Una profesora de la Universidad Católica de Ružomberok cuenta su relación con los alumnos en estos tiempos de guerra y éxodo
Rosangela Libertini da clases en la Universidad Católica de Ružomberok (Eslovaquia), un ateneo donde estudian casi trescientos jóvenes ucranianos. La mañana que comenzó la invasión rusa, una de ellos, Irina, bajó a su despacho. Lloraba y decía que habían llamado a su padre a filas. Al cabo de una hora llegó otra alumna ucraniana diciendo lo mismo. «Al final de la mañana me di cuenta de que la gran mayoría de mis alumnos tenía algún familiar en combate». Cada tres o cuatro días, sus padres les mandaban desde el frente alguna foto para que supieran que seguían vivos. Donde están no hay electricidad y es lo único que pueden hacer para ahorrar batería del móvil. «Todos me enseñan sus fotos».
Eslovaquia, igual que Polonia, se ha encontrado de pronto a las puertas de un pueblo en fuga. Los estudiantes de Ružomberok enseguida se movilizaron y los ucranianos se lanzaron a los tres puestos fronterizos para hacer de traductores. Recibían a los que llegaban y hacían de intérpretes entre los refugiados y las autoridades locales, de manera que fuera más fácil organizar la ayuda. Salían por la mañana –casi trescientos kilómetros, en dos trenes y un autobús–, llegaban a la hora de comer, trabajaban por la tarde, la noche y la mañana siguiente; y al acabar su turno cambiaban. Los alumnos que no sabían ucraniano se dedicaban a preparar los lugares de acogida en Ružomberok.
«Solo una de mis alumnos ha vuelto a Ucrania para combatir. Su novio estaba en el frente y le localizó. Al resto he podido convencerlos de que serían más útiles aquí», cuenta Rosangela. Algunos de ellos colaboran ahora con una compañera suya, Viera, para la inserción de niños ucranianos en colegios eslovacos.
«Yo tengo una relación especial con Jarkov», continúa la profesora. «Todos los años doy clase allí durante una semana. Ahora estoy en contacto con una de mis alumnas de allí, Valeria. Nos hemos puesto de acuerdo y una vez a la semana me manda un mensaje de WhatsApp para saber que está bien. También hemos logrado traer a otra chica de Jarkov, aunque llegó con una pierna rota».
El despacho 319 de la Universidad de Ružomberok se ha convertido en un lugar muy especial para los alumnos ucranianos. «No puedo hacer gran cosa para ayudar. A veces hago traducciones, si hace falta. Pero al menos puedo estar con ellos. Esta mañana vino un alumno diciendo que sus abuelos, que viven en una zona controlada ahora por los rusos, tienen que marcharse a Rusia, pero no quieren ir… Otro vino a contarme que su padre está en el frente y no sabe si mañana seguirá vivo. ¿Qué haces ahí? Acompañarles. Con la conciencia de que en ese momento tú estás ahí para él. Y él para ti. Sé que estos jóvenes que se me dan son un signo de la presencia de Cristo pidiéndome ayuda, diciéndome: “Yo estoy. ¿Tú estás?”. Luego no hago nada, aparte de litros de café para todos –muy importante– para desayunar con ellos en los momentos más desesperados. Es lo máximo que puedo hacer».
Desde que comenzó la guerra, muchos de los alumnos ucranianos han tenido que buscarse algún trabajo para mantenerse porque sus padres ya no pueden ayudarles. De modo que, después de una noche de trabajo o de traducción en la frontera, algunos se duermen en clase. «Les da mucha vergüenza, también porque sus notas empiezan a empeorar», explica Rosangela. «Pero lo cierto es que todo el mundo necesita un afecto para vivir y para ellos ese afecto es ahora cuestión de vida o muerte. Lo que yo deseo es ofrecerles una relación que no decaiga ante las dificultades de la vida». Estar ahí para ellos no es una tarea propia de superhombres invulnerables. «El clima es muy tenso y a veces yo también me vuelvo loca. Entonces espero a que se vayan del despacho y rompo a llorar. Cuando veo que Valeria no me escribe desde Jarkov, me entra ansiedad. Si una llamada con Leópolis se interrumpe por una alarma de bomba, me quedo con un nudo en la garganta hasta que vuelvo a saber de ellos… Podría jubilarme, ya tengo edad para ello, pero quiero estar aquí. Julián Carrón siempre nos preguntaba: “¿Qué te falta para reconocer a Cristo presente?”. No me falta nada para verlo en los rostros de mis alumnos. Ucranianos, rusos, bielorrusos y eslovacos».
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