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Huellas N.1, Marzo 1986

CINEFORUM

Kurosawa: el último samurai

Javier Ortega García

Con setenta y cinco años y vein­tisiete películas, Akira Kurosawa es el director japonés más conocido o, mejor dicho, menos desconocido en Occidente; el director oriental más querido -incluso mimado- por el publico occidental y el más premia­do por los jurados de los festivales. Descubierto por dos veces ( en 1951, en Venecia, con Rashomon y en 1975, con Derzu Uzala), aún así, permanece sin embargo como un enigmático personaje del que poco -o nada- se sabe. Esto es debi­do, entre otras cosas, a su férreo hermetismo, a su resistencia a des­cubrir al gran público su mundo in­terior. Por otro lado, quizá influya también el hecho de que el perso­naje central de la obra, el samurai, el guerrero al servicio del señor feudal -del que como tipo humano sólo es comparable, en cierto sen­tido, al guerrero del Medievo- se nos hace ajeno y lejano en el espa­cio y en el tiempo: nos encontra­mos ante una concepción de la vi­da y de la muerte que se escapa to­talmente de los esquemas a los que el hombre occidental moderno se ve sometido. Kurosawa, extraño samurai con­temporáneo, se encuentra, pues, le­jos de nuestro alcance. Él ama pro­fundamente este prototipo huma­no: «Eran hombres mejores, más completos que los de ahora; y esto se percibe en la inteligencia y en la belleza que nos legaron». Así pues, el «género samuráico» que este hombre implanta contribuye a la idea difundida de que es un direc­tor de «westerns japoneses»: una es­pecie de John Ford del País del Sol Naciente.
«Mi pasión dominante es la éti­ca» escribía Dovzenko en sus dia­rios. La ethiká, la reflexión moral sobre los actos humanos es la preo­cupación constante de Kurosawa: es por esto por lo que enlaza -y sus obras lo reflejan claramente- con dos de los más geniales escritores de la historia: Dostoyevski y Shakes­peare. La lucha contra el mal, la in­justicia, la violencia, la búsqueda de un sentido que dar a la existen­cia, la aspiración a una forma de vi­da más armónica, son los motivos que inspiran toda su producción.
Pero fundamental para com­prender la poesía de Kurosawa es entender la desmitificación que ha­ce del samurai como semi-dios. Los samurais «a la Kurosawa» no son heroicos «señores de la guerra» sin miedo y sin mancha, fanáticamen­te apegados al culto de su código de honor -el bushido-; por con­tra, tienen las debilidades v las cua­lidades de los hombres comunes. Basta recordar al jefe de los ya mí­ticos Siete Samurais, Kambei, que no duda en cortarse la coleta de sa­murai y vestirse de monje para sal­var al niño que había secuestrado un ladrón. A nosotros, este gesto nos parece normal, pero para los espectadores japoneses, acostumbra­dos a los samurais míticos, glorio­sos, inaccesibles, el gesto de Kam­bei es toda una revolución. Quizá por ello, Kurosawa no ha sido pro­feta en su tierra: tras el fracaso co­mercial de Dodeskaden, en 1970, las compañías de su país conside­raron que estaba envejeciendo, y le retiraron de sus nóminas de direc­tor en activo. A los sesenta años se enfrenta con la jubilación forzosa.
Sin embargo, es a partir de enton­ces cuando Kurosawa realiza la par­te culminante de su obra: Derzu Uzala, Kaghemusa y, finalmente Ran. Akira Kurosawa es un hombre de cine que sabe convertir en imá­genes todo aquello que toca. En sus manos incluso la psicología, los re­flejos interiores, se hacen acción, movimiento, colorido, eclesión. Se sabe que Kurosawa, pintor ahoga­do por otra pasión, pinta cada imagen antes de rodada: «Cuando apa­reció el cine sonoro se como un gran riesgo, porque mucha gente tuvo la tentación de decir con palabras lo que debía ser mostrado con imáge­nes. Cuando en Ran, Saburo cruza la frontera, podía haber recurrido a un mensajero que lo dijera oral­mente, pero el cine debe enseñar lo que el espectador aguarda ver».
Quizá por eso, toda la filmografía de Kurosawa encierra en su desarro­llo una constante y tensa situación de espera, más allá del tiempo. Una espera que al espectador no se le hace fácil, pero que -como en to­da situación humana- es necesa­ria para alcanzar el fruto que ma­dura en la trama.
El prodigioso talento figurativo de Kurosawa -que explota en al­gunas escenas con una potencia incomparable- se exalta por el majestuoso dinamismo que impli­ca cada fotograma. «Es por esto por lo que sus películas nos comunican tal carga de energía, de vitalidad. Me inclino ante la grandeza desme­surada de este genio del cine», ha dicho el director alemán Werner Herzog. «Todo cuanto toca se vuel­ve potente, grande». Herzog tiene razón: de las películas de Kurosa­wa se obtiene una sensación de po­tencia, de grandeza, de belleza y de humanidad incomparables. En el cine mundial, ocupa el puesto va­cante de Lang, Einsenstein, Ford: es el último gran poeta épico de la pantalla.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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