Con setenta y cinco años y veintisiete películas, Akira Kurosawa es el director japonés más conocido o, mejor dicho, menos desconocido en Occidente; el director oriental más querido -incluso mimado- por el publico occidental y el más premiado por los jurados de los festivales. Descubierto por dos veces ( en 1951, en Venecia, con Rashomon y en 1975, con Derzu Uzala), aún así, permanece sin embargo como un enigmático personaje del que poco -o nada- se sabe. Esto es debido, entre otras cosas, a su férreo hermetismo, a su resistencia a descubrir al gran público su mundo interior. Por otro lado, quizá influya también el hecho de que el personaje central de la obra, el samurai, el guerrero al servicio del señor feudal -del que como tipo humano sólo es comparable, en cierto sentido, al guerrero del Medievo- se nos hace ajeno y lejano en el espacio y en el tiempo: nos encontramos ante una concepción de la vida y de la muerte que se escapa totalmente de los esquemas a los que el hombre occidental moderno se ve sometido. Kurosawa, extraño samurai contemporáneo, se encuentra, pues, lejos de nuestro alcance. Él ama profundamente este prototipo humano: «Eran hombres mejores, más completos que los de ahora; y esto se percibe en la inteligencia y en la belleza que nos legaron». Así pues, el «género samuráico» que este hombre implanta contribuye a la idea difundida de que es un director de «westerns japoneses»: una especie de John Ford del País del Sol Naciente.
«Mi pasión dominante es la ética» escribía Dovzenko en sus diarios. La ethiká, la reflexión moral sobre los actos humanos es la preocupación constante de Kurosawa: es por esto por lo que enlaza -y sus obras lo reflejan claramente- con dos de los más geniales escritores de la historia: Dostoyevski y Shakespeare. La lucha contra el mal, la injusticia, la violencia, la búsqueda de un sentido que dar a la existencia, la aspiración a una forma de vida más armónica, son los motivos que inspiran toda su producción.
Pero fundamental para comprender la poesía de Kurosawa es entender la desmitificación que hace del samurai como semi-dios. Los samurais «a la Kurosawa» no son heroicos «señores de la guerra» sin miedo y sin mancha, fanáticamente apegados al culto de su código de honor -el bushido-; por contra, tienen las debilidades v las cualidades de los hombres comunes. Basta recordar al jefe de los ya míticos Siete Samurais, Kambei, que no duda en cortarse la coleta de samurai y vestirse de monje para salvar al niño que había secuestrado un ladrón. A nosotros, este gesto nos parece normal, pero para los espectadores japoneses, acostumbrados a los samurais míticos, gloriosos, inaccesibles, el gesto de Kambei es toda una revolución. Quizá por ello, Kurosawa no ha sido profeta en su tierra: tras el fracaso comercial de Dodeskaden, en 1970, las compañías de su país consideraron que estaba envejeciendo, y le retiraron de sus nóminas de director en activo. A los sesenta años se enfrenta con la jubilación forzosa.
Sin embargo, es a partir de entonces cuando Kurosawa realiza la parte culminante de su obra: Derzu Uzala, Kaghemusa y, finalmente Ran. Akira Kurosawa es un hombre de cine que sabe convertir en imágenes todo aquello que toca. En sus manos incluso la psicología, los reflejos interiores, se hacen acción, movimiento, colorido, eclesión. Se sabe que Kurosawa, pintor ahogado por otra pasión, pinta cada imagen antes de rodada: «Cuando apareció el cine sonoro se como un gran riesgo, porque mucha gente tuvo la tentación de decir con palabras lo que debía ser mostrado con imágenes. Cuando en Ran, Saburo cruza la frontera, podía haber recurrido a un mensajero que lo dijera oralmente, pero el cine debe enseñar lo que el espectador aguarda ver».
Quizá por eso, toda la filmografía de Kurosawa encierra en su desarrollo una constante y tensa situación de espera, más allá del tiempo. Una espera que al espectador no se le hace fácil, pero que -como en toda situación humana- es necesaria para alcanzar el fruto que madura en la trama.
El prodigioso talento figurativo de Kurosawa -que explota en algunas escenas con una potencia incomparable- se exalta por el majestuoso dinamismo que implica cada fotograma. «Es por esto por lo que sus películas nos comunican tal carga de energía, de vitalidad. Me inclino ante la grandeza desmesurada de este genio del cine», ha dicho el director alemán Werner Herzog. «Todo cuanto toca se vuelve potente, grande». Herzog tiene razón: de las películas de Kurosawa se obtiene una sensación de potencia, de grandeza, de belleza y de humanidad incomparables. En el cine mundial, ocupa el puesto vacante de Lang, Einsenstein, Ford: es el último gran poeta épico de la pantalla.
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