representación ha termina­do. Los personajes que han ido te­jiendo esta historia han muerto to­dos víctimas de sus propias injusti­cias. Sólo Surumaru, el hermano ciego de Sué, es salvado milagrosa­mente por Buda de caer en el pre­cipicio. Quizá en esta enigmática escena final está expresado el deseo ardiente de todo ser humano: ser librado del mal por uno más grande que él. Necesitamos Uno que nos libre del mal que anida en nuestros corazones y que destruye todo. «En el cine, a la realidad se le encuentra y se le expresa después mirando primero en nuestro inte­rior» (Akira Kurosawa).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página