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Huellas N.0, Diciembre 1985

IGLESIA

Más allá de sus conclusiones

Javier Prades

A mediados de Septiembre se celebraba en Madrid el Congreso «Evangelización y hombre de hoy», promovido y asumido por la Conferencia Episcopal y la CONFER masculina y femenina. Este dato, más la presencia de 1.500 congresistas, representantes de las estructuras diocesanas de pastoral y los grupos apostólicos de toda España, le conceden en estos momentos el rango de un acontecimiento central en la Iglesia española.
Sus cuatro ponencias, más las aportaciones de los nueve sectores de trabajo son, pues, un punto de referencia obligado para los cristianos españoles, que podemos
contemplar, de un vistazo, la situación de buena parte de la Iglesia a la que pertenecemos. Con el sosiego que permite el paso del tiempo volvemos sobre las conclusiones del Congreso, para comentarlas, centrándonos en las conclusiones y no en el texto de las ponencias por ser aquellas el «rostro visible» del Congreso.


- Los puntos en que se han resu­mido las cuatro ponencias reflejan una extraña ambigüedad que va­mos a tratar de expresar.
Por un lado no cabe duda de que el Evangelio sigue vivo en Es­paña a los casi dos mil años de su primer anuncio. La transmisión vi­va de la fe durante generaciones nos permite hoy a nosotros seguir confesando a Jesucristo. Y, aún más, el Espíritu Santo continúa alentando las iniciativas y los es­fuerzos generosos de tantos grupos e instituciones cristianas que hoy contribuyen a propagar el Evange­lio en España y en los países a los que se dirige nuestra acción evan­gelizadora.
A tenor de lo que se desprende de la salud espiritual necesaria para reconocer sus limitaciones y de­sear una conversión continua, que la transforme en una mediadora fiel de la Buena Nueva. Por eso, no pueden sino llenarnos de alegría los grandes propósitos del Congreso: conocer en profundidad el contexto social y humano del hombre a evangelizar; precisar los rasgos de la acción evangelizadora; reconocer el papel de la Igle­sia evangelizadora y evangelizada; proclamar las exigencias de la evangelización en la España ac­tual.
¿De dónde procede, pues, la ambigüedad? A nuestro modo de ver el motivo fundamental es que no se han acertado a expresar las posibilidades reales que la refle­xión cristiana sobre el hombre y la Iglesia ofrece a nuestros contem­poráneos; en primer lugar a los creyentes y a continuación a demás hombres.
La Sagrada Escritura leída en la tradición viviente de la Iglesia nos permite ir más lejos, más allá de estas conclusiones, devolviendo a los cristianos la confianza en la verdad de la que viven y que quieren anunciar. Solo así se pueden superar las vacilaciones del documento final, que busca un equilibrio poco logrado entre las preten­siones radicales del Evangelio y un cierto «complejo» todavía ante la modernidad.
A los españoles de finales del si­glo XX, la cultura dominante, (radical-burguesa), es incapaz de ofrecerles las certezas sobre las que todo hombre desea construir su proyecto de vida. Son grandes los valores de nuestro tiempo y, como tales, es posible reconocerlos con alegría en todos los gestos de la humanidad que presenciamos en nuestra vida familiar, social y cul­tural. Sin embargo, aparecen a menudo desconexos, desorienta­dos, ajenos a un verdadero proyec­to para la vida. No se encuentran fácilmente las bases que permitan aprovechar a fondo los destellos de esa vida mejor con la que muchos sueñan un poco resignadamente, en la oscura conciencia de que no la van a alcanzar.
Cuando se trata de ofrecer esas certezas por las que un hombre asume compromisos y empeña su vida persiguiendo un ideal, la cul­tura dominante se muestra impotente, atrapada en sus propias con­tradicciones, incapaz de ilusionar a ninguno de sus consumidores, a los que abandona a la primera dificultad. Un recorrido a vuela plu­ma por el mundo de los jóvenes (universitarios o trabajadores, vo­tantes de derecha o izquierda) nos confirma nuestras apreciaciones: un sueldo para gastar -desconec­tado del trabajo como medio de autorrealización-, una mínima estabilidad afectiva y tiempo libre componen el panorama habitual de muchos de nuestros compañeros de clase o de trabajo. Y no pa­rece que en este punto la edad aporte mejoras sustanciales.
El conocimiento más profundo de este hombre, de su nobleza y sus pequeñeces, nos tiene que lle­var inmediatamente a recoger cuanto de bueno existe en nuestra sociedad y reconstruirlo a la medi­da del hombre que es Jesucristo. El nos ofrece un proyecto humano de una envergadura tal que sus verdaderas dimensiones nos hacen enmudecer de admiración y agra­decimiento. La vida tiene sentido. Jesucristo le dota de sentido en to­dos sus aspectos luminosos y oscu­ros, y hay que proclamarlo a los cuatro vientos. Con la humildad de quien se sabe imperfecto y pe­cador, pero con la osadía de quien sabe a qué Señor sirve. En esta so­ciedad, en la que ya no es posible imponer la fe, y ante estos hom­bres afectados por un «síndrome» de horizontes recortados, propo­nemos una vida distinta, más exi­gente quizá, pero superabundante en su humanidad. Y lo podemos hacer con claridad, sin velar la es­candalosa novedad del Evangelio.

- En un mundo saturado de pala­bras y de vuelta de cuanto suene a ideologías, los cristianos no vemos modo de sacar partido a la reali­dad que puede ayudar a los hom­bres, porque es la que nos ayuda a nosotros: la Iglesia. Sin lugar a du­das, hemos cometido errores y he­mos dado pie a muchas páginas negras de la Historia, en España y en el mundo, pero no podemos por esos quedar paralizados en una cadena interminable de excu­sas y peticiones de perdón (de efi­cacia más que dudosa por otro la­do). Nuestra experiencia de la Iglesia es gozosa; nos constituye en lo que somos hasta el punto de que no podemos reconocernos si­no en ella. Nuestra fe, el conoci­miento de Jesucristo a que hemos aludido antes, no es invento nuestro; lo hemos recibido de la Iglesia y en ella lo verificamos diariamen­te. Sin necesidad de ocultar sus deficiencias -dolorosas siem­pre- sabemos que no podemos sobrevivir alejados de su vida, que se remonta a los Apóstoles y al mismo Señor. Eso que nosotros ya hemos comprobado, eso mismo es lo que queremos ofrecer: el segui­miento de Cristo que sólo es ple­namente visible por su escandalosa concreción en una Iglesia pecado­ra.
Decían les Santos Padres que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo ex­tendido y derramado en el mun­do. Hoy somos nosotros quienes asumimos la tarea de hacerlo pre­sente ante los españoles. Las pro­porciones de ese empeño nos po­drían abrumar si trabajásemos en una obra nuestra, pero no es así. No estamos empeñados en un eti­cismo sin sentido; hemos recibido gratis la vida nueva de Jesucristo, una vida que siempre es anterior y mayor que nuestros esfuerzos. Esa es la experiencia manifestada en la Iglesia, cuyas estructuras visibles, jerárquicas y sacramentales, son el cauce donde nos recibimos a noso­tros mismos en la obediencia. No «vendemos» en primer lugar acciones -que nos son imprescindi­bles- sino un modo de concebirse a sí mismo y a los demás a la luz de Jesucristo en la comunión con los demás hermanos. Si nosotros ha­cemos esa experiencia lo demás vendrá con la creatividad y la ori­ginalidad con que tantos cristianos ya contribuyeron a edificar la his­toria de la humanidad en todo el mundo.

- Algunas consecuencias prácticas de cara a la evangelización pode­mos deducir de todo esto. En una situación de crisis como la que he­mos descrito, la mayor parte de las corrientes de pensamiento tienden a separar y oponer la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Dios mientras que la Iglesia, siguiendo a Jesucristo, trata de unirlas de for­ma profunda: su proyecto permite a todo hombre encontrar lo más verdadero de sí mismo.
Nuestro esfuerzo debe perse­guir una inculturación de la fe por la que el Evangelio transforma los criterios de juicio, los valores de­terminantes y los modos de vida de nuestra sociedad, de suerte que el acontecimiento de Cristo siga ofreciendo el sentido y la orienta­ción de la existencia a la sociedad industrial avanzada. Sin miedo al papel, incluso público, que los cristianos pueden desarrollar para la promoción del hombre. Con confianza en la fuerza unitiva y re­conciliadora de la verdad, realiza­da en la caridad.
Faltaríamos a nuestra misión si no luchásemos por conseguir que las estructuras sociales se vuelvan más respetuosas con los valores éti­cos que reflejan la verdad sobre el hombre. Y en ese esfuerzo no po­demos desaprovechar ninguna de las posibilidades a nuestro alcance: presencia en las estructuras sociales y políticas y creación de todo tipo de obras e iniciativas cristianas en la que se manifieste la expresión original y creativa de la fecundi­dad del amor cristiano.
Con paciencia, sin buscar lo­gros espectaculares, y con humil­dad, atentos a cuanto nos puedan sugerir los hombres de todo signo, fiados en la verdad de la propuesta que a nosotros ya nos ha fascina­do: así podemos devolver la vitali­dad a esa fe cristiana transmitida a lo largo de generaciones y cuyas huellas aun son perceptibles en la sociedad española. El congreso de Evangelización es un punto de partida valioso desde el que pode­mos ir más allá; es una oportuni­dad que no debemos dejar pasar si de verdad creemos que el Evange­lio es lo mejor que cabe ofrecer a un hombre.

... «A medida que pasan so­bre mí los años, se me impone con más fuerza esta evidencia: que un cristiano no es nada sin Cristo, incluso humanamente, incluso a la mirada de los hom­bres, y que el don inimagina­ble que hemos recibido sin ha­ber hecho absolutamente nada para merecerlo, tiene como contrapartida terrible que al traicionarlo caemos por debajo de los hombres más mediocres, que nos volvemos monstruos, en el sentido etimológico del término. Si los cristianos sintie­ran profundamente esta tre­menda verdad, ya no tendrían la tentación de despreciar a los incrédulos, de dividir la especie humana en dos partes, los Bue­nos y los Malos, colocándose naturalmente en la primera. Comprenderían que el privilegio inaudito que les ha sido conferido les prohíbe el erigir­se, con demasiada facilidad, en jueces de aquellos a los que, por una injusticia aparente pe­ro desgarradora, ese privilegio les ha sido negado (...). La ma­yor desgracia de este mundo, la gran miseria de este mundo no es que haya impíos sino que nosotros seamos unos cristianos tan mediocres: y yo temo cada día más que seamos nosotros los que perdamos al mundo, que seamos nosotros los que atraigamos sobre él la ira. ¡Qué locura el pretender justificarnos presumiendo con orgullo de poseer la verdad, la verdad ple­na y viva, la verdad que libera y que salva! ¿De qué nos sirve, si esa verdad es estéril en nuestras manos, si nosotros nos agaza­pamos miserablemente a la de­fensiva detrás de una especie de Línea Maginot enrizada de pro­hibiciones y entredichos? ¡Co­mo si no tuviéramos nada más que hacer que guardar la Ley, cuando nuestra vocación natu­ral y sobrenatural es cumplirla!

GEORGES BERNANOS
(Cristiandad Francesa. 1941)
* Editado en Cuadernos Nueva Tierra N.1

 
 

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