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Huellas N.0, Diciembre 1985

VIDA DE CL

CL y el Concilio/1

El objeto del presente artículo es el intento de formalizar en términos sistemáticos y críticos la conexión entre la conciencia eclesial del Concilio Vaticano II y la conciencia vivida en nuestro Movimiento, en su presencia, en la realidad contemporánea. La primera parte pretende ilustrar la existencia de una sintonía de fines entre el Concilio y CL. La segunda nos mostrará como la eclesiología conciliar es fundamento adecuado para la educación a la fe en CL. La tercera parte examinará algunos ejemplos significativos -en concreto tres- del modo con que CL ha asimilado la propuesta conciliar.
Si un movimiento eclesial es un modo de «autorrealización de la Iglesia» (Juan Pablo II en la Santa Misa a los participantes en el Congreso «Movimientos en la Iglesia», 27 de septiembre de 1981) entonces, con la medida de su autenticidad católica, éste es parte de la tradición eclesial viva y es actuación del Magisterio, y por lo tanto, inevitablemente lugar interpretativo de éste. Pero de un modo más profundo y más comprensivo, vivir el Magisterio es ser iluminados de forma que más que ser intérpretes, es ser valorados y juzgados por él. Por lo tanto nos preguntamos sobre el Concilio en la vida de CL, pero aún más profundamente sobre CL en el acontecimiento de la Iglesia y del propio Concilio.


SINTONÍA DE FINES ENTRE LA PROCLAMACIÓN DEL CONCILIO Y EL NACIMIENTO DE CL.
QUIEN encuentre la realidad de CL, profundice en su método, indague sus fuentes y sus instrumentos y a la vez compare sus lí­neas maestras con los principales re­sultados del Concilio, se sorprende­ría por la profunda sintonía que se da. Si además, el estudioso intere­sado reflexionase sobre el hecho de que la estructura metodológica del movimiento ha sido construida en­tre los años 1959 y 1964 (cfr. en la edición castellana: L. GIUSSANI, «Huellas de experiencia cristiana», edic. Encuentro, Madrid, 1978), captaría inmediatamente las fre­cuentes consonancias y la profunda sintonía; tanto, que podría ha­blarse de un auténtico ejemplo de anticipación del Concilio. Entendá­monos: CL ha sido y es esencial­mente una pedagogía; por consi­guiente, no cabe dentro de sus fi­nes fundamentales una sistemática elaboración teológica en cuanto tal (que sería tal vez tarea de algunos de sus miembros). En este sentido, CL no ha preparado el Concilio, si­no que ha aprendido del Concilio; pero en cuanto lugar de educación a la fe y a la Iglesia, éste no puede no vivir de una teología y de una doctrina germinalmente contenidas en la fe misma. En este sentido, no nos parece exagerado afirmar que CL representa una experiencia ecle­sial en profunda comunión con los intentos y la doctrina del concilio.
Para el movimiento, el Conci­lio no fue tan sólo un fenómeno de actualidad profundamente signifi­cativo para la Iglesia y para el mun­do (Milano Studenti, la revista mensual de Gioventú Studentesca, -este era entonces el nombre del movimiento- ha seguido el acon­tecimiento conciliar a través de cró­nicas, estudios, entrevistas a Padres y expertos del Concilio. En aque­llos años CL promovió conferencias y debates sobre la marcha de los tra­bajos del Concilio, con la partici­pación de protagonistas directos) sino que fue ante todo, como tiene que ser, una expresión normativa de entre las más elevadas del Ma­gisterio.
Conscientes de esto, CL desde los años 70, se preocupó ante todo de vivir el Concilio a través de la profundización, incluso crítica y re­flexiva, en su propia experiencia, la cual conlleva, como uno de los pi­lares de referencia viva, el recono­cimiento de la autoridad de la Igle­sia, y de modo particular del Con­cilio mismo, y fue sólo después cuando ha desarrollado también una lectura sistemática y crítica de los mismos textos conciliares.
Este criterio de comprensión del Concilio, era, además, particular­mente indicado para el Vaticano II, que se ha definido claramente co­mo un concilio pastoral; en efecto, fue un acontecimiento cuyos resul­tados, además de haber sido indu­dablemente ricos en contenido dogmático, fueron concebidos en función de una renovación de la propia vida cristiana más que de sus contenidos doctrinales. Así, dijo Pablo VI en el discurso de clausura de la Asamblea Conciliar: «... el Concilio, más que de divinas ver­dades, se ha ocupado principal­mente de la Iglesia, de su natura­leza, de su composición, de su vo­cación ecuménica, de su actividad apostólica y misionera».
Sin embargo, la línea progra­mática del Concilio fue presentada por Juan XXIII en el solemne dis­curso de apertura: «El gran proble­ma que se plantea el mundo, des­pués de casi dos mil años, perma­nece inmutable. El Cristo siempre resplandeciente en el centro de la histona y de la vida; los hombres, o están con Él y con su Iglesia y en­tonces gozan de la luz, de la bon­dad, del orden y de la paz; o están sin Él o en contra de Él y delibera­damente contra su Iglesia: enton­ces se convierten en motivo de con­fusión, causando asperezas en las relaciones humanas y continuos pe­ligros de guerras fratricidas». A la luz de este pasaje se comprende bien la principal afirmación metodológica del Vaticano II: «El mundo, en efecto, necesita de Cristo y es la Iglesia quien debe llevar Cristo al mundo» (Radio Mensaje, 11 de sep­tiembre de 1972).
Pablo VI retoma este criterio de los comienzos del Concilio en su discurso de clausura para mostrar cómo el Concilio lo ha realizado: «¿Podemos nosotros decir que he­mos dado gloria a Dios, que hemos buscado su conocimiento y su amor, que hemos progresado en el esfuerzo de su contemplación, en el ansia de su celebración y en el ar­te de su proclamación a los hom­bres que nos miran a nosotros co­mo a los pastores y a los maestros en los caminos de Dios? Nosotros creemos sinceramente que sí». (Dis­curso de clausura, 7 de diciembre de 1965).
Y, más adelante, en el mismo discurso: «... Quizá nunca como en esta ocasión la Iglesia ha percibido la necesidad de conocer, acercarse, comprender, penetrar, servir y evangelizar a la sociedad circundan­te... ».
La urgencia de hacer presente a Cristo en la historia para que sea testimoniada su total visibilidad también a las puertas del año 2000, describe en modo completo la ra­zón que ha dado origen y a partir de la cual ha crecido la realidad de CL. Reflexionando sobre el origen del movimiento, el P. Giussani di­jo en 1976: «Nuestro intento ha na­cido como respuesta a esta situación de crisis y de ausencia de los cris­tianos en los ámbitos más vivos y concretos, ámbitos en los que trans­curre la propia existencia de la gran mayoría de las personas -incluidos los cristianos-; ha crecido como vuelta a esa situación (en la medi­da de nuestras fuerzas) en la que se observaba la solapada autoelimina­ción de los mismos cristianos de la vida pública, de la cultura, de las realidades populares, entre los aplausos animadores y el cordial consenso de las fuerzas políticas y culturales que intentaban así susti­tuirles en la escena de nuestro país».
Metodológicamente CL se explica por completo, ya desde su co­mienzo, en esta necesidad de pre­sencia que incide sobre los hombres y sobre la historia. Presencia que se apoya sobre un triple fundamento esencial: el acontecimiento de Cris­to centro y clave para la compren­sión del hombre y de la historia; la Iglesia como el método elegido por Cristo para su prolongación en la historia y para hacerse así encontra­ble por los hombres; la unidad sen­siblemente manifiesta de los cristia­nos en cada ambiente (situación de vida) como suprema norma peda­gógica. La insustituible centralidad del encuentro con Cristo, como acontecimiento resolutivo de sí y del cosmos, recorre toda la historia del movimiento. Ya en 1960, el pa­dre Giussani escribía en un párrafo titulado, «el Acontecimiento», en su libro Huellas de experiencia cristiana
«El encuentro histórico con este hombre constituye el encuen­tro con el punto de vista resolutivo y clarificador de la experiencia hu­mana»; y, recientemente, en un en­cuentro de universitarios al recordar sus primeros pasos en el Instituto de Enseñanza Media Berchet de Mi­lán, donde la idea de movimiento que en él había tomado forma ya desde el período del seminario em­pezó a concentrarse, volvía a repetir como todavía hoy fuera central el acontecimiento del encuentro con Cristo: «Lo que me determina­ba era la conciencia de ese aconte­cimiento. Lo que yo aprobaba su­biendo aquellas escaleras o entran­do en aquella clase la primera vez era la memoria de un aconteci­miento que se hacía presente en mí a través de cualquier cosa que yo hi­ciese: citando a Leopardi, o en al­gún momento usando explícita­mente las palabras de Cristo».
¿Cómo puede repetirse hoy, después de 2000 años el encuentro con el acontecimiento de Cristo? «La comunidad de la Iglesia es (...) el rostro que la realidad de Cristo asume en nuestra vida (...) para re­hacer en nuestra existencia la expe­riencia de Dios en este mundo, de­bemos vivir la experiencia de la co­munidad cristiana, es decir, la Igle­sia» (Huellas... , pág. 108-109). Pe­ro en CL esta visión de la Iglesia co­mo método de encuentro con Cris­to no se queda en una afirmación de principio, sino que se convierte en el supremo criterio pedagógico: «hacer presente la Iglesia en cada ambiente:
esta es la norma supre­ma de método cristiano» (Hue­llas... , pág. 97).

LA ECLESIOLOGÍA CONCILIAR Y LA EDUCACIÓN A LA FE EN EL MOVIMIENTO
Esta profunda convergencia en­tre las motivaciones de CL y de la asamblea conciliar, aún siendo de extrema importancia, representa to­davía un hecho de carácter dema­siado general para decidir sobre la conciliaridad del movimiento o, más aún, de su anticipación al Va­ticano II. Es necesario profundizar más en los textos conciliares y en la metodología pedagógica de CL pa­ra justificar una afirmación de tal importancia. La dirección de esta profundización no puede menos que partir de lo que se considera el núcleo central de la enseñanza con­ciliar, es decir, la eclesiología: la autoconciencia de la Iglesia que el Concilio tiene. Una investigación cuidadosa de los textos conciliares, en particular del que puede ser, jus­tamente considerado como la Car­ta Magna del Vaticano II, la cons­titución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, revela una con­cepción de la Iglesia articulada y compleja. Os remitimos a estudios serios que se han hecho sobre la Lu­men Gentium ya que desde aquí va­mos a trazar un cuadro sintético sola­mente. Cinco categorías intervienen en la definición de Iglesia que el Concilio ha elaborado en la Lumen Gentium. Son: Misterio, Sacra­mento, Cuerpo, Pueblo, Comu­nión.
¿Cómo participan estos cinco factores en la definición de Iglesia? Se puede decir que la Iglesia tiene su génesis en el Misterio entendi­do en sentido paulino. En él está descrita la iniciativa de Dios en su relación con el hombre. El Miste­rio que comienza con la Alianza es­tablecida entre Dios y Abraham y, los patriarcas, y que el mismo Dios renueva con los profetas, se cum­ple en Cristo, en particular en su muerte y en su resurrección, Lumen Gentium (L.G.) 1-3. ¿Cómo este Misterio atraviesa el tiempo y la his­toria y llega hasta nosotros? El Concilio responde mediante la Igle­sia. Se debe tener en cuenta que a la palabra Misterio, en este caso, se le ha quitado todo significado puramente especulativo. Aquí el Mis­terio describe la iniciativa real de Dios en Jesucristo, inconcebible por parte del hombre, inconcebible en­tonces en sus ritmos profundos, pe­ro iniciativa concreta y tangible. La Iglesia nos permite «incorporarnos», por usar una palabra muy impor­tante y querida por el Concilio, al Misterio de Cristo a través de su ser Sacramentado. Ella es, de hecho «... en Cristo como un Sacramento o signo o instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad con todo el género humano» (L. G., 1). La categoría de «Sacramento» es uti­lizada aquí en su significado técni­co como signo eficaz. Un poco des­pués (L.G., 7) se especifica que a través de la fe, el bautismo (y to­dos los sacramentos), la comunión y el «régimen eclesiástico» ( es decir, la estructura jerárquica y autoriza­da de la Iglesia) el hombre realiza una participación eficaz al misterio de la salvación operado por Cristo con su muerte y su resurrección (L.G. 14). Esta salvación, que es pa­ra todos, encuentra en la Iglesia el signo y el instrumento eficaz que la realiza. ¿ Pero cómo se realiza esta pertenencia a la Iglesia? La cate­goría de «Cuerpo» (L.G., 7) está lla­mada a dar razón en profundidad de esta pertenencia. Para describir la realización de la dinámica sacra­mental de la Iglesia el Concilio usa la palabra «incorporar» (L. G., 14), es decir, asumirse en el cuerpo. De hecho, cuando el fiel se convierte, a todos los efectos en miembro del Cuerpo, participa exhaustivamen­te de la íntima comunión con Je­sucristo que genera su salvación.
Por tanto, sólo en la idea de la Iglesia como Cuerpo de Cristo se explica en profundidad la función del Sacramento del Misterio propio de la Iglesia.
Por otro lado, el Concilio ha da­do un gran peso al tema bíblico del Pueblo de Dios (L.G. 9, 12, 13, 17) para describir la realidad de la Igle­sia. ¿Cómo se relacionan estas dos nociones en el texto conciliar? Ha habido quien ha visto en el peso dado a la categoría de Pueblo de Dios, el intento de reducir la im­portancia de la definición de Igle­sia como Cuerpo de Cristo.
Esta última, según algunos in­térpretes; a causa de un cierto condicionamiento histórico, acababa dando demasiado relieve al aspec­to visible de la Iglesia católica arries­gándose así a sacrificar la dimensión más profunda. De hecho, todos los intérpretes del Concilio coinciden en afirmar que el esquema elabo­rado por la Comisión preparatoria contenía una gran referencia al Mystici Corporis que después, a medida que avanzaba el debate, fue progresivamente reducido pa­ra resaltar más el tema del Pueblo de Dios. Sustancialmente, sin em­bargo, una lectura más detallada que la que se nos ha permitido has­ta ahora, a veinte años de la aper­tura del Concilio, muestra la nece­sidad de que estos dos aspectos se mantengan unidos si se quiere sal­var la comprensión adecuada del Misterio de la Iglesia.
De hecho, si es mediante su in­corporación en el Cuerpo como el hombre participa en la salvación, nada impide mirar a la vida de es­te Cuerpo místico a través del mo­do con que se realiza concretamente en la historia. La realidad del nue­vo Pueblo de Dios muestra en este caso cómo la Iglesia, germen e ini­cio del Reino (L. G., 5) genera en la historia un movimiento hacia el acontecimiento constitutivo de es­te último: la muerte y la resurrección de Cristo, raíz de toda salva­ción. Toda la humanidad, enton­ces, aparece en movimiento hacia este núcleo central y resistente de la historia, del cual la Iglesia es Sacramento visible: a ella, que sub­siste plenamente, sólo en la Iglesia Católica (L. G., 8) pertenecen aque­llos que mediante la fe, los sacra­mentos, la comunión y la asunción plena del «régimen eclesiástico» son miembros efectivos. Incluso todos los hombres que se nos oponen explícitamente están ordenados a es­ta solución (L. G., 14).
Volviendo a los importantes pá­rrafos de L.G. 14-16, muchos teó­logos han mostrado la relevancia ecuménica de la noción de Pueblo de Dios, aunque pocos se han preo­cupado de fundamentar con refle­xiones genuinamente dogmáticas la unión entre Pueblo y Cuerpo en re­lación a Cristo, definido por el Concilio como jefe de los dos (L.G., 7 y L. G., 9). Esto habría permitido la recuperación de los datos de la más auténtica reflexión magistral y teológica. Entre estos últimos se debe recordar los bri­llantes intentos del cardenal Rat­zinger, de Bouyer y de Pagé.
La noción conciliar de Comu­nio, también de derivaciones bíbli­ca y patrística, documenta en el pla­no de la vida de la Iglesia, en cada una de sus formas, universal y par­ticular, el espesor de novedad al que está llamado el pueblo de Dios (L.G. 4). «Comunión» posee, según el texto conciliar, una pluralidad de significados. De hecho, representa un vínculo de unidad que se reali­za a diversos niveles en la Iglesia: entre sus diversos miembros, entre las distintas naciones que compo­nen el nuevo y único Pueblo de Dios, entre quien ejercita las diver­sas funciones en la Iglesia, entre las iglesias particulares y la Iglesia uni­versal, en particular entre el Cole­gio de los Obispos y la cátedra de Pedro. Pero todos estos niveles, que el Concilio se propone indicar (L.G. 13), exponen el único y gran signi­ficado de la comunión eclesial: el cristiano es un pueblo cuyos miem­bros «teniendo en común a Cristo muerto y resucitado» están llama­dos a una unidad profunda que ge­nera el libre compartir de todo re­curso material y espiritual, en vista del crecimiento dé la fe en el mun­do, según la invitación de Cristo: «para que el mundo crea» (Jn 17).
(continuará en el próximo número)

(*) (Por Angelo Scola. Relación conclusiva del Convenio «Realizar el Concilio. La contribución de Co­munión y Liberación»; Roma, 2-3 de octubre de 1982).



DE LUBAC: PROFUNDIZAR LA LUMEN GENTIUM
¿Hubo realmente una coincidencia singular en la Tradición Católica en los padres conciliares?
El signo más importante de la voluntad del Concilio de volver a las fuentes vivas de la Tradi­ción Católica vendrá dado, en la misma primera se­sión, por la elaboración de la Lumen Gentium, ver­dadera columna vertebral de toda la obra conciliar. De esta constitución se ha hablado mucho, se ha escrito mucho, se han hecho mil y un intentos de interpretar «su espíritu». Pero he tenido que cons­tatar siempre que aquellos que la habían leído (ín­tegramente) eran pocos, y muy pocos los que la ha­bían estudiado (en su conjunto y de cerca).

En boca del cardenal De Lubac es una afirma­ción muy grave ¿Puede indicar algún ejemplo?
¡Cuántas veces se ha repetido que, contraria­mente a la antigua concepción «jerárquica» y «sa­cral» de la Iglesia, el Concilio inauguraba una suerte de nouvelle Eglise, poniendo en la base -al co­mienzo de la Lumen Gentium- a los laicos, es de­cir, al «pueblo de Dios»! Sin embargo, si abro la constitución conciliar leo: «Capítulo primero: El Mi­nisterio de la Iglesia» es un reclamo decisivo de la autenticidad de la Tradición, que corta el camino a todo intento de secularización, de politización, de democratización; se explica, entre otras cosas, que no puede darse ninguna definición adecuada de aquel misterio, que uno puede aproximarse a él sólo desde diversos lados, con imágenes, con las analogías de la Sagrada Escritura; algunas imáge­nes viven citadas y el texto se detiene un poco en aquella de «Cuerpo de Cristo». Sigue el «Capítulo segundo: el pueblo de Dios». Otra vez se trata de una analogía que el Concilio pone en evidencia por­que completa la imagen del Cuerpo de Cristo, subrayando mejor la idea de que este Cuerpo está en crecimiento; en otras palabras, que hay una «his­toria de salvación». Pero como el Cuerpo de Cristo no es un cuerpo carnal, entonces esta historia no es la historia profana; por otra parte, si la analogía del pueblo está tomada del Antiguo Testamento, el sentido del término ha cambiado: el Pueblo de Dios, que es la Iglesia -:-«nuevo Israel, pueblo de la Nueva Alianza»- no aparece ya ligado a nacio­nes. y estados, o regímenes temporales. Entonces, esta analogía no es ya una definición, sino un sur­co privilegiado a través del cual se acerca, desde la fe, el centro del Misterio. El capítulo tercero expo­ne la estructura visible de esta Iglesia, pueblo en camino hacia la eternidad; estamos en «la consti­tución jerárquica de la Iglesia y especialmente en el episcopado», que completa el Vaticano I, brus­camente interrumpido por la guerra, casi un siglo antes.
Y, por fin, el «Capítulo cuarto: los laicos»: este retraso no es signo de menor estima, al contrario: el laico cristiano no puede ser comprendido en to­da su dignidad si no se conoce primero el verdade­ro significado de esa realidad misteriosa y única que es la Iglesia, realidad que puede ser comprendida mejor si se lee después el «Quinto capítulo: la vo­cación universal a la santidad de la Iglesia». Acaba aquí mi ejemplo. La sucesión el los últimos capí­tulos de la constitución mostraría todavía mejor que la Lumen Gentium es un texto fuertemente estruc­turado, que es necesario leerlo entero para com­prenderlo a fondo. Quiera el cielo que todos aquellos que la evocan en cada instante la lean al me­nos por fragmentos.
(De la entrevista realizada por Angelo Scola para la Revista 30­Giorni, n.0 7 /85)

RATZINGER: ALGUNOS FRUTOS DEL CONCILIO
I. LA IGLESIA EN EL MUNDO
El Vaticano II tenía razón al proporcionar una revisión de las relaciones entre Iglesia y mundo. Existen valores que, aunque hayan surgido fuera de la Iglesia, pueden encontrar -debidamente purificados y corregidos- un lugar en su vi­sión. En estos últimos años se ha hecho mucho en este senti­do. Pero demostraría no cono­cer ni a la Iglesia ni al mundo quien pensase que estas dos rea­lidades pueden encontrarse sin conflicto y llegar a mezclarse sin más.
¿Propone acaso volver de nuevo a la antigua espiritualidad de «oposición al mundo?
«No son los cristianos los que se oponen al mundo. Es el mundo el que se opone a ellos cuando se proclama la verdad sobre Dios, sobre Cristo y so­bre el hombre. El mundo se re­bela siempre que al pecado y a la gracia se les llama por su propio nombre. Superada ya la fase de «aperturas» indiscrimina­das, es hora de que el cristiano descubra de nuevo la concien­cia responsable de pertenecer a una minoría y de estar con fre­cuencia en contradicción con lo que es obvio, lógico y natural para aquello que el Nuevo Tes­tamento llama -y no ciertamente en sentido positivo- «es espíritu del mundo». Es tiempo de encontrar de nuevo el cora­je del anticonformismo, la capa­cidad de oponerse, de denunciar muchas de las tendencias de la cultura actual, renunciando a cierta eufórica solidaridad pos-conciliar».

II. LA LITURGIA Y EL ARTE
«La liturgia no es un show, no es un espectáculo que necesite directores geniales y actores de talento. La liturgia no vi­ve de sorpresas «simpáticas», de ocurrencias «cautivadoras», si­no de repeticiones solemnes. No debe expresar la actualidad, el momento efímero, sino el misterio de lo Sagrado. Muchos han pensado y dicho que la li­turgia debe ser «hecha» por to­da la comunidad para que sea verdaderamente suya. Es ésta una visión que ha llevado a medir el «resultado» de la liturgia en términos de eficacia especta­cular, de entretenimiento. De este modo se ha dispersado el propium litúrgico, que no pro­viene de lo que nosotros hacemos, sino del hecho de que aquí acontece Algo que todos noso­tros juntos somos incapaces de hacer. En la liturgia opera una fuerza, un poder que ni siquie­ra la Iglesia entera puede con­ferirse: lo que en ella se mani­fiesta es lo absolutamente Otro que, a través de la comunidad (la cual no es dueña, sino sier­va, mero instrumento), llega hasta nosotros».

III. LA ESPERANZA DE LOS MOVIMIENTOS
Lo que a lo largo y ancho de la Iglesia universal resuena con tonos de esperanza -y esto sucede justamente en el corazón de la crisis de la Iglesia en el mundo occidental- es la flora­ción de nuevos movimientos que nadie planea ni convoca y surgen de la intrínseca vitalidad de la fe. En ellos se manifiesta -muy tenuemente, es cierto- ­algo así como una primavera pentecostal de la Iglesia».
Todos estos movimientos plantean algunos problemas y comportan mayores o menores peligros. Pero esto es connatu­ral a toda realidad viva. Cada vez encuentro más grupos de jó­venes resueltos y sin inhibicio­nes para vivir plenamente la fe de la Iglesia y dotados de un gran impulso misionero. La intensa vida de oración presente en estos Movimientos no impli­ca un refugiarse en el intimismo o un encerrarse en una vi­da «privada». En ellos se ve sim­plemente una catolicidad total e indivisa. La alegría de la fe que manifiestan es algo conta­gioso y resulta un genuino y espontáneo vivero de vocacio­nes para el sacerdocio ministerial y la vida religiosa».
Está forjándose una nueva generación de la Iglesia, qué contemplo esperanzado. Encuentro maravilloso que el Espíritu sea, una vez más, más poderoso que nuestros proyec­tos y juzgue de manera muy dis­tinta a como nos imaginába­mos. En este sentido, la reno­vación es callada, pero avanza con eficacia. Se abandonan las formas antiguas, encalladas en su propia contradicción y en el regusto de la negación, y está llegando lo nuevo. Cierto, ape­nas se le oye todavía en el gran diálogo de las ideas reinantes. Crece en el silencio. Nuestro quehacer -el quehacer de los ministros de la Iglesia y de los teólogos- es mantenerle abier­tas las puertas, disponerle el lugar.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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