Un análisis de lo que el último Sínodo es y supone
Han transcurrido ya varios meses desde la celebración del Sínodo extraordinario convocado por el Papa con motivo del aniversario del final del Concilio. Apenas hablamos hoy de este Sínodo cuando curiosamente la sorpresa, la inquietud y hasta la polémica dominaron en los ambientes eclesiales los meses anteriores a su celebración. Es más; ya en marcha el Sínodo, cierta prensa sembraba alarmas hablando de tensiones y de augurios de una marcha atrás en la aplicación del Vaticano II. Hemos de confesar que la información sobre lo que se decía y sucedía en el aula
sinodal no coincidía mucho con otras versiones, que podemos considerar fidedignas y, sobre todo, con la relación final del Sínodo. Nuestra «sorpresa», pues, es grande cuando hemos conocido otras noticias del Sínodo y cuando leemos sus documentos: en Roma se vivieron unos días de gracia; los obispos celebraron, verificaron y están dispuestos a promover el Concilio dentro de un clima de comunión. Señalábamos líneas arriba el silencio que en los ambientes eclesiales reina sobre el Sínodo. ¿Qué ha sido de la inquietud y la polémica? Para nosotros, sin embargo, este Sínodo sigue teniendo gran actualidad.
¿Qué ha supuesto el Sínodo para la vida de la Iglesia? Ha sido un momento de reflexión seria sobre su situación y misión a los veinte años del Vaticano II. Ha recogido sus temas fundamentales, pues algunos se hallaban quizá un poco olvidados, dándoles un nuevo impulso y, en numerosas ocasiones, profundizando en esos mismos temas. Ha sido, por otra parte, un servicio que la Iglesia, de acuerdo con su vocación ha querido prestar nuevamente al mundo. Así lo señala el Papa: «Deseamos ofrecer a toda la humanidad, con renovada fuerza de persuasión, el anuncio de la fe, esperanza y candad que la Iglesia saca de su perenne juventud, con la luz de Cristo, que es camino, verdad y vida para el hombre de nuestro tiempo y de todos los tiempos». (Homilía de clausura del Sínodo).
Pasemos a comentar algunas de las ideas que aparecen en la relación final que como síntesis de lo sucedido en el aula sinodal escribieron los obispos allí reunidos. Los padres señalan en primer lugar la «necesidad de recepción más profunda del Concilio», pues para ellos este «es un don de Dios a la Iglesia y al mundo», y «la Iglesia encuentra en él la luz y la fuerza que Cristo prometió dar a los suyos en cada momento de la historia». A la luz del Vaticano II, la Iglesia se ha reafirmado en una serie de certezas: «Hoy más que nunca el Evangelio ilumina el futuro y el sentido de toda existencia humana (...). El gozo que viene de Dios puede ayudar a todos los hombres a superar toda tristeza y toda angustia, vislumbrando ya aquí en la tierra la ciudad celeste». Estas afirmaciones del Sínodo son las certezas que uno comprueba cuando se acerca a aquellas parroquias, comunidades, grupos o movimientos que están verificando en su vida la inagotable riqueza de la fe. Y esto es posible porque la fe no es reducida a un universo vacío, sino que es algo que, afecta a la vida: ilumina, eleva y transforma al sujeto. Es así como el creyente vive el misterio de la Iglesia.
Y esto necesariamente incide en el entorno social en el que el creyente se encuentra.
Otro de los aciertos del documento final ha sido recalcar la dimensión de misterio que tiene la Iglesia. Pero cuando el Sínodo habla del misterio de la Iglesia no lo hace en contraposición de otras imágenes, como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Familia de Dios... , sino que reconoce que «estas descripciones de la Iglesia se complementan mutuamente y deben entenderse a la luz del misterio de Cristo o de la Iglesia de Cristo». Toda la importancia de la Iglesia deriva de su conexión con Cristo. Esto se ve bien reflejado en un texto del teólogo suizo von Balthasar: «La Iglesia es visible, como visible fue el hombre Jesús, y su tensión estructural ofrece, naturalmente, un aspecto externo, sociológico y psicológico, que no podemos desestimarlo, porque jamás cabe separar adecuadamente a la Iglesia visible de la Iglesia invisible. No obstante, si Jesús fue y es ante todo, no ulteriormente, Hijo de Dios, la Iglesia es ante todo misterio y siendo misterio es como llega a constituirse en Pueblo de Dios, en realidad socio-psicológica visible» (El complejo antirromano, p. 19).
Pero los obispos han hablado de la Iglesia no sólo como misterio, sino como misterio de comunión. ¿Qué significa aquí la palabra comunión? El Sínodo dice textualmente: «Fundamentalmente se trata de la comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo. Esta comunión se tiene en la palabra de Dios y en los sacramentos». Como veremos, la comunión no puede reducirse a meras cuestiones organizativas o a cuestiones que se refieren a meras potestades. Sólo entendiendo de aquel modo la comunión, comprenderemos enseguida que estamos ante la auténtica fuerza de la Iglesia en el mundo, pues lo que se ofrece a los hombres es la vida distinta para ellos, una alternativa que empieza por establecer unas relaciones interpersonales entre aquellos que forman la misma Iglesia.
Estamos llamados a vivir nuestra vida de comunión. Sólo así podremos hacer presente la Iglesia allí donde estemos. «... en cada ambiente el Reino de Dios, la realidad cristiana, nace y se comunica en la medida en que en ese ambiente está presente la Iglesia. La autenticidad de esta presencia es el instrumento por el que la potencia de Dios opera el mensaje cristiano, general la convicción y la conversión de las personas» (Luigi Giussani, Huellas de experiencia cristiana, p. 97).
¿Cuál es, según el Sínodo, la misión de la Iglesia en el mundo? Esta misión es presentada por los padres sinodales sin ambigüedad: «la misión primaria de la Iglesia bajo el impulso del Espíritu divino es predicar y testificar la buena y alegre noticia de la elección, la misericordia y la caridad de Dios, que se manifiestan en la historia de la salvación y llegan a su culmen en la plenitud de los tiempos por Jesucristo, y ofrecerlas y comunicarlas a los hombres como salvación por la fuerza del Espíritu Santo... ». Desde esta conciencia de sí misma, la Iglesia se abre al mundo, asume todo lo positivo que encuentra en todas las culturas. «La inculturización (...) significa una íntima transformación en el cristianismo y la radicación del cristianismo en todas las culturas humanas». Este es el camino para superar la ruptura entre el Evangelio y la cultura para, en palabras de Juan Pablo II, inscribir la verdad cristiana sobre el mundo en la realidad de la sociedad.
Esta es nuestra tarea. A ella dedicamos nuestras vidas, con el gozo y la esperanza que nos da el saber que «hay un camino para la humanidad, -y ya percibimos sus signos- que la conduce a una civilización de la participación, de la solidaridad y del amor, a una civilización que es la única digna del hombre».
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