«Verdadera amistad es toda relación en la que se comparten las necesidades del otro en su significado último, es decir, el destino hacia el que toda necesidad tiende y que es objeto del hambre y la sed del hombre». Así definía don Giussani en 1997 la amistad, diciendo que «esta es nuestra contribución a la paz, aquí y en cualquier parte del mundo». Hablaba del «acontecer de una concepción de la vida», un sentimiento de la realidad, una honestidad frente a las circunstancias, unos sentimientos de ternura, una atención hasta el detalle, rasgos que «lentamente» han ido generando a «la familia cristiana», haciendo renacer la vida desde la barbarie que dominaba en los siglos V y VI. El presente no está lejos de ahí. Este mundo que «no necesita palabras vacías», dice el Papa, «sino testigos convencidos». Convencidos de qué es lo que hace posible la paz. Una palabra atrevida, cuando no impronunciable, a menos que estemos dispuestos a que nos tomen por ilusos.
La paz exige el alto el fuego y un trabajo continuo e insustituible, que «debe hacerse todos los días», dice Francisco, cuya voz profética, ahora aislada, tiene la fuerza de unir la dimensión geopolítica con la personal, desafiando la enemistad que anida en el corazón de los hombres. «El Evangelio solo nos pide que no miremos para otro lado»,
escribe en su último libro, Contra la guerra –antología de nueve años de pontificado–, porque el conflicto hunde sus raíces allí donde los rostros se desvanecen. «Cuando tenemos delante al otro, su rostro y su dolor, no podemos desfigurar su dignidad con violencia». Por ello pide: «No nos detengamos en discusiones teóricas, entremos en contacto con las heridas».
Mientras tanto, vemos en la prensa que el conflicto en Ucrania sigue siendo devastador, con el peso de más de dos meses ultrajando cuerpos y almas. Sobre los escombros de las ciudades no ha llegado la tregua invocada por la Pascua ortodoxa. Sin que las demás heridas del mundo dejen de sangrar. Es raro encontrar a alguien que siga esperando sin tener que cerrar los ojos ante una realidad tan dramática. Pero se puede experimentar un dolor que «no se opone a la fe», que es más bien «una manera de “compartir” la fe y la esperanza con los que mueren, sufren y son perseguidos», como afirma monseñor Paolo Pezzi, arzobispo de Moscú, en una entrevista en la que fija su mirada en todas las Magdalenas de nuestros días, mujeres y hombres que llevan una esperanza más grande que ellos mismos, porque la guerra no ha agotado su deseo de encontrar a Cristo vivo. Esa sería la mayor derrota, que se secara ese deseo que atraviesa cada fibra de nuestro ser.
Queremos contar hechos que, en medio de la barbarie, hacen historia porque despiertan ese anhelo y penetran en el mundo como el agua, como el inmenso arte de Tarkovski ante los monolitos de la mentira. El deseo de la verdad y la conciencia de uno mismo se abren paso por cualquier rendija.
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