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Huellas N.0, Diciembre 1985

CINE

La rosa púrpura del Cairo

Javier Ortega

LA HISTORIA DE UNA CHICA SIMPLE QUE SUEÑA FRENTE A LA PANTALLA. DE IMPROVISO, EL SUEÑO SE CONVIERTE EN REALIDAD. PERO LA VIDA PERMANECE DURA Y AMARGA.

Gran actor cómico, Woody Allen es, también, un grandísimo director. Y esto se nota todavía más en los casos -como en esta Rosa púrpura del Cairo- en los que él mismo no aparece en pantalla. Es la segunda vez que lo hace, después del «bergmaniano» Interiors, pero es la primera vez que lo hace en una película «pseu­docómica». El resultado es impresionante. Demostrando haber al­canzado la madurez cinematográfica con esta breve película (que deberá ser considerada, a partir de ahora, como su obra maestra), Woody Allen ha sorprendido a propios y extraños.
Rompiendo esquemas, La rosa púrpura del Cairo, -canto de amor por un cine que ya no es lo que era- es, en efecto, una pelí­cula sobre el cine de los años 30; pero es, asimismo, una película sobre el cine del futuro: sobre todo, en un arte donde parece que ya está todo hecho. Woody Allen ha sabido realizar una obra to­talmente nueva, llena de coraje. Quizás, incluso, estableciendo las bases para el comienzo de una nueva era en el cine.

Cecilia (una luminosa Mia Fa­rrows), es una chica de un candor primoroso, enamorada del cine y de todos sus falsos héroes. Casada infelizmente con Monk, un obrero sin trabajo -estamos todavía en la época de la Gran Depresión- que la chilla y la maltrata (lo interpreta Danny Aiello), Cecilia se sumerge, refugiándose en cuanto puede, en la oscuridad del cine de barrio que está al lado de su casa: en él, olvida las fatigas y amarguras de la vida real y se ensimisma contem­plando las estrellas de un mundo ficticio donde todo siempre acaba bien.
Pero he aquí el genial golpe de mano que se opera en la escena: de repente, mientras Cecilia está volviendo a ver la película, quizá por décima vez, y contempla expectante a uno de los actores se­cundarios, el explorador Tom Bax­ter, éste se da la vuelta y se dirige a ella desde la pantalla: «Oiga, se­ñorita,... Sí, me refiero a usted... He notado que me está mirando durante todo el rato...». Comien­za así, para la dulce Cecilia, una increíble aventura: más, incluso, que aquellas que había tenido ocasión de ver en la pantalla.
Tom Baxter toma la iniciativa, salta al patio de butacas desde la pantalla y, ante la mirada incrédu­la del resto de los intérpretes de la película y de los espectadores de la sala, se va corriendo a la calle con Cecilia. De este modo, Tom, «di­señado» por el guionista y por el escenógrafo (así como por el actor que le da vida en la ficción) como un perfecto ingenuo sin mancha, se encuentra, por vez primera, in­serto en la vida real: vida que él no conoce porque en el mundo irreal de la sophysticated comedy, años treinta, simplemente aquella no existía.
Por otra parte, a causa del abandono de Tom Baxter, la película no puede continuar: la casa productora envía entonces al ver­dadero actor, Gil Shepherd (tam­bién, como Tom Baxter, interpre­tado por Jeff Daniels) para que in­tente poner las cosas en su sitio, convenciendo a Tom de que vuel­va al film. Pero ambos, Tom y Gil, se enamoran de Cecilia: la película toma un nuevo e inesperado cau­ce. Una mujer que se enfrenta a dos hombres que resultan ser el mismo hombre pero en distintas situaciones... Cecilia se muestra dividida: se enfrenta a una misma realidad con dos rostros diferentes -un dualismo sorprendente-, y no sabe bien cómo reaccionar, qué decir, cómo actuar. Y, sin embar­go, se nos hace tremendamente cercana, próxima, su situación. Porque es la situación un poco de todos nosotros, de nuestras vidas: la vida se compone de «etapas», de sucesión de acontecimientos; es decir, como algo no unitario, sino dual, donde no existe un factor ca­paz de aglutinarla toda ella. Por eso, toda la película es la elección del hombre entre la realidad y la ficción, entre afrontar la vida o de­jarla pasar como algo ajeno a sí mismo. Cecilia, aunque idealista y soñadora, obligada a elegir entre realidad e ilusión, elige aquella confiada en una promesa de felici­dad.
Desgraciada elección, porque mientras que Tom vuelve a su pro­pio papel, siempre y eternamente igual, en la película, Gil, el actor, «vuela» rápidamente hacia Holly­wood, allá donde la fama le espe­ra, abandonando a Cecilia. La pro­mesa de felicidad que la vida ofre­cía, se convierte así en una desgra­cia, en una carga: le es, pues, pre­ferible al hombre, la elección de la ilusión, de la fábula, que no es real, pero tampoco traiciona... Pe­ro la vida es más que una alternativa, más que un triste dilema. De­be abarcar todos los factores que están en juego y no puede reducir­se a opciones parciales. Solo así la elección no será desgraciada y las promesas albergarán realidades presentes.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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