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Huellas N.11, Octubre 1985

ENTREVISTA

Un reto que recogemos

Un coloquio con D. Femando Sebastián, secretario de la Conferencia Episcopal Española: uno de los personaje-clave de la actual Iglesia española, nacido en 1914, conocido por su sólida y refinada preparación intelectual y teológica unida a una sobresaliente aptitud organizativa. La conjunción de estas dos dotes le catapultó, en 1982, a uno de los lugares más delicados y sometidos a tensión de toda la estructura institucional de la Iglesia católica postconciliar: secretario de la Conferencia Episcopal española (CEE). Trabaja, pues, en el supermoderno edificio que la CEE tiene en la calle Añastro y que inauguró el Papa en su viaje de 1982.
En dos palabras, su currículum: religioso claretiano en 1946, sacerdote en el 53, doctor en teología en Roma por la universidad de Angelicum, en 1955. En la universidad Pontificia de Salamanca pasa de profesor de teología a decano y, posteriormente, a rector. En 1979 es nombrado obispo de León, pero en el 83 pasa a dedicarse exclusivamente como secretario de la CEE. Es centro de numerosos conflictos Iglesia-gobierno, lo que le vale la acusación en las columnas de
El País, de ser «el teólogo de la UCD». «Pequeñas polémicas inevitables cuando se desempeña un papel en la vida pública - sonríe Sebastián mientras se encoje de hombros- pero que no son suficientes para hacer que me sienta un perseguido».

Monseñor Sebastián: España deseaba y está toda­vía viviendo un vertiginoso proceso de cambio. ¿Cuál es hoy en día la mayor preocupación de la Iglesia, que en este proceso ha sido protagonista en todos los sentidos?
Nuestra preocupación actual -plasmada en el re­ciente pronunciamiento de la Asamblea Plenaria de los obispos, «Testigos del Dios vivo»- se concentra en el esfuerzo de orientar la conciencia comunitaria y per­sonal de los católicos españoles en el nuevo contexto social. Nuevo, no sólo políticamente, sino, sobre to­do, desde un punto de vista cultural. Por otra parte, la transición política del franquismo a la democracia acaece, principalmente, dentro del impulso de una exi­gencia de renovación cultural presente ya desde fina­les de los años 60.
Al hablar de conciencia comunitaria, usted ha en­trado en uno de los aspectos más problemáticos de la actual situación eclesial, no sólo en España sino en to­do el mundo: la ausencia de un «sentido eclesial»; es decir, la afirmación de la comunitariedad, de la con­ciencia católica que incomoda al poder -aquí en Es­paña, al poder socialista-...
Las dificultades no nacen sólo con el gobierno, si no incluso con los propios católicos. En nuestra me­moria pesa gravemente todavía el recuerdo del régi­men franquista. Poco después de la muerte de Fran­co, se afirmó entre los católicos españoles la tendencia a una fortísima autocrítica y al abandono de todo influjo de la Iglesia en la sociedad. Era una tendencia purificadora en la medida en que trataba de liberarse de todo dominio social que no fuese legítimo. Muchos llegaron incluso a teorizar una «Iglesia de las catacumbas», sin presencia, sin influencia, sin ninguna rele­vancia social, ni incluso religiosa o moral. Se acabó pen­sando que el cristianismo era un actitud individual, o, como mucho, de pequeños grupos, reducida a ni­vel familiar.
Cuando hoy en día los obispos invitan a los católi­cos a tener una conciencia común más clara y fuerte, a expresarse como una presencia activa y con una iden­tidad en la vida pública -no sólo en la política, pero también en la política-mucha gente se inclina a creer que queremos reconstruir la situación de los años 50. Nuestro trabajo tiene, obviamente, otra dirección. De­seamos que los católicos tomen una mayor conciencia de sí como Iglesia, como comunidad, en el contexto del nuevo régimen democrático y pluralista.

¿Por qué tantos problemas?
Porque se trata de una cosa inédita para los católi­cos españoles. No hemos tenido nunca la experiencia de encontrarnos frente al «no-yo», una experiencia que es parte constitutiva de la consciencia de sí. En Espa­ña todo era católico. Es por esto por lo que nos falta todavía el hábito de convivir pacíficamente con los de­más, conservando al mismo tiempo la conciencia de nuestra diferencia. Más todavía: sabiendo que pode­mos, y debemos, ofrecer a los hombres y a la sociedad algo que los demás no tienen o, por lo menos, no tan claramente como nosotros. Y no por una sobrevalora­ción nuestra... ¡sino más bien por la gracia de Dios! Todo esto, naturalmente, sin opresión, sin persecución, sin discriminaciones, sin privilegios: parece una pero­grullada, pero estos «sin» hay que repetirlos continua­mente en España, porque a la gente, frente a esta va­loración, lo primero que se le ocurre pensar es en aquella alianza entre la Iglesia y el poder -una alian­za más aparente que real-de los tiempos de Franco.

¿Existen algunos otros elementos que contribu­yan a la formación de esta mentalidad desconfiada y recelosa hacia la Iglesia?
Muy a pesar mío, somos esclavos de unos tópicos que hacen difícil una discusión moderada y objetiva. La palabra mágica de turno en España es la «moderni­dad», que, naturalmente, cada uno interpreta a su mo­do. El triunfo socialista en España vino precedido de esos slogans de «cambio» y «modernización». Elemen­to fundamental de estos slogans es la irrelevancia de lo religioso, considerado como un obstáculo para el progreso. ¡Pero, nosotros los católicos, no podemos ciertamente aceptar que nuestra fe sea considerada co­mo algo «involutivo», que no contribuye o incluso que impide un auténtico progreso del hombre!

No obstante esa mentalidad está hoy ampliamen­te difundida. Basta con leer los periódicos o ver la televisión. ¿Cómo se ha llegado a esto?
Voy a citar sólo dos motivos. El primero es que mu­chos católicos españoles practican eso que yo llamo la «pastoral de la simpatía». Es decir, que prestan mu­cha atención a que la «propuesta cristiana» sea estima­ble, aceptable por parte de los no-católicos; este de­seo de acercamiento, de no conflictividad, les lleva, sin embargo, a sobrevalorar los puntos de vista de los no-católicos y a medio esconder los aspectos más autén­ticos y originarios del catolicismo que podrían crear di­ficultades a quien no es católico. Esta pastoral del «con­cesionismo» da lugar a la paradoja de que aquel diá­logo, lleno de buena voluntad, se hace imposible, puesto que falta uno de los interlocutores. La renun­cia a las propias convicciones es la muerte de todo diá­logo. El segundo motivo es que en este cambio cultu­ral tan precipitado y acrítico, muchos católicos man­tienen, sin saberlo, los criterios de una mentalidad an­tirreligiosa, y juzgan la vida de la Iglesia con una sen­sibilidad extraeclesial. Esto explica las reacciones frente a nuestras palabras y frente a las del Papa, sobre te­mas como el aborto. El juicio se forma sobre la base de una mentalidad laica y liberal, antes que sobre una auténtica mentalidad religiosa. Todo esto sucede también gracias al sólido empeño de los medios de comu­nicación en difundir un sentimiento laicista y en cons­truir una imagen arcaica, antimoderna, de la jerarquía y del Papa. Una imagen que contraste precisamente con ese deseo tan profundo de modernidad existente hoy entre los españoles.

Con esta última referencia a los medios de comu­nicación se abre otro capítulo importante para com­prender la sociedad española actual. Hasta ahora us­ted ha hablado de las lagunas que marcan diferencias en parte del mundo católico, diferencias que usted se esfuerza en limar. No se puede, sin embargo, pasar por alto la actual política cultural del gobierno que a menudo cambia el viejo anticlericalismo por lá quin­taesencia de la modernidad.
Por nuestra parte estamos acostumbrados a ser ta­chados de intolerantes. Sin embargo tenemos frecuen­temente la impresión de que el laicismo se comporta en nuestras confrontaciones de un modo mucho más intolerante de cuanto podamos serlo nosotros frente a ellos. Es curioso que personas que «hacen profesión» de laicismo «moderno», reaccionen de un modo vio­lento cuando la Iglesia ¡sin ninguna pretensión de coac­cionar a nadie en las confrontaciones!, se manifiesta libremente o declara las propias doctrinas.

Recientemente usted ha esbozado de modo eficaz los tres rostros del anticlericalismo español: uno de derechas, que acusa a la iglesia de «traición», otro de izquierdas, que reprocha a la Iglesia el no asumir de­terminadas opciones políticas, y un último cultural, que considera el cristianismo como una enfermedad espiritual de la sociedad y de la persona. Decía usted que éste es el anticlericalismo más peligroso. ¿Por qué?
Porque es el más insidioso. No usa un tono vio­lento contra la Iglesia, pero deja entrever una profun­da intolerancia cultural. Soporta a duras penas que Es­paña sea todavía católica y ve en esta enfermedad el obstáculo que frena al país para entrar definitivamen­te en la época de la racionalidad, de la funcionalidad, de la primacía del placer, y así todo. Aquello que nos preocupa realmente no es tanto la repercusión que una actitud tal pueda tener en la vida institucional de la Iglesia -un reconocimiento menor, una menor rele­vancia social, etc ... - cuanto el deterioro de las con­vicciones éticas profundas de las que un pueblo nece­sita forzosamente.
Hoy en día existe algún indicio de «arrepentimiento», pero si se piensa que tan sólo hace tres años se abogaba por la despenalización y la liberación del uso de la droga se comprende la gravedad de este desar­me moral.

Pero volvamos a la Iglesia. ¿Cuál es el juicio suyo y de la Iglesia española con el que se afrontaría el pró­ximo sínodo extraordinario sobre el Concilio? Usted conocerá ciertamente los rumores sobre el «enterra­miento» del Concilio que ustedes los obispos de todo el mundo querrían hacer el diciembre próximo en Ro­ma, según los deseos de presuntas fuerzas involutivas...
Debo confesar que la idea de que el Sínodo pue­da constituir el «secuestro» del Concilio Vaticano II ni siquiera se me ha pasado por la cabeza. En primer lu­gar, me parece difícil comprender como un Sínodo puede hacer de contrapeso frente a la importancia y al poder que un Concilio tiene en la vida de la Igle­sia. En segundo lugar, un rechazo del Vaticano II se­ría para mí histórica, pastoral y teológicamente incom­prensible. Además, sobre todos estos temas he dialo­gado con el Papa; por tanto, conozco sus intenciones, encaminadas en dirección opuesta a lo que usted da a entender. Ciertamente, se hará un balance del post­concilio, lo que equivale a completar una revisión so­bre nosotros mismos en calidad de protagonistas de este período. En ese mismo sentido diría que la ini­ciativa del Sínodo es particularmente adecuada en cuanto que existe en la Iglesia una tensión entre di­versas interpretaciones del Concilio que conviene cla­rificar. Porque aquello que verdaderamente podría blo­quear y paralizar la fecundidad del Concilio, sería el endurecimiento de esta polémica entre las diversas po­siciones que tratan, estas sí, de «secuestrar» el Concilio.

¿Se espera algo en particular de la celebración de este Sínodo para España?
Espero que este Sínodo sirva como ocasión para una lectura más global del Concilio de cuanto se ha hecho hasta ahora. De hecho, en el postconcilio español, la atención ha recaído, principalmente, en aquellos as­pectos unidos al decreto sobre la libertad religiosa, por­que la contingencia política lo hacía en aquellos años de una actualidad mayor en España que en otros lu­gares del mundo. Hoy que las vicisitudes políticas se han estabilizado de algún modo, es posible leer y vi­vir el Concilio de un modo más amplio.

Usted sigue el trabajo que hace la Conferencia E­piscopal Española. ¿Cómo ha percibido las afirmacio­nes del cardenal Ratzinger sobre las conferencias epis­copales extraídas del famoso libro-entrevista que ya está también traducido al castellano?
No puedo negar que los juicios y la prevenciones que el cardenal expresa en relación a las Conferencias Episcopales me han sorprendido. Ciertamente, esos que él señala son riesgos reales; es más, opino que el cardenal tiene la impresión de que no se trata de me­ros riesgos y de que algo por el estilo ya ha sucedido. Pero, por otra parte, estoy convencido de que el car­denal no dice todo aquello que piensa. El mismo ca­rácter del libro contiene esta insidia; se trata simple­mente de respuestas a preguntas concretas del periodista y no de un concepto orgánico. El cardenal, evi­dentemente, ha hablado sólo de aquello que ahora le preocupa mayormente. Yo también he tenido la mis­ma experiencia. Cuando publiqué un artículo sobre «¿Dónde están los católicos españoles?» se me acusó de ser demasiado negativo, pero respondí que cuan­do yo llamo al médico quiero que me diga si estoy en­fermo, y no aquello que va bien. Esta es las interpre­tación que doy del «Informe sobre la Fe»: un análisis lúcido, vigoroso, de los aspectos negativos del post­concilio, sin la más mínima voluntad de disminuir los aspectos positivos que asimismo han surgido.

El cardenal pone en evidencia que las Conferen­cias Episcopales no tienen una «base teológica», a di­ferencia de los obispos por separado. ¿Qué piensa us­ted de esto?
Estamos preparando la renovación del reglamento de nuestra Conferencia y una de las mayores preocu­paciones es la de no desprendernos en modo alguno de la responsabilidad pastoral de los obispos residen­ciales. Nosotros queremos servir tan sólo de ayuda fo­mentando la comunicación, el diálogo, el tratamien­to común de los problemas y limitando al máximo nuestro intervencionismo. Por otra parte, los obispos están muy sensibilizados con cada intromisión de la conferencia en el campo de sus propias prerrogativas. En cuanto al fundamento teológico de las Conferen­cias Episcopales, en efecto, no existe; por lo menos co­mo carácter constitutivo de la Iglesia. Por otro lado, existe un fundamento teológico unido a la condición sinodal del ministerio episcopal. Elementos como la plenitud de la responsabilidad sacerdotal de los obis­pos, la unidad de su misión, la relación entre los pro­blemas con los que se encuentran, la naturaleza del mundo moderno donde todo está sujeto al imperati­vo de la intercomunicación, hacen que las Conferen­cias Episcopales, hallándose frente a estas dificulta­des, puedan ser consideradas, sin forcejeos, herederas de la gran tradición sinodal de la Iglesia. Así es como entendemos nuestro trabajo.

Entrevista realizada por Tomaso Ricci, de la publicación mensual «30 giorni»

 
 

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