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Huellas N.1, Marzo 1986

VIDA DE CL

CL y la realización del Concilio: Algunos documentos


En este punto, después de haber mostrado la profunda consonancia entre CL y el concilio a nivel de la sustancia del método del Movimiento, parece útil hacer un examen, aunque sea brevemente, de tres aspectos en los que CL ha contribuido y contribuye a la realización del Concilio. Quisiera dejar claro que no se trata, en "absoluto, de aspectos particulares, ni tampoco de aspectos separados del centro del asunto que acabamos de demostrar. Nos ha parecido oportuno, en cualquier caso, individuali­zarlos, presentándolos como aspectos o documentos del deseo del Movimiento de realizar el Concilio en la guía del Magisterio de Juan Pablo II.

A) LA CONCEPCIÓN DE LA REVELACIÓN
La visión conciliar de la Revelación (Escritura y Tradición) en la vida de Co­munión y Liberación. Entre las ense­ñanzas conciliares, ha tenido un eco particular en CL la constitución Dei Verbum (DV), sobre la divina Revela­ción. El Concilio presenta la Revelación como hecho vivo, acontecimiento de Dios en la historia del hombre, presen­cia, compañía, amistad cuyo rostro y cuyo nombre último es Jesucristo. «Por esta Revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor, y mora con ellos para invi­tarlos a la comunicación con Él y reci­birlos en su compañía. Este plan de la Revelación se realiza con palabras y ges­tos intrínsecamente conexos entre sí... » (DV, 2). Jesucristo «( ... ) con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrec­ción gloriosa de entre los muertos, finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación» (DV, 4). Ciertamente, de esta forma el Concilio modifica esa imagen fuertemente intelectual y abstracta, que a menudo en el pasado se daba a la Revelación. Sin quitar nada a la noción de «depo­situm fidei» y a la necesaria formula­ción técnica del dogma, a menudo los fieles habían sido inducidos a imaginar la Revelación como un conjunto de fór­mulas catequéticas abstractas.
La Palabra de Dios es una Presen­cia en medio de nosotros, es Cristo; Cristo continúa presente entre los hombres a través de la predicación del Evan­gelio, que no es un mero anuncio ver­bal, sino hecho y testimonio de vida nueva en el mundo. Mediante esta con­cepción de la Revelación y de la Pala­bra, el Concilio ha podido dar una vi­sión nueva de la Tradición, superando la fosilización de la teología post-­tridentina. «La Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto, perpetúa y transmite a todas las generaciones to­do lo que ella es, todo lo que ella cree» (DV, 8). Ciertamente el adjetivo todo de esta célebre frase conciliar debe ser leído con inteligente cautela, como advierte el card. Ratzinger en su célebre comentario (1), pero es indudable que el Concilio pone en evidencia cómo el acontecimiento del (Verbo)-Palabra que ha tomado una expresión normativa en la Sagrada Escritura del Antiguo Testamento y del Nuevo, permanece vivo y se perpetúa en el tiempo a través de «la vivificante» presencia de esta tradición, cuyas riquezas se transfunden en la práctica en la vida de la Iglesia que cree y que reza» (DV, 8). El encuentro con Cristo es, por tanto, normalmente (pero la gracia tiene numerosas y misteriosas vías) el encuentro con una presencia viva de Iglesia.
(1) Lexicon für theologie und Kirche «Das zweice Vacikanische konzil», II, pp. 504-528.

El planteamiento espiritual de CL es -como se ha visto- profundamente cristológico y cristocéntrico. Jamás la co­munidad ha sido elevada a un fin en sí misma, a objetivo en sí misma, siem­pre ha sido mostrada como el lugar donde se encuentra a Cristo. Recono­cer a Cristo como Salvador, amar su Pre­sencia en el mundo abrazando las con­cretas modalidades históricas con que toca nuestra vida, hace visible y sensi­ble el cuerpo de Cristo en la historia de hoy: ésta es la forma de toda la acción educativa de CL.
En este contexto se comprende que la Biblia haya sido un constante y prin­cipal nutriente de los adheridos a nues­tro Movimiento. Sobre todo a través de la liturgia, que no sólo propone abundantes lec­turas bíblicas a los fieles, sino que en el ciclo de sus solemnidades y de sus fiestas recorre y reactualiza el Misterio de la Salvación, constituyendo por tanto el cuadro de inteligencia más adecua­do para la comprensión del mensaje bí­blico. CL siempre ha cultivado el espí­ritu de la liturgia, prestando gran aten­ción a las reglas litúrgicas y valorando sabiamente la tradición (baste pensar en los cantos realizados durante nuestras asambleas eclesiales -van desde el Gre­goriano hasta los laudes medievales, desde la polifonía hasta los recientísi­mos cantos religiosos de nuestros ami­gos cantautores- o en el mismo hecho de la recitación de los salmos, que se realiza desde el inicio del Movimiento (1954), pero sobre todo por la forma cuidada que se recomienda para su recitación.
En segundo lugar, la Sagrada Escritura es profundizada a través de la ca­tequesis: los diversos textos que el Mo­vimiento propone, de año en año con ese motivo, son capaces de transmitir de forma viva y culturalmente fuerte el mensaje bíblico. Pero es suficiente par­ticipar una sola vez en los Ejercicios Es­pirituales o en los retiros que se reali­zan regularmente en nuestro Movi­miento, para constatar no sólo la abun­dancia de referencias bíblicas sino la co­nexión de todo nuestro discurso con los grandes temas bíblicos. La alianza, la conversión, la misericordia, la comunión... , no podemos hacer un elenco de todos: la propuesta de C.L. no es más que una compaginación de las grandes páginas bíblicas leídas a la luz de la pasión por la Iglesia y por la trans­figuración del mundo, fuera de la es­terilidad de un literalismo y de un ra­cionalismo que demasiado a menudo desecan la palabra de la Biblia y termi­nan por enjaularla en el horizonte de las ideologías.
El hecho de que en C.L. sea reco­mendado un estudio meticuloso y pro­fundizado de la Escritura, sobre todo a los que predican la palabra de Dios o a quien desarrolla tareas de carácter cultural, no significa de ningún modo excluir, ni siquiera al más joven o al me­nos dispuesto de los adherentes, del en­cuentro con la multiforme riqueza de la Biblia. A través de la meditación di­rigida y personal de la liturgia, a través de la catequesis cotidiana, como ya se ha dicho, pero a través también de la lectura continuamente recomendada de libros (Huby, Charlier, Schnackenburg, Schlier, Barchelemy, Schencker, por nombrar sólo algunos de los principa­les), cada uno es reclamado cotidiana­mente a confrontarse con la Palabra de Dios leída a la luz de la gran tradición eclesial.

B) IGLESIA-MUNDO
La visión de la relación de la Iglesia con el mundo, propuesta con autoridad por el Concilio, surge de la renovada toma de conciencia de la identidad ecle­sial misma. Las antinomias típicas de cierto debate post-conciliar, entre iden­tidad y diálogo, anuncio y confronta­ción, presencia y mediación no consi­guen fundarse en una lectura comple­ta y sincera de las enseñanzas del Vati­cano II. Según la Lumen Gentium (LG), lo que la Iglesia ofrece es idénti­camente el término de la vocación del mundo: como el Espíritu «guía a toda la Iglesia a la verdad entera, la unifica en la Comunión y en el Misterio (LG, 4), así todos los hombres son llamados ( ... ) a la unión con Cristo, que es la luz del mundo» (LG, 3; Gaudium et Spes, 22). Precisamente por esto el Pueblo de Dios «constituye para toda la humani­dad un germen valiosísimo de unidad, de esperanza y de salvación» (LG, 9): el Misterio del cuál Ella es parte y por­tadora (Sacramento) es el destino ob­jetivo de todo lo creado. Existe enton­ces una unidad entre Iglesia y mundo, afirmada por la fe, que es más profun­da que sus diferencias y sus contrapo­siciones: porque el señorío de Cristo do­mina sobre todo el señorío de Aquel que es «la clave, el centro y el fin del hombre y de toda la historia humana» (GS, 10). Nada, por lo tanto, está fue­ra del designio de Dios sobre el mun­do en Cristo y, si la Iglesia en su con­dición de peregrina, es sólo una parte en el todo histórico, lleva en sí en acto la semilla de la unidad expresa y trans­figurante de todo el género humano, es decir, de la realización plena del Rei­no. Entonces la autoconciencia con que la Iglesia está presente en el mundo, es la de ser la actuación inicial del único designio divino, según el cual Dios tie­ne la intención de recapitular en Cris­to todo el mundo para formar una crea­ción nueva, de modo inicial sobre la tie­rra, de modo perfecto al final de este mundo (Apostolicam Actuositatem, 5).
Esta nos parece la «fuente» y el sen­tido auténtico del «optimismo» y del «aperturismo» conciliar: no la dimen­sión de la fisonomía eclesial, como obs­táculo al encuentro con el mundo, si­no su profundización hasta incluir en el misterio eclesial la misma vocación del mundo, hasta autoincluirse por gra­cia de Dios -«forma mundi»-, como vendrá a decir recientemente Juan Pa­blo II en Argentina. Esto es expresado dinámicamente y de forma incisiva por la definición conciliar de la finalidad de la Iglesia, como implicante de una cons­titutiva duplicidad. El fin de la Iglesia, dice la Apostolicam Actuositatem (AA), es el hacer partícipes a todos los hombres, por la propagación del Rei­no de Cristo, de la salvación, y por me­dio de ellos ordenar realmente todo el mundo hacia Cristo (AA, 2). La obra de la salvación se coordina así, de for­ma indistinguible, con la obra de la ani­mación y perfeccionamiento de la rea­lidad del mundo mediante el Espíritu evangélico.
Desde el punto de vista del concre­to sujeto cristiano, esto conlleva que el laico, principal protagonista de esta obra en el mundo, ya sea en su com­promiso eclesial, como en el «munda­no» (cultural, civil, político, etc.), es de­cir, ya sea como fiel que como ciuda­dano, «debe comportarse siempre en ambos órdenes con una conciencia cris­tiana» (AA, 9). No se podría decir más explícitamente que la unidad del pro­yecto originario divino en Cristo elimi­na desde los fundamentos cualquier po­sible dualismo, ya sea de concepción, ya sea de comportamiento. Dentro de esta visión encuentra su sentido apro­piado el relanzamiento que el Conci­lio hace del tema teológico de «la auto­nomía de las realidades terrenas», que es sustraído a toda interpretación neu­tralista, es acogido en su función de va­loración de la consistencia y de la ver­dad ontológica específica de toda rea­lidad mundana, en contra de toda ten­dencia maniquea, espiritualista o cle­rical. De hecho, no a pesar del espesor natural de las cosas del mundo, sino a través de ello y con ello (incluyendo to­da la relación de conciencia, de saber y de práxis humana) el mundo es llama­do hacia Cristo y los fieles están llama­dos a actualizar esta vocación: «En rea­lidad, el Misterio del hombre sólo se esclarece en el Misterio del Verbo encar­nado. Cristo ( ... ) en la misma revela­ción del Misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS, 22).
Para nuestro Movimiento, el recha­zo del dualismo nunca ha significado la voluntad de «bautizar» el mundo. La referencia histórica de sus polémicas so­bre este tema, que no han sido pocas a lo largo de su historia, han sido siem­pre una concepción del compromiso cristiano en el mundo, que para no ser clerical, pretendía hacer del mundo y de su «autonomía» una especie de «tie­rra de nadie» en la que valiesen exclu­sivamente las reglas técnicas de la ac­ción, determinada y conectada al hori­zonte de la fe no por criterios de juicio fundamentales, por valores, sino por una «inspiración cristiana» reducida a intención ética.
«Ninguna experiencia cristiana es realmente tal -se dice en Huellas de experiencia cristiana -si no tiene una clara apertura hacia el universo. Dicha apertura no se realiza en el imposible desprecio ni en el inhumano desinte­rés por el particular, sino que por el contrario se realiza en el modo con que se vive el particular. Familia o amistad, clase o escuela, estudio o profesión pue­den convertirse, de vez en vez, en el ob­jeto de un serio compromiso y de una generosa entrega: pero el motivo de compromiso ( ... ) no se debe apegar a ninguna particularidad, por alta que és­ta sea». Y concluye la consideración diciendo: «La segura libertad de una exis­tencia cristiana, su vigilante despego de todo particularismo, la decidida pron­titud para toda auténtica novedad, constituyen por sí solas una segura pro­mesa, una profecía del advenimiento del Reino» (Huellas..., págs. 87-88). Atención entonces a la estructura par­ticular de lo real, con su lógica específica, pero afrontada con la conciencia de un «motivo para el compromiso», que antes que ser una posición ética, es una concepción de la realidad mis­ma.
Precisamente lo que el Movimien­to ha entendido siempre por «cultura». El anuncio cristiano coincide con la Re­velación (de forma definitiva) del sig­nificado de la realidad, y este sentido último de cada cosa, el Logos, la «Ra­cionalidad que salva al universo del ab­surdo» es una Persona, Cristo (Hue­llas... , pág. 154). Pero, si «el hombre auténticamente culto es el que ha lle­gado a poseer el nexo que liga una co­sa con otra y todas las cosas entre sí» (pág. 153), entonces el cristiano culto, en fuerza de la fe, tiene una cultura, porque conoce a Aquel que es «el cen­tro del cosmos y de la historia», según la fórmula tan importante para los orí­genes del Movimiento, extraída de la teología bíblica del padre J. Huby, que en el comentario a las Epístolas de la cautividad definía a Cristo como el «centro dominador y clave maestra del universo». Cultura, en esta acepción, pregnante y axiológica, tiene como di­mensión intrínseca la universalidad, es­to es, su relación, en cuanto criterio y conjunto de criterios de juicio a la vez, con la realidad entera. Con el aconte­cimiento de Cristo, y para el ojo de la fe, ya nada podía ser concebido «como extraño al designio revelado ( ... ): en él cada cosa encuentra su verdadero ros­tro, su plena valorización. Nihil sine vo­ce» (Huellas... , pág. 54). Todo el uni­verso de los intereses y de las habilida­des humanas está animado por la luz de Cristo y cualquier forma del ser hombre tiene aquí la raíz de su verdad.

La relación con el mundo se convier­te en consecuencia en el participar en el camino dentro de la experiencia de Cristo como clarificador de todas las cosas. Esta es una modalidad que com­pone sin artificio alguno el trabajo pa­ra la transformación del mundo, según los criterios de la «cultura» cristiana y la confrontación dialogante con el «otro». «Civilización -se escribía en 1959 (cf. Huellas... , pág. 155)- es la plenitud de traducción de una cultura en la totalidad de la vida humana. El surgimiento de una cultura cristiana abre la perspectiva, y en cierto modo ya la realiza, de una nueva civilización». Y, a condición de que no se confunda el diálogo con el compromiso, a con­dición de que no disminuya la condi­ción del diálogo, eso es la conciencia de la propia identidad definida en Cristo, el diálogo, lejos de estar en contrapo­sición con la empresa cultural del cris­tiano, es su instrumento privilegiado: está definido en Appunti di metodo cristiano como «instrumento de la con­vivencia con toda la realidad humana hecha por Dios». «De hecho -se escri­bía- el otro es esencial para que mi existencia se desarrolle, para que lo que yo soy sea dinamismo y vida. Diálogo es esta relación con el otro, sea quien sea y como sea ( ... ). Así, el diálogo es función de aquellos horizontes de uni­versalidad y totalidad a los que el hom­bre está destinado. Démonos cuenta, entonces, de cómo el diálogo es una im­portante función de la catolicidad de la Iglesia» (págs. 238-239).

Nos impresiona a nosotros mismos, al volver a estos textos directivos de la experiencia del Movimiento desde sus primeros años, lo orgánico y al mismo tiempo lo sencillo de estas indicaciones que, sin necesidad de muchos comen­tarios; indican -dentro de la premi­nente preocupación pedagógica del Mo­vimiento -la consonancia con la ense­ñanza conciliar respecto al intento de reformular globalmente la identidad del cristianismo fundado en el Misterio y su implicación mundana.

C) LA NATURALEZA Y LA TAREA DEL LAICO
Un tercer aspecto que documenta el intento de realización del Concilio por parte de nuestro Movimiento, está relacionado con la compleja cuestión de la naturaleza y la función del laico en la Iglesia. En este artículo tenemos la intención de limitarnos a plantear el núcleo del problema. El Concilio ha ofrecido, para la definición de la natu­raleza teológica del laico, dos elemen­tos: la participación del laico, a través del sacerdocio común que el Bautismo confiere a cada fiel, en la misión salví­fica de la Iglesia, y la acentuación de su índole secular. El Concilio subraya en más puntos el primer elemento: «El apostolado de los laicos es la participa­ción en la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el mismo Señor en razón del Bautismo y de la Confirmación» (LG, 33) y también: «Los cristianos se­glares obtienen el derecho y la obliga­ción del apostolado por su unión con Cristo Cabeza» (AA,3). Al ser, a to­dos los efectos, como los otros fieles, re­ligiosos y clérigos, miembros de la Igle­sia, esto determina, también para los laicos, como primera y principal rarea la de evangelizar.

El segundo elemento, el de la ín­dole secular del laicado es, por tanto, vis­ro en todo su espesor. En otras palabras, ese «secular» posee un valor teológico y no sociológico. La tarea de animación de las realidades terrenas, justamente porque responde al único fin de la re­capitulación en Cristo de todas las co­sas, no debe y no puede ser visto sepa­rado del primero, que -es más- es el horizonte que determina el valor espe­cífico del segundo. «El divorcio entre la fe y la vida diaria debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época ( ... ) los laicos, que de­sempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obli­gados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser tes­tigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana» (GS, 43 ). Más allá de las consideraciones co­munes entre los especialistas de que la teología debe todavía profundizar la verdadera naturaleza del laico, el Con­cilio parece no dar espacio a una teolo­gía del laicado que no reconozca la pri­macía de la tarea unitaria propia de to­dos los fieles de edificar la Iglesia. Una teología del laicado que reserve a la je­rarquía esa tarea, confiando al laico sólo la animación de las realidades terrenas, parecería caer en un injustificado dua­lismo.

«No se creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupa­ciones profesionales y sociales por una parte, y la vida religiosa por otra» (GS, 43).

En esta perspectiva C.L. siempre ha subrayado con fuerza que «... el cris­tiano tiene una tarea específica en la vi­da, que no consiste en el ejercicio de una profesión determinada, sino en la fe. Hay que dar testimonio de la fe des­de la entraña del propio estado de vi­da. Existe la familia. Hay profesiones. Pero el quehacer, la tarea, es dar testi­monio de la fe. Para esto hemos sido elegidos» (Cf. Luigi Giussani, Morali­dad: Memoria y deseo; ed. Encuentro, 1983, pág. 7).
Aquí se ve bien cómo están presen­tes los dos aspectos descritos por el Con­cilio, y cómo el primero indica el hori­zonte auténtico en que colocar el segun­do, sin, por esto, infravalorarlo o redu­cirlo a una posición extrínseca o alea­toria. C.L. es una obra educativa, en la que todos, incluso los viejos «erunt ... docibiles Dei», y en la que ninguno puede sustraerse al deber del testimo­nio: «hacer presente a Cristo a través de lo que ha cambiado en ti» (de una con­versación con el padre Giussani, el 19 de marzo de 1979, en el Aula Magna de la Universidad Lateranense). Lo que Cristo cambia en nosotros es nuestra propia vida: nuestra familia, nuestra profesión, la sensibilidad social que vi­vimos, y así todo. He aquí entonces la índole secular del laico tal como se vi­ve en C.L., según la bellísima Carta a Diogneto, que con la Didaqué y el De divinis nominibus de Dionisius el Areo­pagita, ha sido uno.de los primeros tex­tos que se han meditado en el Movi­miento.
Sin negar el status propio de las rea­lidades terrenas, pero sin olvidar su na­turaleza de signo, sin instrumentalizar­las íntegramente, sino asimilándolas dentro de la unidad del sujeto que las vive: éste es el modo con que C.L. ha creído y cree vivir la naturaleza del lai­co. Antes que laicos o curas, somos cris­tianos, fieles. Por todos estos motivos, en nuestro Movimiento jamás se ha en­fatizado la figura del laico. El testimo­nio que muchos de nosotros están dan­do en laicísimos campos de la vida so­cial, desde la cultura hasta la música, al teatro, al arte, desde los medios de comunicación a la política, desde las cooperativas a las editoriales creo que es el mentís más convincente a cuan­tos, mofándose, de forma simpática, pero completamente fuera de lugar, les gusta decir que 2 + 2 son 4 para todos, menos para los de C.L.: para no­sotros más que 4 sería -dicen- Jesu­cristo. Que no se preocupen: también para nosotros 2 + 2 son 4, pero ¿qué hay de malo si nos gusta ver esta humilde cifra árabe inscrita en el horizonte de la Gran Cifra del cosmos y de la histo­ria?

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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