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Huellas N.11, Octubre 1985

MEETING '85

La bestia, Parsifal y Supermán

El «Meeting por la Amistad entre los Pueblos» ce­lebrado en Rímini en los últimos días de agosto con el lema para 1985 «Parsifal, la Bestia o Super­man», proponía una elección moral al ampliamente superado millón de personas que han asistido; dos con­cepciones que mueven la mentalidad dominante de la época y una propuesta, Parsifal, el caballero de la mesa redonda del rey Arturo que, después de un tormen­toso pasado, afronta la vida en función de un ideal: la recuperación del Santo Grial que contiene la san­gre de Cristo.
Por allí han pasado desde el obispo de Nueva York, el cardenal John O'Connor, hasta el ministro de Asuntos Exteriores alemán, pasando por grandes personajes como la historiadora Regine Pernoud, el teólogo Walter Kasper, el catedrático de filosofía de la ciencia español Alfonso Pérez Laborda, el cantan­te Gíorgio Gaber, el bailarín Kazuo Ohno y tantos que han hecho posible este gran encuentro que trasluce una gran pasión por el hombre abarcando todos los factores y dimensiones humanas. Mesas redon­das, festivales, teatro, cine, exposiciones y un largo etcétera.
En resumen, un hecho en la costa del Adriático que cada año incrementa su resonancia en los medios de comunicación, resonancia muy distinta en la prensa italiana que en nuestro país, pues si ya en Italia es visto como un fenómeno nuevo y difícil de encuadrar, pero que hace exclamar al director del periódico L'Ex­presso (que puede compararse con el Intervíu español- al escuchar a don Giussani: «extraño pero fascinante») por el contrario las noticias que llegan a nuestro país, confusas y bastante desconocedoras de la realidad de Rímini sorprenden a la persona que pue­da tener un conocimiento del Meeting.
Por ello nos ha parecido adecuado publicar en nuestra revista el editorial del semanario «Il Sabato» en el que se nos da un juicio sobre el significado del Meeting y de la presencia del Movimiento Popular; y de Comunión y Liberación en Italia.

QUIÉN VENCE EN RIMINI
COMUNIÓN y liberación y el Movimiento Popular son hoy las únicas realidades nacidas en los años de la contestación que man­tienen un atractivo dentro del mundo de los jóvenes y continúan creciendo. Esto es un hecho indis­cutible y ya ampliamente recono­cido. Las demás organizaciones ju­veniles, o han desaparecido de la vida pública del país, o han acepta­do las reglas de la sociedad política italiana.
Con ocasión de Meeting de Rí­mini del pasado agosto muchos se han preguntado por el secreto de esta vitalidad; y esto sucede en un momento en el que la crisis de la participación política de los jóvenes llega también a venerables organi­zaciones de izquierda, como la FGLI (federación juvenil de traba­jadores italianos), obligándoles a «refundarse» y, por tanto, es com­prensible que muchos observen con microscopio el Meeting de Rímini, en busca de este Grial de la eterna juventud que los nuevos católicos parecen haber encontrado.
El socialista Claudio Martelli identifica este secreto en el hecho de ser post-socialistas, es decir, en el haber superado la rigidez esque­mática del marxismo para abrirse a una escucha sin prejuicios a la rea­lidad de lo humano. En esta inter­pretación hay mucho de verdad, sin embargo, la receta no parece fácil­mente imitable por otros grupos o movimientos.
A un observador atento no se le escapa el hecho de que, además, el Meeting de Rímini (y naturalmen­te, la realidad cultural y religiosa que los sostiene) ha experimenta­do una progresiva transformación que le ha llevado a ser cada vez más libre de todo conformismo y esquematismo ideológico. Esto, sin embargo, ha podido darse porque las certezas de base de estos católicos no son certezas ideológicas, sino existenciales. En los años 70 a me­nudo estas certezas las han presen­tado de forma ideologizante, qui­zá por ser aceptadas de algún mo­do por el contexto cultural domi­nante.
Más aún; propiamente por cau­sa del carácter existencial y no ideo­lógico de sus certezas, los jóvenes católicos han podido superar mejor que los demás la prueba de la ideo­logización. Rota la cáscara de la ideología les quedaban los puntos de referencia reales que tenían la consistencia de encuentros, de ex­periencias de vida, de relaciones nuevas y más humanas. Por tanto, la desideologización no sólo no ha resultado destructiva sino que ha exaltado el propio mensaje: sin la cáscara de la ideología, la pulpa, lo sustancial de la experiencia vivida, ha aflorado de un modo más con­vincente. Justamente por esto los movimientos de los que estamos hablando no sólo no han cedido, si­no que han conocido la expansión de su base y un florecer de iniciati­vas culturales y sociales sin prece­dentes.
Por el contrario, en experiencias en las que la ideología no es sólo la cáscara sino que lo es todo, pue­de suceder que la crisis de la ideo­logía tenga dentro simplemente la disgregación, o la carrera por apun­tarse a la última moda, que fre­cuentemente, poco tiene que ver con las exigencias más profundas de los jóvenes y con las líneas de ten­dencia reales que cruzan el univer­so juvenil.
Para hablar de modo convin­cente a los jóvenes, es necesario te­ner una experiencia de la verdad del hombre. Es este el secreto de la cul­tura del Meeting de Rímini y que implica también un concepto dis­tinto de razón: una razón que no es el análisis de conceptos abstrac­tos sino reflexión sobre la experien­cia de la vida, cada vez más atenta al desarrollo de la vida misma.
Sobre esta base se hace posible el encuentro entre identidades di­versas, ligadas por aquel nexo que es la condición humana.


El remoto bailarín de la vida sacra
Un jovenzuelo delgado, -estamos en 1926- ante los grandes almacenes Natsuys en Ginza; un enorme espejo; un cuerpo que se refleja y el resplandor de toda una vida: el mito de Kazuo Ohno comienza con la impresión frente a la propia imagen reflejada. «Sin embargo, el auténtico espejo» ex­plica el dulce anciano, flaco, con gestos que encantan, «el auténtico espejo, lo he sentido desde niño: es Dios. Él se manifiesta al hombre. Por el contrario, el espejo de cristal es ilusorio; el mirarlo fijamente in­comoda, porque no refleja el al­ma». Ohno es el legendario arque­tipo de la danza moderna japone­sa; pero esto sólo pretende ser la imagen periodística del personaje, imagen que, como tal, no habla del alma (al igual que el espejo de los grande almacenes).
Es su último viaje a Europa pa­ra ofrecer su alma al hombre del tercer milenio. En una peregrina­ción que inicia con el Meeting de Rímini y que le llevará a Colonia, Ginebra, Londres y París. He aquí su testamento espiritual.
Al principio fue la danza: O mejor, fue Antonia Mercé. El mito genético de Kazuo Ohno. «Tenía sólo 24 años cuando vi bailar a aquella muchacha argentina. Des­pués no volví a ver nada igual. Fue una gran impresión. Ella había re­corrido el mundo para recoger to­das las perfecciones posibles de la danza y ofrecérselas a su pueblo. Así comencé yo también a recorrer el mundo para expresar el milagro de aquella aparición. Y poco a po­co fui entendiendo lo que me ha­bía impresionado. Aquella danza significaba la creación del mundo, del cielo y de la tierra, era el Génesis, el nacimiento. La creación no es un mito, es un hecho histórico que sucede en cada instante. Toda mi danza está llena desde entonces de esta luz. El sonido de las casta­ñuelas que tocaba Antonia bailan­do, narraba el sentido de la vida y de la creación». Hay que tener en cuenta que en la danza tradicional japonesa es el hombre quien repre­senta a la mujer y la perfección se intuye en el prometeico y milagro­so logro de aquella gracia, de aquél absoluto. «La mujer en el fuego del amor, a través del amor recrea al hombre y su vida. Para la madre el hijo es parte del propio cuerpo. Por eso su amor es indestrucitible. Ella recibe del hombre la esencia y en el dolor da la vida a otro hombre. Esto es también el tema del Mar Muerto, una danza que he traído a Europa. En ésta expreso la impe­rativa necesidad que he reconocido en mi vida. Cuando me hallé en el Mar Muerto, en aquella extensión petrificada de luz y tierra, percibí la interminable y milenaria agita­ción de los continentes, de la vida, y algo como las notas de una misa de réquiem me ha envuelto y he llorado por la grandeza de la vida».

Después fue la bomba atómica: como el pecado original de nuestro tiempo que obliga al cosmos ente­ro al amor y a las tinieblas de la des­trucción. Kazuo Ohno estaba de soldado en Guinea en 1945. Era la noticia del fin o de, quizás, el nue­vo inicio. Los tiempos de una nue­va oscuridad avanzaban. «Pienso que el inicio de la conciencia es el ver la propia imagen y su insonda­ble profundidad. Aquella mañana de hace sesenta años cuando recibí el bautismo en la playa de Kama­kura me sumergí en el «espejo» del hombre. Pero una vez que se llega a la conciencia de sí, se descubre el mal, el pasado y el límite en noso­tros. Y junto a ello la alegría que le es intrínseca. Incluso el gran mal de los tiempos modernos, la bom­ba atómica, manifiesta que es, en efecto, un crimen sobre el hombre y al mismo tiempo, su maravillosa creación. En aquel 8 de agosto que vio el lanzamiento de la bomba atómica, se repite el eterno acon­tecimiento de la barbarie y de la conciencia del hombre, de su imagen que aún puede generar catás­trofes más horribles. No es sopor­table para el hombre el dolor de un crimen como aquél. Yo danzo por este sufrimiento. Este es mi testa­mento: que todo se ha perdido si el hombre no aprende de nuevo la sacralidad. Sólo esto es importante y es el único fin de mi danza, que es oración, como toda la vida es ora­ción».
En la cosmogonía de Ohno, por tanto, Hiroshima es el tiempo de una nueva culpa. Nunca se había visto tanta tiniebla sobre el mun­do. En su danza (Butoh) abrazaba esta plaga putrefacta que es nues­tra milenaria crisis de civilización con sus tenebrosas figuraciones. Pa­ra el hombre normal de Occidente a primera vista son figuraciones del absurdo. Cabezas o cuerpos desnu­dos, revolviéndose agresivamente, grotescos huesos en su mecánico ar­ticularse, inmersión en el indistinto andrógino y en la metamorfosis del cuerpo en pez, pájaro, piedra. El cuerpo es el vestigio del alma. Un descender a lo más inferior que remonta hasta lo genético, gesto que surge del nacimiento, de la creación: «En mi danza se produce el ejemplo de la creación del cielo y de la tierra. Se desarrolla como la vida que brota de los cromosomas del seno materno, como un gen he­reditario.
Y el principio se hizo carne: Se ha vestido de fiesta, de los colores del Meeting: Kazuo Ohno, junto al gran Kurosawa, que ha llenado to­das las noches cinematográficas del Meeting 85. Dos samurais como dos Parsifal de Oriente, para lan­zar un mensaje a Europa desde el corazón de Oriente.
Pero ¿por qué Europa?: «porque Europa es ante todo el continente donde ha nacido el cristianismo. Mi danza es inseparable de la fe en Cristo. Había pedido bailar en una catedral europea para expresar esta oración, por el imperativo absolu­to de nuestro tiempo, que contem­pla a todos los creyentes y no cre­yentes: el respeto por la vida. Para que el Mal no pueda engullirla de­finitivamente. En 1980 bailando en la catedral de Nancy mi «Jesucris­to» sentía ese peso aplastante de to­do el mal y el sufrimiento de mile­nios y yo, impotente he pedido per­dón, rozando con una flor los pies del crucifijo, como una caricia». He aquí sus danzas: Mi madre, Jesu­cristo, El feto, El sueño de la ma­dre, Epílogo, Una muchacha, Una Canoa pasa por debajo de un cere­zo.
Danzas de la vida, de la muer­te, de Cristo, del mal, del amor y de la oración. «Además estoy yo, también yo con mi propio peso, con mi propio pecado. Sé que para realizar la danza como para cual­quier acto de la vida, sólo se pide una cosa: la humildad. Ni siquiera la verdad puede ser enseñada des­de la soberbia. Perdería inmediata­mente su sentido. La humildad es ponerse siempre en el punto de vis­ta ajeno. Esto elimina la muerte».
«La gente tiende a creer que la muerte es ante todo la muerte ma­terial, de la carne, del cuerpo y que todo termina con ello. Realmente tú has recibido la vida de tus pa­dres, y así los abuelos y los antepa­sados, hasta la creación del mundo, en la noche de los tiempos, cuan­do cuajó el primer átomo y se ini­ció esta eterna lucha por la vida. La serie interminable de existencias, todos los vivos y los muertos, los na­cientes y murientes, viven en cada uno de nosotros. En cada uno de mis gestos están mi padre, mi ma­dre, la muchacha argentina. A través de mí se perpetúa esta lucha por la vida».
«Así nace la danza: todos los presentes hacen conmigo aquel ges­to de mi cuerpo. Lo que se hace el centro de la conciencia de todos los que allí están. Así, el amor es eter­no como la muerte. Y todo lo demás es así, incluso biológicamente. En la danza debe tenerse principal­mente en cuenta el cuerpo y el cuerpo es la unión inseparable de carne y espíritu y su capacidad de ir más allá del límite es una lucha continua por la vida, que compren­de miles de años: la danza se reali­za así, con la victoria del cuerpo so­bre otros límites».
¿Y cuál es esta vena de donde brota sangre de milenios? «Hasta la edad de 3 o 4 años he respirado el sabor mágico del teatro Kabuki, de la vida en mi isla Hohaido. Tam­bién la atormentadora música de los cantores ciegos; las oraciones y cánticos de los peregrinos. He po­dido elegir una infinidad de artes desde pequeño. Sin embargo, cre­cía cada vez más con una insatisfacción mayor. Hasta que entendí que buscaba el imperativo de la natu­raleza humana: la sacralidad de la vida.
«La fe de mis padres me acom­pañaba en el descubrimiento del co­razón humano. Descubrí a Dosto­yevski, a Genet, a Artaud y a Euro­pa. Descubrí la sacralidad del hom­bre, que tiene necesidad de amar y de sentirse amado. Porque tam­bién el amor a sí mismo es necesa­rio, en cuanto conlleva la experiencia de la eternidad. A veces puede conducir incluso a la muerte. Esta es mi tierra que ha florecido aisla­da durante siglos. Y que ha estado presente en el Meeting. Y es, ante todo, la tierra del error. Todos los pueblos, como los individuos, se equivocan, tienen sus propios erro­res. Japón también tuvo su parte de culpa en la última guerra. Tiene necesidad de liberarse. El arte nace del error, del sentido del límite y del pecado. Si Japón hubiese ven­cido la guerra, su arte probable­mente no tendría tanta grandeza porque habría perdido la concien­cia de su culpa. Y, sin embargo, si­gue equivocándose, en esta frené­tica carrera de la producción. Pero es el drama de la vida. ¡Cómo me ha conmovido el «Job» del Papa Wojtyla! El drama de su grito de salvación. Todo el mundo respira hoy el aire de esta necesidad histó­rica: redescubrir la sacralidad de la vida».

Bienaventurado el pueblo que tiene necesidad de Parsifal
por Enrique Arroyo

La Bestia, Parsifal y Supermán» es el lema que este año ha reunido en Rímini a cerca de un millón de personas que han participado en el Meeting per l'amicizia fra i popoli (Encuentro para la Amistad entre los pueblos). Este título, lejos de ser un slogan sintético, ofrece la posibilidad de una profundización en la realidad del hombre actual y abre un interrogante sobre el tipo de cultura que estamos construyendo y sobre la concepción del hombre en que se apoya.
En una época como la nuestra, donde la pérdida del gusto por la vida es nota generalizada, el Meeting ha señalado el triunfo de Parsifal como imagen del hombre verdadero. Verdadero, porque abarca todos los aspectos de su humanidad vividos en una tensión fundamental hacia su propio destino. Y es justamen­te la pregunta sobre el destino lo que diferencia esen­cialmente al hombre de la bestia. Existen preguntas que constituyen la raíz misma de nuestra humanidad. ¿Por qué vale la pena que yo viva?, ¿cuál es el signifi­cado de la existencia? El contenido de nuestro sentido religioso coincide con estas preguntas. Son preguntas a un nivel inevitable e implícito en cualquier posición humana. Como la novelista Oriana Falaci: «El amar­go descubrimiento de que Dios no existe, ha matado la palabra destino; sin embargo, negar el destino es arrogancia y afirmar que nosotros somos los únicos ar­tífices de nuestra existencia es locura».
«Si niegas el destino, la vida se reduce a una serie de ocasiones perdidas, a una añoranza de lo que no fue y que sin embargo hubiera podido ser». El mal del hombre y del mundo actual, raíces de esa pérdida de gusto por la vida, es la ausencia de la conciencia del destino. No hay nada que vaya más en contra de la inteligencia y la razón que esto, porque no hay nada más evidente que el hecho de que somos creados, que no somos una construcción nuestra. De hecho de que somos creados, que no somos una construcción nuestra. De hecho, al igual que el hombre de hoy, dentro de 2000 años el hombre seguirá pre­guntándose un porqué, y ya que ésta es la expresión de lo que el hombre es, es decir, sed de verdad.
Sin conciencia del destino, el hombre queda re­ducido a pura reactividad. El hombre vuelve a ser úni­camente bestia cuando, en lugar de tender hacia la Ver­dad y escuchar los dictámenes de la razón, cede a la vileza del instinto y cae en un sentimentalismo frágil e inconsciente: hacer el bien como reflejo de un sentimiento, el deber de estudiar o de hacer un favor, el hecho de dar un beso o de aceptarlo; todo en función de mis apetencias o de las ganas que yo tengo.
«...¿ Quién es aquella gran sombra que no parece cuidarse del incendio, y yace tan feroz y altanera, como si no la martirizara esta lluvia? -y la sombra ob­servando que yo hablaba de ella a mi guía, gritó: Tal cual fui en vida soy después de muerto. Aún cuando júpiter causara a su herrero, de quien tomó en su có­lera el agudo rayo que me hirió el último día de mi vida, aun cuando fatigara uno tras otro todos los ne­gros obreros de Mongibelo gritando: Ayúdame, ayú­dame buen Vulcano, según hizo en el combate de Fle­gra, y me asaeteara con todas sus fuerzas, no lograría vengarse de mi cumplidamente».
En este fragmento del Canto 14 de la Divina Co­media, Dance hace de Caponea la imagen de un hom­bre que, revelándose a su condición de criatura, no acepta que su plenitud, la consecución de su infinito deseo, es fruto de un don. Es la gran tentación del que cree que, no por gracia del amor de Dios, sino por sí mismo, puede llegar a ser igual a Dios. Entonces es mejor fiarse del hombre que de Dios. El hombre de­be ser imagen del hombre, y cualquier referencia a Dios debe ser rechazada. Esta es la suprema mentira a la que, como expresa el Génesis, tiende el hombre: «Seréis como Dios, conoceréis el bien y el mal».
Esta gran mentira ha obtenido su gran victoria con el inmanentismo moderno y contemporáneo, al cual le es intrínseco el ateísmo. El inmanentismo inviste la estructura misma del pensar y del querer humano cam­biando la definición misma de la persona. Este cam­bio consiste, en primer lugar, en la afirmación de la primacía de la conciencia sobre el ser. La Verdad, en­tonces, no encuentra ya su último fundamento en la realidad a la que la conciencia se adecúa, sino en el juicio de la conciencia misma. El concepto de razón se reduce a: es verdadero lo que yo pienso que sea ver­dadero y simplemente porque yo lo pienso. No es la verdad lo que mide el pensamiento, sino el pensamien­to el que mide lo verdadero.
Las consecuencias de esta definición de razón son múltiples: ya no es posible hablar de bien y de mal sino de lo que cada uno cree que sea el bien y el mal. Así, es inútil hacer un juicio sobre las distintas pro­puestas éticas; inútil porque imposible. Imposible por­que, desde el momento en que el supremo criterio es el juicio de la conciencia misma, falta un criterio de discernimiento que se imponga a la conciencia de ca­da uno. Entonces es necesario acudir a un consenso so­cial sobre los valores éticos, lo que -en este contexto­ es como hablar de la cuadratura del círculo.
Con el inmanentismo, la gran mentira ha conse­guido la victoria completa, ha dado lugar al Supermán, el hombre elevado a Dios, porque decide lo que es el bien y lo que es el mal. Pero el Superman es un hom­bre que debe mentirse a sí mismo sobre sí mismo; de­be evitar ver o justificar cualquier hecho que lo recla­me a la verdad de su contingencia. Por otra parte, pa­ra afirmarse necesita de la violencia, de la negación del otro, por lo que en todo Superman hay -necesaria­mente- un déspota.
Esta imagen del Superman queda perfectamente dibujada en el estudiante Raskolnikov de «Crimen y Castigo». Dostoievski, prefigurado el superhombre de Nietzsche, expresa en Raskolnikov el problema de la libertad como total afirmación de uno mismo y del pro­pio poder. Para ello él es libre de amar la locura e in­cluso la destrucción y el caos. No hay ninguna ley, nin­gún principio racional ni moral que pueda limitarle. Raskolnikov, buscando la plena realización de su per­sona degenera en un rechazo de la propia condición humana; mata (violencia) para convertirse en Napo­león (Supermán) para no sentirse un piojo como to­dos, sino un hombre. Pero un hombre con atributos particulares, atributos que pertenecen a la naturaleza de Dios.
Raskolnikov necesita buscar una justificación para su acción, considerando a la vieja como un piojo in­digno de vivir; él, con el dinero robado, ayudará a su madre y a su hermana, e incluso se convertirá en bienhechor de la humanidad. Pero Raskolnikov en el fon­do de su conciencia no puede callar ni justificar todo. Toda la realidad se rebela frente a aquella acción y le acusa: es un asesino; incluso una mosca podía haberle visto y desenmascararle. Su psique está ya destrozada, roza el delirio.
En contraposición al Superman aparece el caballe­ro Parsifal. Parsifal buscando el Santo Grial -el Cá­liz que contuvo la sangre de Cristo- espera la supre­ma purificación. Parsifal es el hombre que tiende a su destino, que tiende a la verdad, a la justicia y amor verdaderos.
No debemos considerar a Parsifal como al prototi­po de héroe invencible e incontaminado que opone a los avatares del mundo su inalterable certeza. Una figura así es la de Galahad. Parsifal es, más bien, el hombre que experimenta de un modo dramático que entre la perfección del ideal y su consecución está por medio toda la aventura de la vida: con sus tentacio­nes, errores y caídas, contradicciones, desconfianzas consigo mismo y con los demás, etc. De hecho, cuan­do por fin logra encontrar el cáliz responde equivoca­damente la pregunta que le hubiera permitido hacer lo suyo y ve como tiene que volver a empezar. Parsifal no es entonces el héroe triunfante, sino un hombre, un hombre que es capaz de perseverar en el camino hacia el ideal a pesar de las derrotas.
Parsifal es, pues un hombre libre. Es el único que no tiene necesidad de vencer, de aplastar al otro, al enemigo, es el único que no tiene necesidad del po­der para ser; puede ofrecerlo todo porque el ideal le sostiene. Es la energía de la juventud que como Gius­sani señaló en el Meeting: «no ama el fruto porque lo muerde, sino porque es. No ama a la mujer porque es suya, sino porque es. ¡Qué infinita libertad! Así, la vida no corre triste de la juventud a la vejez, sino al contrario; es una juventud, un abrazo al mundo, cada vez más intenso y radiante». Un abrazo así, el abrazo del hombre que tiene conciencia de su Desti­no, es el abrazo de Parsifal, como refleja el texto de los «Pensamientos improvisados», de A. Sinyavski que publicamos en la contraportada interior de este mis­mo número.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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