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Huellas N.0, Diciembre 1985

OCTAVIO PAZ

Alguien me deletrea...

Carlos Castillo Pereza

Soy un hombre: poco duro y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben.
Sin entender comprendo: también soy escritura, y en este mismo instante alguien me deletrea.


Octavio Paz. Nació en 1914. Vieja familia mexicana, de Jalisco. Los primeros Paz llegaron en el siglo XVI. Pero también hay sangre indígena en la familia. Abuelo masón. El padre, abogado liberal, participó en la Revolución Mexicana del lado zapatista. Madre española, andaluza y católica tradicional. Una tía mexicana, católica ilustrada.
Biblioteca familiar liberal y atmósfera «casi jacobina». Los primeros cuatro años de escuela serán con los salesianos. Luego, en un colegio inglés laico de la ciudad de México. En la Universidad, vía Ortega y Gasset, será el contacto con la filosofía moderna, después de pasar por secundaria y bachillerato en escuelas laicas del Estado, en los años todavía agitados de la Revolución Mexicana. Cultura francesa pero también temprano conocimiento de los siglos de oro de España y del «modernismo» hispanoamericano.
La guerra civil española sacudió al joven que se rebelaba contra el orden de la burguesía y de un cristianismo «incapaz de ser moderno». Luego fueron los días de las ideas marxistas. Más tarde la ruptura y los de la amistad con los surrealistas, en París. Embajador de México en la India, se acerca a una «civilización no occidental viva, de religión sensual y ascética, de solitarios y renunciantes pero también de templos llenos».
La represión gubernamental contra los universitarios, en 1968, lo hará dejar la vida diplomática.
De las decenas de libros que ha publicado, sus preferidos son los de poesía. Entre los de ensayos El laberinto de la soledad y El arco y la lira. Una revista -Vuelta- lo ocupa: de ella ha hecho un espacio de libertad, una tribuna de la más avanzada critica literaria, una actitud de decir la verdad aunque disguste a las «vanguardias» profesionales de la pseudoizquierda. Después de su reciente discurso de Frankfurt -donde recibió el premio de los editores y libreros alemanes- su efigie fue quemada por un grupo de provocadores frente a la embajada de los Estados Unidos en la capital mexicana. Octavio Paz había denunciado el peligro de extinción de la democracia en Nicaragua. En agosto del año pasado, con ocasión de su cumpleaños número '70, el gobierno mexicano le rindió homenaje, a pesar de que Octavio Paz y sus colegas de Vuelta no han escatimado críticas a la manera de proceder del régimen. El autor, como respuesta, leyó un discurso en el que, en la línea final de un poema, dice: «alguien me deletrea».
Cuando solicitamos la entrevista, nos dijo: soy un pagano. Su respuesta -le dijimos­ despierta en cualquier espíritu católico los
«instintos paulinos». Y fuimos a hablar con él a su areópago: una casa-museo-biblioteca tal vez parecida al templo del dios desconocido.


P.- ¿Por qué dice ser un pagano?
R.- Fue un desafío. Es absurdo decirse pagano cuando se ha nacido dentro de una sociedad católica, en la que los valores en que se cree son cristianos o son consecuencia del cristianismo. Pero sí siento nostalgia del paganismo, sobre todo por lo que tenía de tolerante. Ningún filó­sofo de la Antigüedad pensó que sus ideas, aunque le pareciesen ver­daderas, le daban derecho para le­gislar sobre las creencias ajenas. Tampoco la cultura griega descono­ce del todo a la libertad. Los héroes de la tragedia son víctimas del desti­no de su casa y sufren las consecuen­cias pero, como lo dice Sófocles y lo ha subrayado Simone Weil, llegan a tener conciencia de su libertad. Le tienen gracias a su conciencia del hado, es decir, a su interiorización del destino. La tragedia griega no es el único ejemplo. Los estoicos sabían que podían decir no. Epicuro afir­maba la libertad, no era un cerdo.

P. - Cuando usted dice que «alguien lo deletrea», nos parece escu­char a Kafka: trasladado de una pri­sión a otra, le queda la creencia de que «el Señor pasará casualmente por el pasillo y dirá: a éste no debéis encerrarle de nuevo, viene a verme».
R.- Para mí la vida no es una pri­sión. Cuando dije «alguien me dele­trea» no sabía exactamente qué que­ría decir. Al releerme, como un lec­tor más, me digo: una de dos, o ese alguien es otro como yo o ese al­guien está más allá de los hombres. Alguna vez creí que en Oriente, en el budismo, encontraría una res­puesta, el nombre o un vislumbre del nombre de ese alguien. Pero descubrí que de Oriente me separa algo más hondo que del cristianis­mo: no creo en la reencarnación. Creo que aquí nos lo jugamos todo, no hay otras vidas. Sin embargo, en Oriente descubrí una «vacuidad» que no es nada y que me hace pen­sar que está antes del ser y del no ser. Tal vez ese Uno puede ser el que me deletrea. Pero de él no po­demos decir nada...

P.- Sin embargo, como todos los que dicen que nada se puede decir de Dios, ya dijo usted mucho de Él...
R.- Es fascinante comprobar có­mo son parlanchines los partidarios del silencio. Por ejemplo, los místi­cos. No es menos impresionante ver como los pesimistas y los obsesiona­dos con la muerte, como Quevedo, se preocupan por la perfección de la forma. Sucede lo mismo con los co­rrosivos aforismos de un escritor que admiro, Cioran: están escritos en un francés clásico del siglo XVII. Las civi­lizaciones atraídas por la muerte se enamoran, por compensación, de la forma y erigen hermosos mausoleos que son templos vacíos. Templos a la negación.

P.- ¿Cuáles han sido sus relacio­nes con la religión católica?
R.- Un día, en Goa, en el centro de una civilización que no era la mía, entré en la vieja catedral. Ce­lebraba la misa un sacerdote por­tugués, en portugués. La escuché con fervor. Lloré. No sé todavía si redescubrí algo. Tampoco se si re­cordé mi infancia -yo iba a misa- o si reviví mi vida en la pa­rroquia de Mixcoac. Pero sentí la presencia de eso que han dado en llamar la «otredad». Mi ser otro dentro de una cultura que no era la mía. Mi identidad histórica

P.- ¿Tiene algo que ver su iden­tidad histórica de mexicano con el catolicismo?
R.- La gran revolución que se ha hecho en México, la más profunda y radical, fue la de los misioneros españoles. En el ser del mexicano está el pasado prehispánico indí­gena pero, sobre todo, está el gran logro de los evangelizadores: hicieron que un pueblo cambiara de religión. En esto ha fracasado el li­beralismo y ha fracasado la modernidad. Esto yo no lo sabía, pero lo adiviné cuando escribí El laberinto de la soledad: Esta obra mía es un intento de diálogo con mi ser de mexicano y en el centro de ese diá­logo está la religión, como lo está ensayo sobre la poesía, El arco y la lira. No soy creyente, pero dialogo con esa parte de mi mismo que es más que el hombre que soy por­que está abierta al infinito. En fin, en México se logró la gran revolu­ción cristiana. Ahí están los tem­plos, ahí está la Virgen de Guada­lupe y ahí está mi emoción en la catedral de Goa. El diálogo de un no creyente mexicano con ustedes es un diálogo con una parte de no­sotros mismos...

P.- Usted parece decir que el problema esencial del hombre es religioso...
R.- El problema esencial del hombre es que, siendo hombre, no es sólo eso. Hay en los hombres parte abierta hacia el infinito, ha­cia la «otredad». Las estrellas que mira en mi poema, la hermandad de los huérfanos. O la verdad que vieron en el cielo estrellado el neo­platónico Ptolomeo y el cristiano San Juan y que nos trasciende a to­dos. Mirada hacia el cielo, el infi­nito y también, mirada hacia la muerte.

P.- ¿No cae usted en el gnosti­cismo?
R.- Tal vez. Pero lo que quiero decir es que las respuestas filosófi­cas no son suficientes. Yo tengo una amiga que es monja católica y que vivió muchos años en la India. Ella dice ahora que no sabe qué es, salvo que es contemplativa...

P.- ¿Por qué rompió usted con el catolicismo?
R.- Para mí el cristianismo era el orden y la burguesía. Soy «hijo de mi siglo» y mi rebelión juvenil te­nía que ser primero obra de demo­lición.

P.- ¿Es usted ateo?
R.- Hay palabras muy gastadas. Con los surrealistas aprendí que hay fervor y fe en algunos ateís­mos. Bretón era un temperamento religioso a pesar de que era violen­tamente ateo. Él me dijo alguna vez que su ateísmo era como la apuesta de Pascal, pero al revés. No era un escéptico. El surrealis­mo fue un síntoma del vacío de la cultura de Occidente y una rebe­lión contra ese vacío. Por esto fue también un momento importante de la crítica a la modernidad. Bre­tón creía en el ocultismo y estaba fascinado, en el sentido fuerte de la palabra, por la tradición hermética. A mí, en cambio, esa tradi­ción me atrae y me intriga pero no me conquista. Soy escéptico. Mi rebelión contra el cristianismo fue contra la modernidad...

P.- Pero el catolicismo es para usted poco moderno, según ha di­cho.
R.- Tiene usted razón. En reali­dad, mi rebelión fue contra la ins­titución. Eran los años en que la Iglesia de España estaba muy cerca de Franco. Después de la guerra y del estalinismo, vino la decepción del marxismo y no me quedó sino la poesía. Creí en la frase de Rim­baud: la poesía podía cambiar a la vida.

P.- ¿Qué le satisface hoy?
R.- No puedo responder. Van respondiendo mis obras. Dije que «alguien me deletrea»: diálogo conmigo mismo, con esa parte de mí mismo que no se reduce a la ra­zón.

P. - ¿ Qué le critica ahora a la modernidad?
R.- Al capitalismo, lo mismo que decía Marx: haber enfriado la vida humana en las aguas heladas del cálculo egoísta. Al comunis­mo, querer imponerla comunión obligatoria. Sin embargo, cuando critico al capitalismo no me olvido de que el liberalismo es la demo­cracia, la herencia liberal tolerante del siglo XVIII. Y aquí me entra la nostalgia por el paganismo tole­rante...

P.- ¿No son liberalismo y mar­xismo fruto de la misma matriz?
R.- El marxismo es el tiro por la culata de la Enciclopedia. Trata de realizar en la historia el reino de la razón y la libertad pero acaba por imponer la superstición y la escla­vitud. Es una fe militante como el Islam. Sólo que el Islam afirma que todos los hombres son hijos de Dios y deja abiertas las puertas al infinito mientras que el marxismo-leninismo es una pseudo-religión. O más exacta­mente: una ideología, una creen­cia que no se sabe creencia y que cree que es ciencia.

P.- ¿Concibe usted la lucha por una sociedad plural sin los católi­cos? ¿Puede haber pluralismo real si la vida pública es sólo para los laicos?
R.- Durante algún tiempo fue necesario laicizar la vida política mexicana, dado el carácter religio­so militante del Estado español. Ya no. Hay que integrar. En Méxi­co, los católicos se aislaron. No siempre fue así: la independencia tuvo detrás a los jesuitas, los libe­rales tuvieron interlocutores católi­cos de altura. Sin embargo, desde la mitad del siglo pasado los cató­licos se automarginaron. Sólo los poetas; como López Velarde -tal vez nuestro mejor poeta- se atre­vieron a ser católicos. Pero no hu­bo pensadores. Vasconcelos es más romántico que católico. Esta mar­ginación debe desaparecer. No por donde piensan los teólogos de la liberación; más bien debe recupe­rarse la herencia de las teologías de la libertad. Pienso en los teólogos españoles del siglo XVI. Esto nos haría más fácil a los no creyentes dialogar porque nos pondría ante una parte sepultada de nosotros mismos. Algo tenemos que hacer todos los verdaderos liberales para sacar a este desdichado país del monólogo en que vive...

P.- ¿Qué monólogo?
R.- En realidad son varios mo­nólogos: el monólogo del poder, el monólogo del marxismo, el mo­nólogo de los católicos marxistas que sólo se oyen a sí mismos como el Padre Cardenal, el monólogo de los que estamos fuera de la Iglesia, el monólogo de los católicos...

P.- ¿Tiene usted una obsesión antieclesiástica?
R.- Es fruto de mi pasado inte­lectual. De mi rebelión juvenil contra una estructura jerárquica y contra una administración. Veo en la Iglesia no sólo a una comunidad de fieles sino a una institución cu­yo modelo histórico fue el Imperio Romano. Por otra parte, en lo esencial, en lo íntimo, estoy más cerca de Pelagio que de San Agus­tín, y más cerca de Molina que de Pascal.

P.- ¿No le parece un angelismo pedir que una comunidad de fie­les carezca de una jerarquía?
R.- Sí, pero las rebeliones juve­niles como la mía son angélicas ... o diabólicas...

P. ¿ Por qué siempre que habla de ángeles enseguida menciona a los demonios y cuando se refiere a Dios inmediatamente menciona al diablo? ¿ Es para darse una protec­ción de intelectual liberal?
R.- Un hombre con mi pasado tiene que ser cuidadoso para no desatar ciertas iras. Además, el diablo es una realidad en la exis­tencia humana. Es la presencia del mal. Y el mal es un misterio para el que no tienen respuesta Marx, ni los liberales, ni Epicuro que se resigna ante él pero que no lo ex­plica.

P. ¿ Cuál es la gran herejía de nuestro siglo?
R.- Haber sustituido a Dios por la historia. Si se es ateo, hay que vivir en la negación o en la priva­ción de Dios, no inventar sucedá­neos quiméricos que son verdade­ros testaferros afectivos e intelec­tuales. La historia, por lo demás, en un sentido riguroso, realmente no existe: no es una substancia ni una entelequia.
La historia es nosotros, los hombres. Divinizar a la historia es divinizamos a nosotros mismos, criaturas mortales y falibles. La historia es imperfección, fracaso y crimen por ser la obra de seres im­perfectos: nosotros mismos. La historia es horrible como un ídolo y también, como todos los ídolos, fascinante. Pero no existe: es una ilusión, una proyección de nues­tros sueños y terrores. No niego, claro, al pasado ni a los procesos históricos: tampoco a los protago­nistas históricos: los hombres, las sociedades, las culturas. En cuanto a la vieja pregunta: ¿la sucesión de actos y de obras que llamamos his­toria es racional?, contesto: creo que a estas alturas nadie se atreve­ría a afirmarlo. Tampoco digo que sea un proceso enteramente irra­cional. La historia no carece de sentido o, mejor dicho, de senti­dos. La historia no es una: es plural. Hay tantas historias como civi­lizaciones y, dentro de cada proce­so histórico, aparecen distintos sentidos y caminos, unos conver­gentes y otros divergentes. La so­ciedad humana es, como el uni­verso, una realidad enigmática y difícilmente descifrable. Sin em­bargo, no es el resultado de la cie­ga casualidad. Lo dijo Einstein: Dios no juega a los dados con el universo. Esto es, quizá, lo que también quiso decir Mallarmé en su célebre poema: el azar obedece a una lógica que desconocemos. En fin, hay algo que me conturba como a todos los que se han aso­mado a la física moderna: sabemos muchas cosas del universo pero to­davía ignoramos cómo nació y có­mo morirá. Desconocemos la últi­ma y la primera palabra. Son los vulgarizadores de la ciencia los que pretenden que ésta tiene una solución para todo.

P.- ¿Es usted optimista en rela­ción con América Latina?
R.- Sí y no. Las democracias vuelven, las dictaduras terminan. La democracia no es la solución de todos los problemas pero sí es el camino para, entre todos, buscar soluciones. Usted debe aceptar, sin embargo, porque es cristiano, que la historia es perdición...

P.- No. Los cristianos sabemos que la historia es salvación...
R.- La historia es valle de lágri­mas, es el tiempo de la prueba, el lugar de la prueba. La salvación y la condenación personales son po­sibles para los cristianos pero la historia es lugar de prueba...

P. - ¿ Se tiene usted hombre de fe, hombre de rebelión, hombre de Iglesia?
R.- No lo sé. Mentiría si digo que lo sé. Yo sigo buscando. Al­guien me deletrea...

(Entrevista realizada por Carlos Castillo Peraza para la revista NEXO, publicación uruguaya).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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