A mediados de Septiembre se celebraba en Madrid el Congreso «Evangelización y hombre de hoy», promovido y asumido por la Conferencia Episcopal y la CONFER masculina y femenina. Este dato, más la presencia de 1.500 congresistas, representantes de las estructuras diocesanas de pastoral y los grupos apostólicos de toda España, le conceden en estos momentos el rango de un acontecimiento central en la Iglesia española.
Sus cuatro ponencias, más las aportaciones de los nueve sectores de trabajo son, pues, un punto de referencia obligado para los cristianos españoles, que podemos
contemplar, de un vistazo, la situación de buena parte de la Iglesia a la que pertenecemos. Con el sosiego que permite el paso del tiempo volvemos sobre las conclusiones del Congreso, para comentarlas, centrándonos en las conclusiones y no en el texto de las ponencias por ser aquellas el «rostro visible» del Congreso.
- Los puntos en que se han resumido las cuatro ponencias reflejan una extraña ambigüedad que vamos a tratar de expresar.
Por un lado no cabe duda de que el Evangelio sigue vivo en España a los casi dos mil años de su primer anuncio. La transmisión viva de la fe durante generaciones nos permite hoy a nosotros seguir confesando a Jesucristo. Y, aún más, el Espíritu Santo continúa alentando las iniciativas y los esfuerzos generosos de tantos grupos e instituciones cristianas que hoy contribuyen a propagar el Evangelio en España y en los países a los que se dirige nuestra acción evangelizadora.
A tenor de lo que se desprende de la salud espiritual necesaria para reconocer sus limitaciones y desear una conversión continua, que la transforme en una mediadora fiel de la Buena Nueva. Por eso, no pueden sino llenarnos de alegría los grandes propósitos del Congreso: conocer en profundidad el contexto social y humano del hombre a evangelizar; precisar los rasgos de la acción evangelizadora; reconocer el papel de la Iglesia evangelizadora y evangelizada; proclamar las exigencias de la evangelización en la España actual.
¿De dónde procede, pues, la ambigüedad? A nuestro modo de ver el motivo fundamental es que no se han acertado a expresar las posibilidades reales que la reflexión cristiana sobre el hombre y la Iglesia ofrece a nuestros contemporáneos; en primer lugar a los creyentes y a continuación a demás hombres.
La Sagrada Escritura leída en la tradición viviente de la Iglesia nos permite ir más lejos, más allá de estas conclusiones, devolviendo a los cristianos la confianza en la verdad de la que viven y que quieren anunciar. Solo así se pueden superar las vacilaciones del documento final, que busca un equilibrio poco logrado entre las pretensiones radicales del Evangelio y un cierto «complejo» todavía ante la modernidad.
A los españoles de finales del siglo XX, la cultura dominante, (radical-burguesa), es incapaz de ofrecerles las certezas sobre las que todo hombre desea construir su proyecto de vida. Son grandes los valores de nuestro tiempo y, como tales, es posible reconocerlos con alegría en todos los gestos de la humanidad que presenciamos en nuestra vida familiar, social y cultural. Sin embargo, aparecen a menudo desconexos, desorientados, ajenos a un verdadero proyecto para la vida. No se encuentran fácilmente las bases que permitan aprovechar a fondo los destellos de esa vida mejor con la que muchos sueñan un poco resignadamente, en la oscura conciencia de que no la van a alcanzar.
Cuando se trata de ofrecer esas certezas por las que un hombre asume compromisos y empeña su vida persiguiendo un ideal, la cultura dominante se muestra impotente, atrapada en sus propias contradicciones, incapaz de ilusionar a ninguno de sus consumidores, a los que abandona a la primera dificultad. Un recorrido a vuela pluma por el mundo de los jóvenes (universitarios o trabajadores, votantes de derecha o izquierda) nos confirma nuestras apreciaciones: un sueldo para gastar -desconectado del trabajo como medio de autorrealización-, una mínima estabilidad afectiva y tiempo libre componen el panorama habitual de muchos de nuestros compañeros de clase o de trabajo. Y no parece que en este punto la edad aporte mejoras sustanciales.
El conocimiento más profundo de este hombre, de su nobleza y sus pequeñeces, nos tiene que llevar inmediatamente a recoger cuanto de bueno existe en nuestra sociedad y reconstruirlo a la medida del hombre que es Jesucristo. El nos ofrece un proyecto humano de una envergadura tal que sus verdaderas dimensiones nos hacen enmudecer de admiración y agradecimiento. La vida tiene sentido. Jesucristo le dota de sentido en todos sus aspectos luminosos y oscuros, y hay que proclamarlo a los cuatro vientos. Con la humildad de quien se sabe imperfecto y pecador, pero con la osadía de quien sabe a qué Señor sirve. En esta sociedad, en la que ya no es posible imponer la fe, y ante estos hombres afectados por un «síndrome» de horizontes recortados, proponemos una vida distinta, más exigente quizá, pero superabundante en su humanidad. Y lo podemos hacer con claridad, sin velar la escandalosa novedad del Evangelio.
- En un mundo saturado de palabras y de vuelta de cuanto suene a ideologías, los cristianos no vemos modo de sacar partido a la realidad que puede ayudar a los hombres, porque es la que nos ayuda a nosotros: la Iglesia. Sin lugar a dudas, hemos cometido errores y hemos dado pie a muchas páginas negras de la Historia, en España y en el mundo, pero no podemos por esos quedar paralizados en una cadena interminable de excusas y peticiones de perdón (de eficacia más que dudosa por otro lado). Nuestra experiencia de la Iglesia es gozosa; nos constituye en lo que somos hasta el punto de que no podemos reconocernos sino en ella. Nuestra fe, el conocimiento de Jesucristo a que hemos aludido antes, no es invento nuestro; lo hemos recibido de la Iglesia y en ella lo verificamos diariamente. Sin necesidad de ocultar sus deficiencias -dolorosas siempre- sabemos que no podemos sobrevivir alejados de su vida, que se remonta a los Apóstoles y al mismo Señor. Eso que nosotros ya hemos comprobado, eso mismo es lo que queremos ofrecer: el seguimiento de Cristo que sólo es plenamente visible por su escandalosa concreción en una Iglesia pecadora.
Decían les Santos Padres que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo extendido y derramado en el mundo. Hoy somos nosotros quienes asumimos la tarea de hacerlo presente ante los españoles. Las proporciones de ese empeño nos podrían abrumar si trabajásemos en una obra nuestra, pero no es así. No estamos empeñados en un eticismo sin sentido; hemos recibido gratis la vida nueva de Jesucristo, una vida que siempre es anterior y mayor que nuestros esfuerzos. Esa es la experiencia manifestada en la Iglesia, cuyas estructuras visibles, jerárquicas y sacramentales, son el cauce donde nos recibimos a nosotros mismos en la obediencia. No «vendemos» en primer lugar acciones -que nos son imprescindibles- sino un modo de concebirse a sí mismo y a los demás a la luz de Jesucristo en la comunión con los demás hermanos. Si nosotros hacemos esa experiencia lo demás vendrá con la creatividad y la originalidad con que tantos cristianos ya contribuyeron a edificar la historia de la humanidad en todo el mundo.
- Algunas consecuencias prácticas de cara a la evangelización podemos deducir de todo esto. En una situación de crisis como la que hemos descrito, la mayor parte de las corrientes de pensamiento tienden a separar y oponer la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Dios mientras que la Iglesia, siguiendo a Jesucristo, trata de unirlas de forma profunda: su proyecto permite a todo hombre encontrar lo más verdadero de sí mismo.
Nuestro esfuerzo debe perseguir una inculturación de la fe por la que el Evangelio transforma los criterios de juicio, los valores determinantes y los modos de vida de nuestra sociedad, de suerte que el acontecimiento de Cristo siga ofreciendo el sentido y la orientación de la existencia a la sociedad industrial avanzada. Sin miedo al papel, incluso público, que los cristianos pueden desarrollar para la promoción del hombre. Con confianza en la fuerza unitiva y reconciliadora de la verdad, realizada en la caridad.
Faltaríamos a nuestra misión si no luchásemos por conseguir que las estructuras sociales se vuelvan más respetuosas con los valores éticos que reflejan la verdad sobre el hombre. Y en ese esfuerzo no podemos desaprovechar ninguna de las posibilidades a nuestro alcance: presencia en las estructuras sociales y políticas y creación de todo tipo de obras e iniciativas cristianas en la que se manifieste la expresión original y creativa de la fecundidad del amor cristiano.
Con paciencia, sin buscar logros espectaculares, y con humildad, atentos a cuanto nos puedan sugerir los hombres de todo signo, fiados en la verdad de la propuesta que a nosotros ya nos ha fascinado: así podemos devolver la vitalidad a esa fe cristiana transmitida a lo largo de generaciones y cuyas huellas aun son perceptibles en la sociedad española. El congreso de Evangelización es un punto de partida valioso desde el que podemos ir más allá; es una oportunidad que no debemos dejar pasar si de verdad creemos que el Evangelio es lo mejor que cabe ofrecer a un hombre.
... «A medida que pasan sobre mí los años, se me impone con más fuerza esta evidencia: que un cristiano no es nada sin Cristo, incluso humanamente, incluso a la mirada de los hombres, y que el don inimaginable que hemos recibido sin haber hecho absolutamente nada para merecerlo, tiene como contrapartida terrible que al traicionarlo caemos por debajo de los hombres más mediocres, que nos volvemos monstruos, en el sentido etimológico del término. Si los cristianos sintieran profundamente esta tremenda verdad, ya no tendrían la tentación de despreciar a los incrédulos, de dividir la especie humana en dos partes, los Buenos y los Malos, colocándose naturalmente en la primera. Comprenderían que el privilegio inaudito que les ha sido conferido les prohíbe el erigirse, con demasiada facilidad, en jueces de aquellos a los que, por una injusticia aparente pero desgarradora, ese privilegio les ha sido negado (...). La mayor desgracia de este mundo, la gran miseria de este mundo no es que haya impíos sino que nosotros seamos unos cristianos tan mediocres: y yo temo cada día más que seamos nosotros los que perdamos al mundo, que seamos nosotros los que atraigamos sobre él la ira. ¡Qué locura el pretender justificarnos presumiendo con orgullo de poseer la verdad, la verdad plena y viva, la verdad que libera y que salva! ¿De qué nos sirve, si esa verdad es estéril en nuestras manos, si nosotros nos agazapamos miserablemente a la defensiva detrás de una especie de Línea Maginot enrizada de prohibiciones y entredichos? ¡Como si no tuviéramos nada más que hacer que guardar la Ley, cuando nuestra vocación natural y sobrenatural es cumplirla!
GEORGES BERNANOS
(Cristiandad Francesa. 1941)
* Editado en Cuadernos Nueva Tierra N.1
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