«¿Porqué los seres humanos no buscan vivir en paz, en lugar de complicarse la existencia y de asesinarse entre ellos? ¿Por qué la ambición, el odio, la posesión prevalencen sobre el amor? Todas mis películas giran en torno a esta simple pregunta, tan antigua como el mundo». Estas palabras de Akira Kurosawa expresan admirablemente la temática fundamental de su última película, Ran, que el mismo director ha presentado como su testamento espiritual; y que, justamente, es considerada por muchos como una obra maestra del séptimo arte. La historia narrada en la película, una adaptación del Rey Lear, se sitúa en el s. XVI; es decir, en la época feudal del extremo Oriente. Hidetora, un gran señor feudal, decide dejar el reino a su hijo primogénito, Taro, a pesar de la oposición frontal de su hijo Saburo, que a causa de su actitud y sus palabras petulantes y ofensivas, es desterrado de los dominios paternos. La tensión contenida de estas escenas presagian la tragedia; como la formación de los grandes cúmulos en el cielo preparan la tempestad. Lo que ocurre en la tierra no es indiferente a los dioses. Taro, situado ya en el poder, comienza a ser hostigado por su mujer Kaede, repulsiva encarnación del odio y la venganza, cuyo único deseo es destruir la casa de los Chichimonyi. La siembra de la división tiene su primer fruto: Hidetora, herido en su orgullo, abandona a su primer hijo y busca refugio junto a su segundo hijo, Yiro.
Yiro, o la pasión del poder, viendo en lo sucedido un tiempo oportuno para llevara a cabo sus planes, se niega a recibir a su padre, que airado y entristecido tiene que refugiarse con su séquito en el tercer castillo; aquél que había pensado dar a su hijo Saburo.
Allí es atacado por sus dos hijos, Taro y Yiro. Ante los ojos atónitos de Hidetora se despliega un espectáculo macabro: todos los soldados y mujeres de su séquito mueren uno a uno en un vano intento de defenderle. Estas escenas son de una dramaticidad y de una crudeza inusitadas. La sinrazón de lo sucedido precipita en la locura a Hidetora. El antes gran señor feudal, enajenado, sucio y desarrapado, en un proceso de desintegración humana, se identifica con las ruinas del castillo que mora, y que él mismo había destruido. Abandonado por sus hijos y atormentado por sus recuerdos, experimenta el infierno que se ha forjado por su ambición y crueldad.
En esta vida infernal, Hidetora experimenta la dicha del cielo: el encuentro con su hijo Saburo, que viene a socorrerlo y a expresarle su perdón. Pero por breve tiempo: Saburo muere en sus brazos asesinado por uno de los soldados de su hijo Yiro. Impotente ante la irracionalidad de lo ocurrido, de tanto mal e injusticia, muere atormentado por el dolor. La tragedia ha alcanzado su cota máxima. El hombre no puede permanecer insensible y se pregunta el porqué. Kyoami, el bufón de Hidetora, acusa a los dioses, si es que existen: ellos son los culpables de toda la desgracia humana, porque, pudiendo intervenir, permanecen indiferentes ante el dolor humano, o incluso se gozan cruelmente de las lágrimas de los hombres. Tango, el siervo fiel de Saburo, ordena a Kyoami callarse y no blasfemar, porque son los dioses los que lloran sobre el infierno que la necedad y la ambición del hombre han creado. Es el hombre el origen del mal por su ambición, por su crueldad, por su odio y su deseo de venganza. La infernal tragedia comienza en el hombre que eleva sus deseos y proyectos a la ley suprema; que se hace a sí mismo origen del bien y del mal, que pretende vivir la vida de una manera autónoma. La representación ha terminado. Los personajes que han ido tejiendo esta historia han muerto todos víctimas de sus propias injusticias. Sólo Surumaru, el hermano ciego de Sué, es salvado milagrosamente por Buda de caer en el precipicio. Quizá en esta enigmática escena final está expresado el deseo ardiente de todo ser humano: ser librado del mal por uno más grande que él. Necesitamos Uno que nos libre del mal que anida en nuestros corazones y que destruye todo. «En el cine, a la realidad se le encuentra y se le expresa después mirando primero en nuestro interior» (Akira Kurosawa).
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