El objeto del presente artículo es el intento de formalizar en términos sistemáticos y críticos la conexión entre la conciencia eclesial del Concilio Vaticano II y la conciencia vivida en nuestro Movimiento, en su presencia, en la realidad contemporánea. La primera parte pretende ilustrar la existencia de una sintonía de fines entre el Concilio y CL. La segunda nos mostrará como la eclesiología conciliar es fundamento adecuado para la educación a la fe en CL. La tercera parte examinará algunos ejemplos significativos -en concreto tres- del modo con que CL ha asimilado la propuesta conciliar.
Si un movimiento eclesial es un modo de «autorrealización de la Iglesia» (Juan Pablo II en la Santa Misa a los participantes en el Congreso «Movimientos en la Iglesia», 27 de septiembre de 1981) entonces, con la medida de su autenticidad católica, éste es parte de la tradición eclesial viva y es actuación del Magisterio, y por lo tanto, inevitablemente lugar interpretativo de éste. Pero de un modo más profundo y más comprensivo, vivir el Magisterio es ser iluminados de forma que más que ser intérpretes, es ser valorados y juzgados por él. Por lo tanto nos preguntamos sobre el Concilio en la vida de CL, pero aún más profundamente sobre CL en el acontecimiento de la Iglesia y del propio Concilio.
SINTONÍA DE FINES ENTRE LA PROCLAMACIÓN DEL CONCILIO Y EL NACIMIENTO DE CL.
QUIEN encuentre la realidad de CL, profundice en su método, indague sus fuentes y sus instrumentos y a la vez compare sus líneas maestras con los principales resultados del Concilio, se sorprendería por la profunda sintonía que se da. Si además, el estudioso interesado reflexionase sobre el hecho de que la estructura metodológica del movimiento ha sido construida entre los años 1959 y 1964 (cfr. en la edición castellana: L. GIUSSANI, «Huellas de experiencia cristiana», edic. Encuentro, Madrid, 1978), captaría inmediatamente las frecuentes consonancias y la profunda sintonía; tanto, que podría hablarse de un auténtico ejemplo de anticipación del Concilio. Entendámonos: CL ha sido y es esencialmente una pedagogía; por consiguiente, no cabe dentro de sus fines fundamentales una sistemática elaboración teológica en cuanto tal (que sería tal vez tarea de algunos de sus miembros). En este sentido, CL no ha preparado el Concilio, sino que ha aprendido del Concilio; pero en cuanto lugar de educación a la fe y a la Iglesia, éste no puede no vivir de una teología y de una doctrina germinalmente contenidas en la fe misma. En este sentido, no nos parece exagerado afirmar que CL representa una experiencia eclesial en profunda comunión con los intentos y la doctrina del concilio.
Para el movimiento, el Concilio no fue tan sólo un fenómeno de actualidad profundamente significativo para la Iglesia y para el mundo (Milano Studenti, la revista mensual de Gioventú Studentesca, -este era entonces el nombre del movimiento- ha seguido el acontecimiento conciliar a través de crónicas, estudios, entrevistas a Padres y expertos del Concilio. En aquellos años CL promovió conferencias y debates sobre la marcha de los trabajos del Concilio, con la participación de protagonistas directos) sino que fue ante todo, como tiene que ser, una expresión normativa de entre las más elevadas del Magisterio.
Conscientes de esto, CL desde los años 70, se preocupó ante todo de vivir el Concilio a través de la profundización, incluso crítica y reflexiva, en su propia experiencia, la cual conlleva, como uno de los pilares de referencia viva, el reconocimiento de la autoridad de la Iglesia, y de modo particular del Concilio mismo, y fue sólo después cuando ha desarrollado también una lectura sistemática y crítica de los mismos textos conciliares.
Este criterio de comprensión del Concilio, era, además, particularmente indicado para el Vaticano II, que se ha definido claramente como un concilio pastoral; en efecto, fue un acontecimiento cuyos resultados, además de haber sido indudablemente ricos en contenido dogmático, fueron concebidos en función de una renovación de la propia vida cristiana más que de sus contenidos doctrinales. Así, dijo Pablo VI en el discurso de clausura de la Asamblea Conciliar: «... el Concilio, más que de divinas verdades, se ha ocupado principalmente de la Iglesia, de su naturaleza, de su composición, de su vocación ecuménica, de su actividad apostólica y misionera».
Sin embargo, la línea programática del Concilio fue presentada por Juan XXIII en el solemne discurso de apertura: «El gran problema que se plantea el mundo, después de casi dos mil años, permanece inmutable. El Cristo siempre resplandeciente en el centro de la histona y de la vida; los hombres, o están con Él y con su Iglesia y entonces gozan de la luz, de la bondad, del orden y de la paz; o están sin Él o en contra de Él y deliberadamente contra su Iglesia: entonces se convierten en motivo de confusión, causando asperezas en las relaciones humanas y continuos peligros de guerras fratricidas». A la luz de este pasaje se comprende bien la principal afirmación metodológica del Vaticano II: «El mundo, en efecto, necesita de Cristo y es la Iglesia quien debe llevar Cristo al mundo» (Radio Mensaje, 11 de septiembre de 1972).
Pablo VI retoma este criterio de los comienzos del Concilio en su discurso de clausura para mostrar cómo el Concilio lo ha realizado: «¿Podemos nosotros decir que hemos dado gloria a Dios, que hemos buscado su conocimiento y su amor, que hemos progresado en el esfuerzo de su contemplación, en el ansia de su celebración y en el arte de su proclamación a los hombres que nos miran a nosotros como a los pastores y a los maestros en los caminos de Dios? Nosotros creemos sinceramente que sí». (Discurso de clausura, 7 de diciembre de 1965).
Y, más adelante, en el mismo discurso: «... Quizá nunca como en esta ocasión la Iglesia ha percibido la necesidad de conocer, acercarse, comprender, penetrar, servir y evangelizar a la sociedad circundante... ».
La urgencia de hacer presente a Cristo en la historia para que sea testimoniada su total visibilidad también a las puertas del año 2000, describe en modo completo la razón que ha dado origen y a partir de la cual ha crecido la realidad de CL. Reflexionando sobre el origen del movimiento, el P. Giussani dijo en 1976: «Nuestro intento ha nacido como respuesta a esta situación de crisis y de ausencia de los cristianos en los ámbitos más vivos y concretos, ámbitos en los que transcurre la propia existencia de la gran mayoría de las personas -incluidos los cristianos-; ha crecido como vuelta a esa situación (en la medida de nuestras fuerzas) en la que se observaba la solapada autoeliminación de los mismos cristianos de la vida pública, de la cultura, de las realidades populares, entre los aplausos animadores y el cordial consenso de las fuerzas políticas y culturales que intentaban así sustituirles en la escena de nuestro país».
Metodológicamente CL se explica por completo, ya desde su comienzo, en esta necesidad de presencia que incide sobre los hombres y sobre la historia. Presencia que se apoya sobre un triple fundamento esencial: el acontecimiento de Cristo centro y clave para la comprensión del hombre y de la historia; la Iglesia como el método elegido por Cristo para su prolongación en la historia y para hacerse así encontrable por los hombres; la unidad sensiblemente manifiesta de los cristianos en cada ambiente (situación de vida) como suprema norma pedagógica. La insustituible centralidad del encuentro con Cristo, como acontecimiento resolutivo de sí y del cosmos, recorre toda la historia del movimiento. Ya en 1960, el padre Giussani escribía en un párrafo titulado, «el Acontecimiento», en su libro Huellas de experiencia cristiana
«El encuentro histórico con este hombre constituye el encuentro con el punto de vista resolutivo y clarificador de la experiencia humana»; y, recientemente, en un encuentro de universitarios al recordar sus primeros pasos en el Instituto de Enseñanza Media Berchet de Milán, donde la idea de movimiento que en él había tomado forma ya desde el período del seminario empezó a concentrarse, volvía a repetir como todavía hoy fuera central el acontecimiento del encuentro con Cristo: «Lo que me determinaba era la conciencia de ese acontecimiento. Lo que yo aprobaba subiendo aquellas escaleras o entrando en aquella clase la primera vez era la memoria de un acontecimiento que se hacía presente en mí a través de cualquier cosa que yo hiciese: citando a Leopardi, o en algún momento usando explícitamente las palabras de Cristo».
¿Cómo puede repetirse hoy, después de 2000 años el encuentro con el acontecimiento de Cristo? «La comunidad de la Iglesia es (...) el rostro que la realidad de Cristo asume en nuestra vida (...) para rehacer en nuestra existencia la experiencia de Dios en este mundo, debemos vivir la experiencia de la comunidad cristiana, es decir, la Iglesia» (Huellas... , pág. 108-109). Pero en CL esta visión de la Iglesia como método de encuentro con Cristo no se queda en una afirmación de principio, sino que se convierte en el supremo criterio pedagógico: «hacer presente la Iglesia en cada ambiente:
esta es la norma suprema de método cristiano» (Huellas... , pág. 97).
LA ECLESIOLOGÍA CONCILIAR Y LA EDUCACIÓN A LA FE EN EL MOVIMIENTO
Esta profunda convergencia entre las motivaciones de CL y de la asamblea conciliar, aún siendo de extrema importancia, representa todavía un hecho de carácter demasiado general para decidir sobre la conciliaridad del movimiento o, más aún, de su anticipación al Vaticano II. Es necesario profundizar más en los textos conciliares y en la metodología pedagógica de CL para justificar una afirmación de tal importancia. La dirección de esta profundización no puede menos que partir de lo que se considera el núcleo central de la enseñanza conciliar, es decir, la eclesiología: la autoconciencia de la Iglesia que el Concilio tiene. Una investigación cuidadosa de los textos conciliares, en particular del que puede ser, justamente considerado como la Carta Magna del Vaticano II, la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, revela una concepción de la Iglesia articulada y compleja. Os remitimos a estudios serios que se han hecho sobre la Lumen Gentium ya que desde aquí vamos a trazar un cuadro sintético solamente. Cinco categorías intervienen en la definición de Iglesia que el Concilio ha elaborado en la Lumen Gentium. Son: Misterio, Sacramento, Cuerpo, Pueblo, Comunión.
¿Cómo participan estos cinco factores en la definición de Iglesia? Se puede decir que la Iglesia tiene su génesis en el Misterio entendido en sentido paulino. En él está descrita la iniciativa de Dios en su relación con el hombre. El Misterio que comienza con la Alianza establecida entre Dios y Abraham y, los patriarcas, y que el mismo Dios renueva con los profetas, se cumple en Cristo, en particular en su muerte y en su resurrección, Lumen Gentium (L.G.) 1-3. ¿Cómo este Misterio atraviesa el tiempo y la historia y llega hasta nosotros? El Concilio responde mediante la Iglesia. Se debe tener en cuenta que a la palabra Misterio, en este caso, se le ha quitado todo significado puramente especulativo. Aquí el Misterio describe la iniciativa real de Dios en Jesucristo, inconcebible por parte del hombre, inconcebible entonces en sus ritmos profundos, pero iniciativa concreta y tangible. La Iglesia nos permite «incorporarnos», por usar una palabra muy importante y querida por el Concilio, al Misterio de Cristo a través de su ser Sacramentado. Ella es, de hecho «... en Cristo como un Sacramento o signo o instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad con todo el género humano» (L. G., 1). La categoría de «Sacramento» es utilizada aquí en su significado técnico como signo eficaz. Un poco después (L.G., 7) se especifica que a través de la fe, el bautismo (y todos los sacramentos), la comunión y el «régimen eclesiástico» ( es decir, la estructura jerárquica y autorizada de la Iglesia) el hombre realiza una participación eficaz al misterio de la salvación operado por Cristo con su muerte y su resurrección (L.G. 14). Esta salvación, que es para todos, encuentra en la Iglesia el signo y el instrumento eficaz que la realiza. ¿ Pero cómo se realiza esta pertenencia a la Iglesia? La categoría de «Cuerpo» (L.G., 7) está llamada a dar razón en profundidad de esta pertenencia. Para describir la realización de la dinámica sacramental de la Iglesia el Concilio usa la palabra «incorporar» (L. G., 14), es decir, asumirse en el cuerpo. De hecho, cuando el fiel se convierte, a todos los efectos en miembro del Cuerpo, participa exhaustivamente de la íntima comunión con Jesucristo que genera su salvación.
Por tanto, sólo en la idea de la Iglesia como Cuerpo de Cristo se explica en profundidad la función del Sacramento del Misterio propio de la Iglesia.
Por otro lado, el Concilio ha dado un gran peso al tema bíblico del Pueblo de Dios (L.G. 9, 12, 13, 17) para describir la realidad de la Iglesia. ¿Cómo se relacionan estas dos nociones en el texto conciliar? Ha habido quien ha visto en el peso dado a la categoría de Pueblo de Dios, el intento de reducir la importancia de la definición de Iglesia como Cuerpo de Cristo.
Esta última, según algunos intérpretes; a causa de un cierto condicionamiento histórico, acababa dando demasiado relieve al aspecto visible de la Iglesia católica arriesgándose así a sacrificar la dimensión más profunda. De hecho, todos los intérpretes del Concilio coinciden en afirmar que el esquema elaborado por la Comisión preparatoria contenía una gran referencia al Mystici Corporis que después, a medida que avanzaba el debate, fue progresivamente reducido para resaltar más el tema del Pueblo de Dios. Sustancialmente, sin embargo, una lectura más detallada que la que se nos ha permitido hasta ahora, a veinte años de la apertura del Concilio, muestra la necesidad de que estos dos aspectos se mantengan unidos si se quiere salvar la comprensión adecuada del Misterio de la Iglesia.
De hecho, si es mediante su incorporación en el Cuerpo como el hombre participa en la salvación, nada impide mirar a la vida de este Cuerpo místico a través del modo con que se realiza concretamente en la historia. La realidad del nuevo Pueblo de Dios muestra en este caso cómo la Iglesia, germen e inicio del Reino (L. G., 5) genera en la historia un movimiento hacia el acontecimiento constitutivo de este último: la muerte y la resurrección de Cristo, raíz de toda salvación. Toda la humanidad, entonces, aparece en movimiento hacia este núcleo central y resistente de la historia, del cual la Iglesia es Sacramento visible: a ella, que subsiste plenamente, sólo en la Iglesia Católica (L. G., 8) pertenecen aquellos que mediante la fe, los sacramentos, la comunión y la asunción plena del «régimen eclesiástico» son miembros efectivos. Incluso todos los hombres que se nos oponen explícitamente están ordenados a esta solución (L. G., 14).
Volviendo a los importantes párrafos de L.G. 14-16, muchos teólogos han mostrado la relevancia ecuménica de la noción de Pueblo de Dios, aunque pocos se han preocupado de fundamentar con reflexiones genuinamente dogmáticas la unión entre Pueblo y Cuerpo en relación a Cristo, definido por el Concilio como jefe de los dos (L.G., 7 y L. G., 9). Esto habría permitido la recuperación de los datos de la más auténtica reflexión magistral y teológica. Entre estos últimos se debe recordar los brillantes intentos del cardenal Ratzinger, de Bouyer y de Pagé.
La noción conciliar de Comunio, también de derivaciones bíblica y patrística, documenta en el plano de la vida de la Iglesia, en cada una de sus formas, universal y particular, el espesor de novedad al que está llamado el pueblo de Dios (L.G. 4). «Comunión» posee, según el texto conciliar, una pluralidad de significados. De hecho, representa un vínculo de unidad que se realiza a diversos niveles en la Iglesia: entre sus diversos miembros, entre las distintas naciones que componen el nuevo y único Pueblo de Dios, entre quien ejercita las diversas funciones en la Iglesia, entre las iglesias particulares y la Iglesia universal, en particular entre el Colegio de los Obispos y la cátedra de Pedro. Pero todos estos niveles, que el Concilio se propone indicar (L.G. 13), exponen el único y gran significado de la comunión eclesial: el cristiano es un pueblo cuyos miembros «teniendo en común a Cristo muerto y resucitado» están llamados a una unidad profunda que genera el libre compartir de todo recurso material y espiritual, en vista del crecimiento dé la fe en el mundo, según la invitación de Cristo: «para que el mundo crea» (Jn 17).
(continuará en el próximo número)
(*) (Por Angelo Scola. Relación conclusiva del Convenio «Realizar el Concilio. La contribución de Comunión y Liberación»; Roma, 2-3 de octubre de 1982).
DE LUBAC: PROFUNDIZAR LA LUMEN GENTIUM
¿Hubo realmente una coincidencia singular en la Tradición Católica en los padres conciliares?
El signo más importante de la voluntad del Concilio de volver a las fuentes vivas de la Tradición Católica vendrá dado, en la misma primera sesión, por la elaboración de la Lumen Gentium, verdadera columna vertebral de toda la obra conciliar. De esta constitución se ha hablado mucho, se ha escrito mucho, se han hecho mil y un intentos de interpretar «su espíritu». Pero he tenido que constatar siempre que aquellos que la habían leído (íntegramente) eran pocos, y muy pocos los que la habían estudiado (en su conjunto y de cerca).
En boca del cardenal De Lubac es una afirmación muy grave ¿Puede indicar algún ejemplo?
¡Cuántas veces se ha repetido que, contrariamente a la antigua concepción «jerárquica» y «sacral» de la Iglesia, el Concilio inauguraba una suerte de nouvelle Eglise, poniendo en la base -al comienzo de la Lumen Gentium- a los laicos, es decir, al «pueblo de Dios»! Sin embargo, si abro la constitución conciliar leo: «Capítulo primero: El Ministerio de la Iglesia» es un reclamo decisivo de la autenticidad de la Tradición, que corta el camino a todo intento de secularización, de politización, de democratización; se explica, entre otras cosas, que no puede darse ninguna definición adecuada de aquel misterio, que uno puede aproximarse a él sólo desde diversos lados, con imágenes, con las analogías de la Sagrada Escritura; algunas imágenes viven citadas y el texto se detiene un poco en aquella de «Cuerpo de Cristo». Sigue el «Capítulo segundo: el pueblo de Dios». Otra vez se trata de una analogía que el Concilio pone en evidencia porque completa la imagen del Cuerpo de Cristo, subrayando mejor la idea de que este Cuerpo está en crecimiento; en otras palabras, que hay una «historia de salvación». Pero como el Cuerpo de Cristo no es un cuerpo carnal, entonces esta historia no es la historia profana; por otra parte, si la analogía del pueblo está tomada del Antiguo Testamento, el sentido del término ha cambiado: el Pueblo de Dios, que es la Iglesia -:-«nuevo Israel, pueblo de la Nueva Alianza»- no aparece ya ligado a naciones. y estados, o regímenes temporales. Entonces, esta analogía no es ya una definición, sino un surco privilegiado a través del cual se acerca, desde la fe, el centro del Misterio. El capítulo tercero expone la estructura visible de esta Iglesia, pueblo en camino hacia la eternidad; estamos en «la constitución jerárquica de la Iglesia y especialmente en el episcopado», que completa el Vaticano I, bruscamente interrumpido por la guerra, casi un siglo antes.
Y, por fin, el «Capítulo cuarto: los laicos»: este retraso no es signo de menor estima, al contrario: el laico cristiano no puede ser comprendido en toda su dignidad si no se conoce primero el verdadero significado de esa realidad misteriosa y única que es la Iglesia, realidad que puede ser comprendida mejor si se lee después el «Quinto capítulo: la vocación universal a la santidad de la Iglesia». Acaba aquí mi ejemplo. La sucesión el los últimos capítulos de la constitución mostraría todavía mejor que la Lumen Gentium es un texto fuertemente estructurado, que es necesario leerlo entero para comprenderlo a fondo. Quiera el cielo que todos aquellos que la evocan en cada instante la lean al menos por fragmentos.
(De la entrevista realizada por Angelo Scola para la Revista 30Giorni, n.0 7 /85)
RATZINGER: ALGUNOS FRUTOS DEL CONCILIO
I. LA IGLESIA EN EL MUNDO
El Vaticano II tenía razón al proporcionar una revisión de las relaciones entre Iglesia y mundo. Existen valores que, aunque hayan surgido fuera de la Iglesia, pueden encontrar -debidamente purificados y corregidos- un lugar en su visión. En estos últimos años se ha hecho mucho en este sentido. Pero demostraría no conocer ni a la Iglesia ni al mundo quien pensase que estas dos realidades pueden encontrarse sin conflicto y llegar a mezclarse sin más.
¿Propone acaso volver de nuevo a la antigua espiritualidad de «oposición al mundo?
«No son los cristianos los que se oponen al mundo. Es el mundo el que se opone a ellos cuando se proclama la verdad sobre Dios, sobre Cristo y sobre el hombre. El mundo se rebela siempre que al pecado y a la gracia se les llama por su propio nombre. Superada ya la fase de «aperturas» indiscriminadas, es hora de que el cristiano descubra de nuevo la conciencia responsable de pertenecer a una minoría y de estar con frecuencia en contradicción con lo que es obvio, lógico y natural para aquello que el Nuevo Testamento llama -y no ciertamente en sentido positivo- «es espíritu del mundo». Es tiempo de encontrar de nuevo el coraje del anticonformismo, la capacidad de oponerse, de denunciar muchas de las tendencias de la cultura actual, renunciando a cierta eufórica solidaridad pos-conciliar».
II. LA LITURGIA Y EL ARTE
«La liturgia no es un show, no es un espectáculo que necesite directores geniales y actores de talento. La liturgia no vive de sorpresas «simpáticas», de ocurrencias «cautivadoras», sino de repeticiones solemnes. No debe expresar la actualidad, el momento efímero, sino el misterio de lo Sagrado. Muchos han pensado y dicho que la liturgia debe ser «hecha» por toda la comunidad para que sea verdaderamente suya. Es ésta una visión que ha llevado a medir el «resultado» de la liturgia en términos de eficacia espectacular, de entretenimiento. De este modo se ha dispersado el propium litúrgico, que no proviene de lo que nosotros hacemos, sino del hecho de que aquí acontece Algo que todos nosotros juntos somos incapaces de hacer. En la liturgia opera una fuerza, un poder que ni siquiera la Iglesia entera puede conferirse: lo que en ella se manifiesta es lo absolutamente Otro que, a través de la comunidad (la cual no es dueña, sino sierva, mero instrumento), llega hasta nosotros».
III. LA ESPERANZA DE LOS MOVIMIENTOS
Lo que a lo largo y ancho de la Iglesia universal resuena con tonos de esperanza -y esto sucede justamente en el corazón de la crisis de la Iglesia en el mundo occidental- es la floración de nuevos movimientos que nadie planea ni convoca y surgen de la intrínseca vitalidad de la fe. En ellos se manifiesta -muy tenuemente, es cierto- algo así como una primavera pentecostal de la Iglesia».
Todos estos movimientos plantean algunos problemas y comportan mayores o menores peligros. Pero esto es connatural a toda realidad viva. Cada vez encuentro más grupos de jóvenes resueltos y sin inhibiciones para vivir plenamente la fe de la Iglesia y dotados de un gran impulso misionero. La intensa vida de oración presente en estos Movimientos no implica un refugiarse en el intimismo o un encerrarse en una vida «privada». En ellos se ve simplemente una catolicidad total e indivisa. La alegría de la fe que manifiestan es algo contagioso y resulta un genuino y espontáneo vivero de vocaciones para el sacerdocio ministerial y la vida religiosa».
Está forjándose una nueva generación de la Iglesia, qué contemplo esperanzado. Encuentro maravilloso que el Espíritu sea, una vez más, más poderoso que nuestros proyectos y juzgue de manera muy distinta a como nos imaginábamos. En este sentido, la renovación es callada, pero avanza con eficacia. Se abandonan las formas antiguas, encalladas en su propia contradicción y en el regusto de la negación, y está llegando lo nuevo. Cierto, apenas se le oye todavía en el gran diálogo de las ideas reinantes. Crece en el silencio. Nuestro quehacer -el quehacer de los ministros de la Iglesia y de los teólogos- es mantenerle abiertas las puertas, disponerle el lugar.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón