En este punto, después de haber mostrado la profunda consonancia entre CL y el concilio a nivel de la sustancia del método del Movimiento, parece útil hacer un examen, aunque sea brevemente, de tres aspectos en los que CL ha contribuido y contribuye a la realización del Concilio. Quisiera dejar claro que no se trata, en "absoluto, de aspectos particulares, ni tampoco de aspectos separados del centro del asunto que acabamos de demostrar. Nos ha parecido oportuno, en cualquier caso, individualizarlos, presentándolos como aspectos o documentos del deseo del Movimiento de realizar el Concilio en la guía del Magisterio de Juan Pablo II.
A) LA CONCEPCIÓN DE LA REVELACIÓN
La visión conciliar de la Revelación (Escritura y Tradición) en la vida de Comunión y Liberación. Entre las enseñanzas conciliares, ha tenido un eco particular en CL la constitución Dei Verbum (DV), sobre la divina Revelación. El Concilio presenta la Revelación como hecho vivo, acontecimiento de Dios en la historia del hombre, presencia, compañía, amistad cuyo rostro y cuyo nombre último es Jesucristo. «Por esta Revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor, y mora con ellos para invitarlos a la comunicación con Él y recibirlos en su compañía. Este plan de la Revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente conexos entre sí... » (DV, 2). Jesucristo «( ... ) con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación» (DV, 4). Ciertamente, de esta forma el Concilio modifica esa imagen fuertemente intelectual y abstracta, que a menudo en el pasado se daba a la Revelación. Sin quitar nada a la noción de «depositum fidei» y a la necesaria formulación técnica del dogma, a menudo los fieles habían sido inducidos a imaginar la Revelación como un conjunto de fórmulas catequéticas abstractas.
La Palabra de Dios es una Presencia en medio de nosotros, es Cristo; Cristo continúa presente entre los hombres a través de la predicación del Evangelio, que no es un mero anuncio verbal, sino hecho y testimonio de vida nueva en el mundo. Mediante esta concepción de la Revelación y de la Palabra, el Concilio ha podido dar una visión nueva de la Tradición, superando la fosilización de la teología post-tridentina. «La Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto, perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que ella cree» (DV, 8). Ciertamente el adjetivo todo de esta célebre frase conciliar debe ser leído con inteligente cautela, como advierte el card. Ratzinger en su célebre comentario (1), pero es indudable que el Concilio pone en evidencia cómo el acontecimiento del (Verbo)-Palabra que ha tomado una expresión normativa en la Sagrada Escritura del Antiguo Testamento y del Nuevo, permanece vivo y se perpetúa en el tiempo a través de «la vivificante» presencia de esta tradición, cuyas riquezas se transfunden en la práctica en la vida de la Iglesia que cree y que reza» (DV, 8). El encuentro con Cristo es, por tanto, normalmente (pero la gracia tiene numerosas y misteriosas vías) el encuentro con una presencia viva de Iglesia.
(1) Lexicon für theologie und Kirche «Das zweice Vacikanische konzil», II, pp. 504-528.
El planteamiento espiritual de CL es -como se ha visto- profundamente cristológico y cristocéntrico. Jamás la comunidad ha sido elevada a un fin en sí misma, a objetivo en sí misma, siempre ha sido mostrada como el lugar donde se encuentra a Cristo. Reconocer a Cristo como Salvador, amar su Presencia en el mundo abrazando las concretas modalidades históricas con que toca nuestra vida, hace visible y sensible el cuerpo de Cristo en la historia de hoy: ésta es la forma de toda la acción educativa de CL.
En este contexto se comprende que la Biblia haya sido un constante y principal nutriente de los adheridos a nuestro Movimiento. Sobre todo a través de la liturgia, que no sólo propone abundantes lecturas bíblicas a los fieles, sino que en el ciclo de sus solemnidades y de sus fiestas recorre y reactualiza el Misterio de la Salvación, constituyendo por tanto el cuadro de inteligencia más adecuado para la comprensión del mensaje bíblico. CL siempre ha cultivado el espíritu de la liturgia, prestando gran atención a las reglas litúrgicas y valorando sabiamente la tradición (baste pensar en los cantos realizados durante nuestras asambleas eclesiales -van desde el Gregoriano hasta los laudes medievales, desde la polifonía hasta los recientísimos cantos religiosos de nuestros amigos cantautores- o en el mismo hecho de la recitación de los salmos, que se realiza desde el inicio del Movimiento (1954), pero sobre todo por la forma cuidada que se recomienda para su recitación.
En segundo lugar, la Sagrada Escritura es profundizada a través de la catequesis: los diversos textos que el Movimiento propone, de año en año con ese motivo, son capaces de transmitir de forma viva y culturalmente fuerte el mensaje bíblico. Pero es suficiente participar una sola vez en los Ejercicios Espirituales o en los retiros que se realizan regularmente en nuestro Movimiento, para constatar no sólo la abundancia de referencias bíblicas sino la conexión de todo nuestro discurso con los grandes temas bíblicos. La alianza, la conversión, la misericordia, la comunión... , no podemos hacer un elenco de todos: la propuesta de C.L. no es más que una compaginación de las grandes páginas bíblicas leídas a la luz de la pasión por la Iglesia y por la transfiguración del mundo, fuera de la esterilidad de un literalismo y de un racionalismo que demasiado a menudo desecan la palabra de la Biblia y terminan por enjaularla en el horizonte de las ideologías.
El hecho de que en C.L. sea recomendado un estudio meticuloso y profundizado de la Escritura, sobre todo a los que predican la palabra de Dios o a quien desarrolla tareas de carácter cultural, no significa de ningún modo excluir, ni siquiera al más joven o al menos dispuesto de los adherentes, del encuentro con la multiforme riqueza de la Biblia. A través de la meditación dirigida y personal de la liturgia, a través de la catequesis cotidiana, como ya se ha dicho, pero a través también de la lectura continuamente recomendada de libros (Huby, Charlier, Schnackenburg, Schlier, Barchelemy, Schencker, por nombrar sólo algunos de los principales), cada uno es reclamado cotidianamente a confrontarse con la Palabra de Dios leída a la luz de la gran tradición eclesial.
B) IGLESIA-MUNDO
La visión de la relación de la Iglesia con el mundo, propuesta con autoridad por el Concilio, surge de la renovada toma de conciencia de la identidad eclesial misma. Las antinomias típicas de cierto debate post-conciliar, entre identidad y diálogo, anuncio y confrontación, presencia y mediación no consiguen fundarse en una lectura completa y sincera de las enseñanzas del Vaticano II. Según la Lumen Gentium (LG), lo que la Iglesia ofrece es idénticamente el término de la vocación del mundo: como el Espíritu «guía a toda la Iglesia a la verdad entera, la unifica en la Comunión y en el Misterio (LG, 4), así todos los hombres son llamados ( ... ) a la unión con Cristo, que es la luz del mundo» (LG, 3; Gaudium et Spes, 22). Precisamente por esto el Pueblo de Dios «constituye para toda la humanidad un germen valiosísimo de unidad, de esperanza y de salvación» (LG, 9): el Misterio del cuál Ella es parte y portadora (Sacramento) es el destino objetivo de todo lo creado. Existe entonces una unidad entre Iglesia y mundo, afirmada por la fe, que es más profunda que sus diferencias y sus contraposiciones: porque el señorío de Cristo domina sobre todo el señorío de Aquel que es «la clave, el centro y el fin del hombre y de toda la historia humana» (GS, 10). Nada, por lo tanto, está fuera del designio de Dios sobre el mundo en Cristo y, si la Iglesia en su condición de peregrina, es sólo una parte en el todo histórico, lleva en sí en acto la semilla de la unidad expresa y transfigurante de todo el género humano, es decir, de la realización plena del Reino. Entonces la autoconciencia con que la Iglesia está presente en el mundo, es la de ser la actuación inicial del único designio divino, según el cual Dios tiene la intención de recapitular en Cristo todo el mundo para formar una creación nueva, de modo inicial sobre la tierra, de modo perfecto al final de este mundo (Apostolicam Actuositatem, 5).
Esta nos parece la «fuente» y el sentido auténtico del «optimismo» y del «aperturismo» conciliar: no la dimensión de la fisonomía eclesial, como obstáculo al encuentro con el mundo, sino su profundización hasta incluir en el misterio eclesial la misma vocación del mundo, hasta autoincluirse por gracia de Dios -«forma mundi»-, como vendrá a decir recientemente Juan Pablo II en Argentina. Esto es expresado dinámicamente y de forma incisiva por la definición conciliar de la finalidad de la Iglesia, como implicante de una constitutiva duplicidad. El fin de la Iglesia, dice la Apostolicam Actuositatem (AA), es el hacer partícipes a todos los hombres, por la propagación del Reino de Cristo, de la salvación, y por medio de ellos ordenar realmente todo el mundo hacia Cristo (AA, 2). La obra de la salvación se coordina así, de forma indistinguible, con la obra de la animación y perfeccionamiento de la realidad del mundo mediante el Espíritu evangélico.
Desde el punto de vista del concreto sujeto cristiano, esto conlleva que el laico, principal protagonista de esta obra en el mundo, ya sea en su compromiso eclesial, como en el «mundano» (cultural, civil, político, etc.), es decir, ya sea como fiel que como ciudadano, «debe comportarse siempre en ambos órdenes con una conciencia cristiana» (AA, 9). No se podría decir más explícitamente que la unidad del proyecto originario divino en Cristo elimina desde los fundamentos cualquier posible dualismo, ya sea de concepción, ya sea de comportamiento. Dentro de esta visión encuentra su sentido apropiado el relanzamiento que el Concilio hace del tema teológico de «la autonomía de las realidades terrenas», que es sustraído a toda interpretación neutralista, es acogido en su función de valoración de la consistencia y de la verdad ontológica específica de toda realidad mundana, en contra de toda tendencia maniquea, espiritualista o clerical. De hecho, no a pesar del espesor natural de las cosas del mundo, sino a través de ello y con ello (incluyendo toda la relación de conciencia, de saber y de práxis humana) el mundo es llamado hacia Cristo y los fieles están llamados a actualizar esta vocación: «En realidad, el Misterio del hombre sólo se esclarece en el Misterio del Verbo encarnado. Cristo ( ... ) en la misma revelación del Misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS, 22).
Para nuestro Movimiento, el rechazo del dualismo nunca ha significado la voluntad de «bautizar» el mundo. La referencia histórica de sus polémicas sobre este tema, que no han sido pocas a lo largo de su historia, han sido siempre una concepción del compromiso cristiano en el mundo, que para no ser clerical, pretendía hacer del mundo y de su «autonomía» una especie de «tierra de nadie» en la que valiesen exclusivamente las reglas técnicas de la acción, determinada y conectada al horizonte de la fe no por criterios de juicio fundamentales, por valores, sino por una «inspiración cristiana» reducida a intención ética.
«Ninguna experiencia cristiana es realmente tal -se dice en Huellas de experiencia cristiana -si no tiene una clara apertura hacia el universo. Dicha apertura no se realiza en el imposible desprecio ni en el inhumano desinterés por el particular, sino que por el contrario se realiza en el modo con que se vive el particular. Familia o amistad, clase o escuela, estudio o profesión pueden convertirse, de vez en vez, en el objeto de un serio compromiso y de una generosa entrega: pero el motivo de compromiso ( ... ) no se debe apegar a ninguna particularidad, por alta que ésta sea». Y concluye la consideración diciendo: «La segura libertad de una existencia cristiana, su vigilante despego de todo particularismo, la decidida prontitud para toda auténtica novedad, constituyen por sí solas una segura promesa, una profecía del advenimiento del Reino» (Huellas..., págs. 87-88). Atención entonces a la estructura particular de lo real, con su lógica específica, pero afrontada con la conciencia de un «motivo para el compromiso», que antes que ser una posición ética, es una concepción de la realidad misma.
Precisamente lo que el Movimiento ha entendido siempre por «cultura». El anuncio cristiano coincide con la Revelación (de forma definitiva) del significado de la realidad, y este sentido último de cada cosa, el Logos, la «Racionalidad que salva al universo del absurdo» es una Persona, Cristo (Huellas... , pág. 154). Pero, si «el hombre auténticamente culto es el que ha llegado a poseer el nexo que liga una cosa con otra y todas las cosas entre sí» (pág. 153), entonces el cristiano culto, en fuerza de la fe, tiene una cultura, porque conoce a Aquel que es «el centro del cosmos y de la historia», según la fórmula tan importante para los orígenes del Movimiento, extraída de la teología bíblica del padre J. Huby, que en el comentario a las Epístolas de la cautividad definía a Cristo como el «centro dominador y clave maestra del universo». Cultura, en esta acepción, pregnante y axiológica, tiene como dimensión intrínseca la universalidad, esto es, su relación, en cuanto criterio y conjunto de criterios de juicio a la vez, con la realidad entera. Con el acontecimiento de Cristo, y para el ojo de la fe, ya nada podía ser concebido «como extraño al designio revelado ( ... ): en él cada cosa encuentra su verdadero rostro, su plena valorización. Nihil sine voce» (Huellas... , pág. 54). Todo el universo de los intereses y de las habilidades humanas está animado por la luz de Cristo y cualquier forma del ser hombre tiene aquí la raíz de su verdad.
La relación con el mundo se convierte en consecuencia en el participar en el camino dentro de la experiencia de Cristo como clarificador de todas las cosas. Esta es una modalidad que compone sin artificio alguno el trabajo para la transformación del mundo, según los criterios de la «cultura» cristiana y la confrontación dialogante con el «otro». «Civilización -se escribía en 1959 (cf. Huellas... , pág. 155)- es la plenitud de traducción de una cultura en la totalidad de la vida humana. El surgimiento de una cultura cristiana abre la perspectiva, y en cierto modo ya la realiza, de una nueva civilización». Y, a condición de que no se confunda el diálogo con el compromiso, a condición de que no disminuya la condición del diálogo, eso es la conciencia de la propia identidad definida en Cristo, el diálogo, lejos de estar en contraposición con la empresa cultural del cristiano, es su instrumento privilegiado: está definido en Appunti di metodo cristiano como «instrumento de la convivencia con toda la realidad humana hecha por Dios». «De hecho -se escribía- el otro es esencial para que mi existencia se desarrolle, para que lo que yo soy sea dinamismo y vida. Diálogo es esta relación con el otro, sea quien sea y como sea ( ... ). Así, el diálogo es función de aquellos horizontes de universalidad y totalidad a los que el hombre está destinado. Démonos cuenta, entonces, de cómo el diálogo es una importante función de la catolicidad de la Iglesia» (págs. 238-239).
Nos impresiona a nosotros mismos, al volver a estos textos directivos de la experiencia del Movimiento desde sus primeros años, lo orgánico y al mismo tiempo lo sencillo de estas indicaciones que, sin necesidad de muchos comentarios; indican -dentro de la preminente preocupación pedagógica del Movimiento -la consonancia con la enseñanza conciliar respecto al intento de reformular globalmente la identidad del cristianismo fundado en el Misterio y su implicación mundana.
C) LA NATURALEZA Y LA TAREA DEL LAICO
Un tercer aspecto que documenta el intento de realización del Concilio por parte de nuestro Movimiento, está relacionado con la compleja cuestión de la naturaleza y la función del laico en la Iglesia. En este artículo tenemos la intención de limitarnos a plantear el núcleo del problema. El Concilio ha ofrecido, para la definición de la naturaleza teológica del laico, dos elementos: la participación del laico, a través del sacerdocio común que el Bautismo confiere a cada fiel, en la misión salvífica de la Iglesia, y la acentuación de su índole secular. El Concilio subraya en más puntos el primer elemento: «El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el mismo Señor en razón del Bautismo y de la Confirmación» (LG, 33) y también: «Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza» (AA,3). Al ser, a todos los efectos, como los otros fieles, religiosos y clérigos, miembros de la Iglesia, esto determina, también para los laicos, como primera y principal rarea la de evangelizar.
El segundo elemento, el de la índole secular del laicado es, por tanto, visro en todo su espesor. En otras palabras, ese «secular» posee un valor teológico y no sociológico. La tarea de animación de las realidades terrenas, justamente porque responde al único fin de la recapitulación en Cristo de todas las cosas, no debe y no puede ser visto separado del primero, que -es más- es el horizonte que determina el valor específico del segundo. «El divorcio entre la fe y la vida diaria debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época ( ... ) los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana» (GS, 43 ). Más allá de las consideraciones comunes entre los especialistas de que la teología debe todavía profundizar la verdadera naturaleza del laico, el Concilio parece no dar espacio a una teología del laicado que no reconozca la primacía de la tarea unitaria propia de todos los fieles de edificar la Iglesia. Una teología del laicado que reserve a la jerarquía esa tarea, confiando al laico sólo la animación de las realidades terrenas, parecería caer en un injustificado dualismo.
«No se creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales por una parte, y la vida religiosa por otra» (GS, 43).
En esta perspectiva C.L. siempre ha subrayado con fuerza que «... el cristiano tiene una tarea específica en la vida, que no consiste en el ejercicio de una profesión determinada, sino en la fe. Hay que dar testimonio de la fe desde la entraña del propio estado de vida. Existe la familia. Hay profesiones. Pero el quehacer, la tarea, es dar testimonio de la fe. Para esto hemos sido elegidos» (Cf. Luigi Giussani, Moralidad: Memoria y deseo; ed. Encuentro, 1983, pág. 7).
Aquí se ve bien cómo están presentes los dos aspectos descritos por el Concilio, y cómo el primero indica el horizonte auténtico en que colocar el segundo, sin, por esto, infravalorarlo o reducirlo a una posición extrínseca o aleatoria. C.L. es una obra educativa, en la que todos, incluso los viejos «erunt ... docibiles Dei», y en la que ninguno puede sustraerse al deber del testimonio: «hacer presente a Cristo a través de lo que ha cambiado en ti» (de una conversación con el padre Giussani, el 19 de marzo de 1979, en el Aula Magna de la Universidad Lateranense). Lo que Cristo cambia en nosotros es nuestra propia vida: nuestra familia, nuestra profesión, la sensibilidad social que vivimos, y así todo. He aquí entonces la índole secular del laico tal como se vive en C.L., según la bellísima Carta a Diogneto, que con la Didaqué y el De divinis nominibus de Dionisius el Areopagita, ha sido uno.de los primeros textos que se han meditado en el Movimiento.
Sin negar el status propio de las realidades terrenas, pero sin olvidar su naturaleza de signo, sin instrumentalizarlas íntegramente, sino asimilándolas dentro de la unidad del sujeto que las vive: éste es el modo con que C.L. ha creído y cree vivir la naturaleza del laico. Antes que laicos o curas, somos cristianos, fieles. Por todos estos motivos, en nuestro Movimiento jamás se ha enfatizado la figura del laico. El testimonio que muchos de nosotros están dando en laicísimos campos de la vida social, desde la cultura hasta la música, al teatro, al arte, desde los medios de comunicación a la política, desde las cooperativas a las editoriales creo que es el mentís más convincente a cuantos, mofándose, de forma simpática, pero completamente fuera de lugar, les gusta decir que 2 + 2 son 4 para todos, menos para los de C.L.: para nosotros más que 4 sería -dicen- Jesucristo. Que no se preocupen: también para nosotros 2 + 2 son 4, pero ¿qué hay de malo si nos gusta ver esta humilde cifra árabe inscrita en el horizonte de la Gran Cifra del cosmos y de la historia?
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón