Hace noventa años nació el gran cineasta ruso Andrei Tarkovski. Pero se trata de mucho más que un aniversario: la necesidad de mirar el drama de la realidad con sus ojos. Con ese soplo potente de la religiosidad que desafía a cualquier régimen
La Iglesia fue «durante demasiado tiempo refugio de la Ilustración inculta». No es la frase de un agudo espíritu católico ni de un ortodoxo sensible a la religiosidad de la belleza. Es una cita del diario del teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer, que en una visita a Roma cuando era joven, siendo luterano, descubrió la fuerza de una fe capaz de involucrar todos los sentidos al encarnarse en la belleza de la historia. Una intuición así también podemos hallarla fácilmente en los densos cuadernos de Andrei Tarkovski, gran cineasta ruso y uno de los artistas más importantes del siglo XX, muy recordado en este periodo tan dramático como un referente al que mirar. No solo porque este año se cumplen noventa años de su nacimiento. Es mucho más que un aniversario, es la necesidad de mirar el drama de la realidad a través de sus ojos y de sus imágenes.
El primer film en el que ha pensado más de uno es su primer largometraje, La infancia de Iván (1961) que narra el trágico destino de un niño soldado durante la guerra mundial. Justo a orillas del Dniéper, en Ucrania, el río donde dos pueblos siguen luchando actualmente. Los dirigentes soviéticos lo tomaron como un film “patriótico” y lo alabaron. Sin embargo, era ya «un primer intento por explorar la dimensión interior del ser humano», como decía una crítica, mediante un «vínculo sutil con la tradición literaria y espiritual rusa».
En toda su obra, Tarkovski siempre luchó contra el arte y la religiosidad reducidas a “refugio”. En sus textos se puede leer: «El alma está sedienta de armonía, cuando la vida es inarmónica. Esta no correspondencia encierra el estímulo del movimiento, la fuente de nuestro sufrimiento y al mismo tiempo de nuestra esperanza».
De estas notas nacían sus películas, admirables y profundas. Pocos artistas han sabido transmitir la riqueza de su tradición espiritual y cultural de un modo tan original. Así fue con su obra maestra, Andrei Rublev (1966), que en 1969 ganó el Premio de la crítica internacional en Cannes. Es como un sondeo doloroso, pero abierto al milagro, por la historia rusa a través de la vida del gran monje y pintor de iconos. El régimen lo toleró, intentando destacar su contenido “nacional”, como probablemente haría también ahora. Pero era todo lo contrario, tal como cuenta su hijo Andrei en un documental que ha realizado sobre su padre con el título A cinema prayer. «Que lograra realizar ciertas películas en Rusia durante aquellos años tiene algo de milagroso. Mi padre no adquiría compromisos, pero era una persona extremadamente fuerte, creía que estaba haciendo algo necesario y sabía convencer a los burócratas soviéticos».
En un momento en que, especialmente en su país aunque claramente no solo allí, el peso del poder ha vuelto a ser impedimento para la búsqueda de la verdad, nos lleva a pensar en él y en su cine, que nunca fue político en el sentido banal del término. Pero poco a poco, después de Rublev, el poder empezó a dudar de él. Y él a entender que cada vez había menos espacio de mediación. El ostracismo comienza ya con Solaris, una obra de ciencia ficción cuyo centro es la pregunta sobre el sentido de la vida. Con El espejo, en 1974 y en pleno “estancamiento” del régimen, su cine se hace más íntimo y la hostilidad soviética, más explícita. Excavar en el alma humana se convierte en un gesto subversivo. Hasta que Stalker, un film distópico que habla de una “zona muerta”, una naturaleza podrida, se convierte en una metáfora transparente de la putrefacción de la construcción soviética. Y llega el momento del exilio, lento y doloroso (en los primeros años su mujer y su hijo no obtuvieron el permiso para salir de la URSS).
Pero el gran arte es como el agua, pasa por cualquier rendija. Así es como el cine de Tarkovski, tan cristiano, tan devoto de la verdad, logró atravesar las redes del régimen para ser valorado por la cultura occidental, tan nihilista y desencantada: del jurado de Cannes al de Venecia, mientras grandes figuras como Ingmar Bergman o Robert Bresson lo consideraban el más grande de los cineastas del momento. La verdad del arte desvela la verdad de los corazones. En sus películas, el potente soplo de la religiosidad rusa supone un desafío para el régimen, pero también para el “régimen de la indiferencia” en Occidente.
Andrei Tarkovski está enterrado en el cementerio ortodoxo de París, donde murió en 1986 sin ver el derrumbe del sistema político que lo había exiliado. Pero su pueblo no halló esa libertad del alma a la que él le incitaba. Sale espontáneo preguntarse, ahora que su país vive oprimido por un poder distinto pero no menos inhumano y envuelto en credo religioso, qué juicio daría él, que amaba profundamente su cultura y su pueblo. Don Giussani también nos enseñó a amarlo mediante las resonancias de sus cantos populares, donde decía que «hay algo que se da previamente; por la naturaleza misma de la historia del pueblo la soledad no anida en el alma y a la vez se aviva al nacer del sentido del Misterio». Explicaba que «el pueblo ruso ahonda sus raíces en el asombro, origen de su identidad y conversión». Tarkovski suscribiría cada palabra, pero nunca fue esclavo de la tradición, aunque luchó para que no fuera eliminada. No habría aceptado verla sometida a una violencia disfrazada de nación.
En sus películas también está presente, con gran agudeza, el arte occidental, que es eminentemente el arte del individuo. Las infinitas citas de su amado Leonardo, del Retrato de Ginebra de Benci a las referencias a la Virgen de las rocas o la misteriosa Adoración de los Magos con el Árbol de la vida. Leonardo es el símbolo de la búsqueda individual, de la unicidad de la experiencia humana. También la música, empezando por su amado Bach, culmen de la “racionalidad” barroca.
Su último film, Sacrificio, no habla de Rusia ni de su pueblo. Es una película íntimamente “occidental”, rodada en una isla de Suecia, con un paisaje al estilo de Bergman. Burguesía intelectual, ateísmo práctico y teórico, y una catástrofe nuclear que lleva al protagonista a encerrarse en sí mismo y violentar todas sus presunciones para pedir ayuda a Dios. Pero la figura más potente es un niño, llamado “Pequeño hombre”. No come ni duerme. Su padre le ha enseñado a plantar un árbol y regarlo cada día hasta que florezca. Se trata de una leyenda del monaquismo. Un monje, por pura obediencia de fe, lleva agua para regar cada día un árbol seco. Hasta que sucede el milagro. Una mañana las ramas han florecido. Al final, “Pequeño hombre” vuelve a regar su planta. De esa conciencia del yo, de la persona, es de donde renace la vida. No de un pueblo ni de sus consignas.
Tarkovski, que toda su vida amó a su patria y a su pueblo, concluye su viaje con la imagen de un renacer que procede en cambio del yo. De una relación personal con el infinito y con el Misterio.
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