El Papa les convocó en la plaza de San Pedro y acudieron ochenta mil, acompañados de sus profesores, padres y educadores. Él desafió su capacidad para reconocer lo que es verdadero, bello y grande. Así fue la peregrinación de los adolescentes a Roma
La plaza más bonita que podría soñarse. Ochenta mil jóvenes rodeando el obelisco y los brazos de Bernini, hasta que se perdía la vista por la vía de la Conciliazione, con un entusiasmo propio de los años inquietos, los de las preguntas imposibles y los deseos. El encuentro del papa Francisco con los adolescentes el lunes de Pascua llenó de ímpetu y alegría una Pascua marcada por la angustia debido a lo que está pasando en el frente oriental de Europa. Una bocanada de oxígeno para el pontífice que, tras dos años de pandemia, pudo revivir la emoción de sumergirse en una multitud juvenil, ansiosa de festejar y escuchar, dispuesta a narrarse en primera persona, más allá de los relatos estancos en ciertos salones.
Mirando a aquellos chavales que llegaban directamente de sus ciudades y pueblos repartidos por toda Italia, asaltaban sentimientos encontrados: ternura y alegría, esperanza y preocupación. Tras las dificultades de los últimos meses, el aislamiento forzoso, la prisión virtual en la que muchos menores se han recluido, entre los adultos que los acompañaban se insinuaba la duda del relativismo, de la energía que se agota, del paso generacional obligado que vuelve a proponer aglomeraciones oceánicas que luego no se corresponden con una vida festiva y comunitaria en las parroquias. Cavilaciones pastorales tal vez. Difíciles de evitar ante esos rostros con acné y sonrisas con braquets, que se mezclaban con multitud de cabezas canosas en una solidaridad generacional casi imposible de encontrar en otra parte.
Sí, porque estos chavales venían acompañados de adultos, un dato esperanzador, aparte de la obvia necesidad impuesta por ser menores de edad. Arrogantes y sin miedo cuando se presentaban antes las cámaras de televisión, eran capaces de compartir su alegría con los educadores, padres y sacerdotes que habían renunciado a la barbacoa pascual por la plaza de San Pedro. La espera no defraudó sus expectativas. Si durante la vigilia todos estaban pendientes de la anunciada presencia del ganador de San Remo, a sus 18 años icono de una generación libre y fluida, al acabar la jornada apareció en el atrio de la basílica de San Pedro otra novedad en la que fijarse. Y es que estos jóvenes idolatran al joven cantante, llamado Blanco, más por su fragilidad que por sus canciones. Por el dolor traducido en música, como la sincopada BluCeleste, dedicada a una presencia-ausencia que le lleva a celebrar solo «otro cumpleaños de mierda», incapaz de borrar la nostalgia que despierta en él un cielo “azul celeste”. Este cantante de última generación se presentaba con un modelo encantador totalmente blanco, con un ángel tatuado en el pecho, emocionadísimo y con “un peso dentro”. En el fondo, fue el primero en retratarse.
Igual que hicieron después Alice, Samuel y Sofia mostrando su sufrimiento por una pérdida, una enfermedad, la apatía y la depresión. Como hizo también Mattia, héroe por amor de su padre, enfermo de Alzheimer, acompañado de su madre y su hermano pequeño. Casi un niño a sus once años, pero capaz de conmover hasta las lágrimas contando cómo ha aprendido a atarle los zapatos a su papá o cómo le consuela cuando se pierde en un mundo que ya no reconoce. Por este motivo ha recibido un premio del presidente de la República italiana, Sergio Mattarella. Pero pocos podrían dar un testimonio tan intenso y sencillo al mismo tiempo. Verdadera fe, probada por un sufrimiento injusto y precoz, como la enfermedad que afecta a la persona que más quiere. Aunque él también necesita consuelo, a pesar de la prueba de coraje y bondad de la que da muestras en casa.
Luego llegó Francisco. El Papa que deja su discurso escrito y se lanza para ir directo al corazón de los jóvenes que tiene delante. Feliz porque a poco más de dos años desde aquel 27 de marzo de soledad y lluvia, in tempore pestilentiae, veía una plaza repleta, incapaz de contener a tantos jóvenes, cubiertos con sus mascarillas pero sin dejar de gritar. Jóvenes que durante horas amenizaron la espera con eslóganes contra la guerra, compartiendo la misma angustia que el anciano pontífice mirando los cuerpos de sus coetáneos asesinados por las bombas, aniquilados por los fusiles y la crueldad. Ellos, igual que Francisco, también dirigieron su corazón hacia el este, desde donde llegan «densas nubes que oscurecen nuestro tiempo», como recordó el Papa, donde «Europa está viviendo una guerra tremenda, mientras que siguen en muchas regiones de la Tierra injusticias y violencias que destruyen al hombre y el planeta». Los jóvenes son los que pagan el precio más alto. «No solo su existencia está comprometida y se vuelve insegura, sino que sus sueños de futuro quedan aplastados».
Sus sueños. Esos que quedan hechos pedazos en un planeta que ha olvidado la medida del corazón. «La vida a veces nos pone a dura prueba, nos hace tocar con la mano nuestras fragilidades, nos hace sentir desnudos, indefensos, solos», dijo Francisco a los jóvenes que le rodeaban, interrogándoles sobre la soledad que impuso el Covid y el miedo que inoculan el virus y la guerra. «No hay que avergonzarse de decir: “¡Tengo miedo de la oscuridad!”. Todos nosotros tenemos miedo de la oscuridad. Los miedos hay que contarlos, los miedos se deben expresar para poder así expulsarlos». Bergoglio lanzó un salvavidas a quien corre el riesgo de hundirse en los mares de la oscuridad. Hay que poner bajo los focos lo que turba, distrae y oscurece para dejar que brille la luz. Verdad y libertad. Para lograr mirar a la cara ese agujero negro que nos invade y dejar que se evapore charlando con un amigo, con los padres, con un educador o sencillamente con alguien que te acompaña discretamente en la vida. Les animó a no temer a las crisis. «Las crisis deben ser iluminadas para vencerlas».
Luego llegó otra gran intuición de Francisco, un llamamiento al “olfato” de la realidad. «El olfato que tenía Juan. Apenas vio allí a ese señor que decía: “Tirad las redes a la derecha”, el olfato le dijo: “¡Es el Señor!”». El olfato del más joven de los apóstoles le hace reconocer algo verdadero, hermoso y grande. Al Señor. Algo de lo que no hay que avergonzarse, sino que debe ayudar a lanzarse a vivir, apegándose a alguien que nos acompaña. «No tengáis miedo de la vida, ¡por favor! Tened miedo de la muerte, de la muerte del alma, de la muerte del futuro, de la cerrazón del corazón: tened miedo de esto. Pero de la vida, no: la vida es bella, la vida es para vivirla y para darla a los otros, la vida es para compartirla con los otros, no para cerrarla en sí misma».
Pocas palabras. Esenciales. Los jóvenes están hechos de esto. No de eslóganes, sino de mensajes claros, sencillos, inequívocos. El Papa acabó refiriéndose a la joven María, que siendo poco más que una adolescente fue determinante en la historia de la salvación. Ella tendría los mismos ojos transparentes de estos chavales, su confianza en el futuro, la certeza de un destino y un deseo indomable de felicidad. Y su “sí” cambió la historia. Un ímpetu que era la respuesta a una promesa. De tal modo que Francisco acabó dándole la vuelta al título del encuentro en San Pedro: el «sígueme» se convirtió en un «aquí estoy».
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