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Huellas N.5, Septiembre 1985

AYER

Aquellas jornadas que soñaron cambiarlo todo

Javier A. Restán Martínez

- «Señor ministro, he leído su «libro blanco» sobre la juventud. Debe tener 300 páginas y no dice absolutamente nada del problema sexual de los jóvenes».
- «Yo me ocupo de favorecer los depor­tes. Los jóvenes estudiantes ganan mucho haciendo deporte».
- «Pero hay problemas sexuales... ».
- «Si usted tiene problemas sexuales le aconsejo meterse en la piscina».
- Ese es el tipo de respuesta que solían dar las Juventudes Hitlerianas».


En unos términos discurrió la conversa­ción entre Daniel Cohn Bendit y el minis­tro de la juventud francés que hizo famoso al primero ya antes de convertirse en una de las cabezas visibles del movimiento re­volucionario de mayo en 1968. Era un sig­no de lo que meses después sería una ver­dadera convulsión social y cultural inexplicable para muchos. Tanto es así que aún hoy los más agudos observadores, estudio­sos e incluso participantes de los «Sucesos revolucionarios» no coinciden en el análi­sis del origen y el significado de éstos.
Ciertamente es difícil una interpretación global de estas jornadas que sorprendieron a Occidente, pues en ellas confluían y ad­quirían unidad muy diversas tendencias y circunstancias. Se han dado, hablando ge­néricamente, tres modos de análisis de los sucesos: quienes los interpretan como una crisis cultural, los que subrayan las crisis so­cial como su motivación y objetivo esen­ciales y los que piensan que se trataba de una revuelta de intencionalidad política. Todas ellas se justifican con facilidad pues ciertamente mayo del 68 tuvo los rasgos de una «crisis de civilización», una crisis de la cultura adormecida y el anuncio de nuevos estilos de vida alternativos a la sociedad de consumo y sus modelos de conducta.
Quizá sea más débil la interpretación política de los hechos. Para los que defienden esta, la agitación universitaria y sindical en los meses de mayo y junio responden a una intencionalidad subversiva, detrás de la cual estaba el Partido Comunista, que aprovechaba la coyuntura de los bajos sa­larios y el elevado paro que en ese momen­to soportaba Francia. El objetivo sería, de este modo, el derrumbamiento de las insti­tuciones republicanas y en concreto del General De Gaulle. Lo cierto es que si es­tos meses de revuelta se resolvieron en una crisis política y en unas elecciones, esta in­terpretación es claramente errónea pues no cabe duda que el Partido Comunista, la izquierda tradicional y los mismos sindicatos no estuvieron en el comienzo de los suce­sos, sino que más bien se vieron arrollados por la fuerza de éstos, y no supieron estar a la altura de sus exigencias.
Mucho más objetivo es remarcar el ca­rácter de crisis social, si queda claro que ésta nunca fue una protesta reivindicativa, ni exclusiva ni esencialmente. La repulsa no tuvo un carácter estrictamente econó­mico sino que se dirigía más hacia la tec­nocracia y la burocracia que hacia el capi­talismo económico; de ahí que la lucha fuera dirigida más contra un modo de ges­tión y en favor de una nueva toma de res­ponsabilidad social de los trabajadores (democratización de las empresas, autoges­tión, etc.).
Nosotros creemos que una visión «espi­ritualizante» que haga abstracción de la crisis social, se hace absurda e incompleta.
Pero la profunda crisis social ha de consi­derarse en el marco de una agitación cultu­ral de trascendencia extraordinaria en nuestro siglo. Desde este marco podemos comprender más radicalmente los aconteci­mientos del mes de mayo del 68 en París.

LOS INICIOS
La chispa que hizo encender la pólvora fue la ocupación de la Facultad de Letras y de Ciencias Humanas de Nanterre por par­te de unos 50 jóvenes a los que casi no les unía ninguna convicción teórica propositi­va sino una acción de protesta. Esta ocu­pación dio lugar a lo que la prensa llamó el «Movimiento del 22 de marzo», en él con­fluían fundamentalmente una corriente de oposición antiimperialista (rechazo de la intervención americana en Vietnam) y una corriente de protesta por el sistema docen­te. A la larga esta última sería la protesta de mayor densidad y el cauce para una re­vuelta social y cultural que aquellos prime­ros ocupantes de Nanterre no sospecha­ban. Se trataba fundamentalmente de una lucha por la participación en las estructu­ras docentes y una importante batalla por conseguir el libre acceso y el fin de la sepa­ración entre chicos y chicas en las residen­cias universitarias.
Es importante resaltar como estos pri­meros sucesos que provocaron el cierre de Nanterre se produjeron siempre al margen de todos los partidos izquierdistas oficia­les, e incluso con su desaprobación y des­confianza. Se trataba de un movimiento radical de izquierdas falto de toda organi­zación e incluso de cohesión interna, pues en el Movimiento del 22 de marzo se da­ban cita individuos de pertenencias izquier­distas muy dispares (anarquistas, trostkis­tas, maoistas, situacionistas... ). Sin embar­go no fue el papel de los grupúsculos y las vanguardias revolucionarias al estilo trost­kista lo más significativo de este movi­miento; se trataba de algo mucho más no­vedoso: en mayo del 68 se empezaba a ma­nifestar una profunda inflexión en la tradi­ción socialista europea.

¡LEVANTAD BARRICADAS!
El 3 de mayo la UNEF (Union National des Etudiants de France) y el «22 de marzo» convocaron un mitin en el patio de la Soborna. Se producen los primeros cho­ques entre estudiantes y polícia. En la tar­de y la noche del 6 de mayo se suceden ma­nifestaciones violentas en el barrio latino con un saldo de casi 600 heridos, y conti­núa el clima de agitación callejera en los días siguientes. Con excepción de una cierta solidaridad de sectores de izquierda in­dependiente (telegrama de apoyo de 5 pre­mios nobeles: Jacob, Kastler, Wolff, Mau­riac, Monod) y una atención grande de la CFDT (Confédération Francaise et Démo­cratique du Travail) no despiertan excesivo interés ni se concede trascendencia a estos hechos, y mucho menos en el ámbito sindi­cal (CGT).
Sólo la noche del 10 al 11 de mayo abrió los ojos a toda Francia, cuando se levanta­ron barricadas en el centro de París y se combatió durante horas contra la policía y la CSR. El levantamiento de un sistema de barricadas en todo un barrio era un hecho que despertaba en el instinto francés una gran tradición revolucionaria: Francia mi­ra desde ahora con seriedad el movimiento de los estudiantes revolucionarios. Los sin­dicatos se ven arrastrados por estos hechos que les desbordan e intentan tomar cartas en el asunto participando en la gran mani­festación del 13 de mayo junto a la UNEF, con la que llegaron a un difícil acuerdo de convocatoria. La manifestación fue un éxito sin prece­dentes, y reunió a cerca de un millón de personas en París y grandes multitudes en otras ciudades. La revuelta adquiere unas dimensiones de verdadero peligro para la República. Esa misma noche los estudian­tes ocupan la Sorbona, se organiza la ad­ministración de la universidad por los pro­pios estudiantes y comienzan los grandes debates sobre la revolución cultural y uni­versitaria.

LA EXPLOSIÓN DE LA PALABRA
¡Había que hablar! Las asambleas fue­ron una de las características más simbóli­cas de estas jornadas. Se intentaba ponerlo todo en cuestión y de golpe, criticar todo para desarrollar una contestación perma­nente del orden burgués. Parecía como si el ideal a alcanzar fuese la asamblea conti­nua y como consecuencia se multiplicaron los comités de discusión y acción. Para im­pugnar el sistema cultural y sociopolítico había que intervenir sobre él de una mane­ra radical y directa (democracia directa, acción directa). Se trataba de reivindicar la capacidad de iniciativa de los individuos frente a la «sociedad espectacular» que les sumía en la pasividad social y cotidiana.
Por esto mismo es importante señalar la pretensión de los revolucionarios de anular el concepto tradicional de autoridad y en su lugar hacer prevalecer el de autogestión. De ahí que fuese paralela la intención práctica de crear unas estructuras alternati­vas de poder, fundamentalmente a través de los comités de ocupación tanto en las universidades como en las fábricas. Fue precisamente en el seno de estos comités donde se empezaron a vivir las contradicciones de fondo de este sistema «consejis­ta», «autogestionario» y la inviabilidad de la asamblea continua. En la ocupación de la Sorbona se eligió un comité controlado por situacionistas (los sectores más radica­les de la izquierda) pero fueron surgiendo multitud de feudos cada uno de los cuales tenía una pretensión de totalidad. Lo cier­to es que la JCR y FCR (Trostkistas), los maoístas, etc., quisieron aislar a los situa­cionistas en el comité.
Efectivamente coexistían en la Sorbona tendencias «reformistas», de izquierda «tradicional» y situacionistas. Pero fue la presión de esta última minoría la que dio un carácter peculiar a la ocupación de la Sorbona frente a los acontecimientos de Nanterre. En la Sorbona se trató de crear un ámbito de libertad total de debate, pero la realidad es que ese intento se vio contra­dicho por la constante manipulación de las asambleas, la lucha por el poder entre los grupos y la violencia que subyacía en la ex­presión y la acción cotidiana. El ansia por manifestarse dio lugar a las célebres pinta­das que en pocas horas llenaron toda la universidad y muchos muros de la ciudad.
Aunque se intentó un forzado acerca­miento a los obreros y un entronque con la lucha general de la clase obrera por el so­cialismo, en la Sorbona el movimiento des­tacó por su carácter de impugnación cultu­ral a veces frenético y exuberante.
Fue en Nanterre sin embargo, dominada por los estudiantes del «22 de marzo», donde se vivió una intencionalidad más se­ria y constructiva de vincular el movimien­to de protesta estudiantil a la renovación de los movimientos sociales de base. Aflo­raba en los debates y en la misma experien­cia que se vivía en estas jornadas, una de las crisis más profundas del marxismo desde sus orígenes, al ser afectado en sus es­quemas más esenciales.
El marxismo estaba siendo desmitificado por la tremenda acusación de los disidentes rusos que abrían los ojos a Occidente ante la realidad de un socialismo reducido a máquina de Estado y finalmente al Gou­lag, a los campos de concentración. Pero al mismo tiempo el marxismo se enfrenta­ba por primera vez a una sociedad «post­industrial» avanzada, siendo él mismo por el contrario, un fruto de la revolución in­dustrial. Este último aspecto era el más grave, pues si la denuncia de los disidentes siempre permitía argüir que la revolución soviética estaba degenerada y que era posi­ble una experiencia distinta a partir de los mismos presupuestos, la situación social europea empezaba a transformar las cir­cunstancias generales para las que había sido una respuesta el marxismo «científico»: el fin del movimiento obrero tradicional, la disolución de la idea revolucionaria, la mejora sustancial de los niveles de vida de los trabajadores, el surgimiento de nuevos movimientos sociales, el creciente fortale­cimiento de los Estados democráticos, etc. Todo esto que ahora es evidente, se empe­zaba a vivir convulsivamente en la socie­dad francesa y especialmente en la izquier­da más libre.

EL SIGNIFICADO DE UNA PROTESTA
Los sucesos del 68 ponían en cuestión los objetivos de la sociedad europea. Fue­ron una brecha que lo rompía todo aunque no fuese capaz de proponer una alternati­va; pese a que la respuesta que daba estaba hueca o por lo menos era insuficiente el dedo señalaba correctamente en muchas ocasiones.
El ideal de una sociedad sin conflictos una vez conseguido un crecimiento econó­mico que eliminara la escasez, se vino aba­jo por las mismas evidencias de ese falso paraíso consumista. El crecimiento mate­rial tal como se había desarrollado hasta ese momento estaba reduciendo la vida de los hombres a sus imperativos económicos, sometía a los individuos a la pasividad so­cial, creaba un aumento de la injusticia y la violencia internacional y estaba facili­tando un creciente totalitarismo ideológico en las democracias más avanzadas. Esta si­tuación fue duramente contestada por el Mayo francés; se sacudieron las evidencias y certezas incuestionables del orden de co­sas que se vivía.
Podemos decir que se manifestaba con crudeza la «ambivalencia del desarrollo». El desarrollo se había vivido como una tensión hacia la expansión económica y el crecimiento material ignorando la unilate­ralidad de ese proceso que dejaba en la os­curidad el problema de la plena realización humana. Este proceso había sido lúcida­mente denunciado por las encíclicas socia­les proponiendo un entendimiento del de­sarrollo como paso de condiciones menos humanas a condiciones más humanas. En definitiva las contradicciones de la socie­dad de consumo mostraban que el objetivo del desarrollo no podía ser tan sólo el cre­cimiento material olvidando quién es el su­jeto de ese desarrollo y cuáles son sus nece­sidades reales. Pero es precisamente aquí donde la izquierda marxista se encontraba desnuda, pues dentro de su tradición no había elementos para responder a esta pre­gunta radical.
Entendámonos: el mismo Cohn-Bendit reconoce que la gran experiencia de la iz­quierda a partir del 68 ha sido el descubri­miento de una nueva relación con la subje­tividad; pero este descubrimiento ha mos­trado la debilidad, insuficiencia y superfi­cialidad del planteamiento marxista. Por­que el 68 no fue una idea política sino el signo de una ruptura con toda una civiliza­ción. Un intento de tomar el núcleo de las exigencias radicales de la vida humana pe­ro al mismo tiempo el drama de encontrar­se con la imposibilidad de responder a és­tas desde el discurso ideológico marxista.
Subyacía una necesidad de plantear el problema del sujeto como actor de la polí­tica; un sujeto que no se viera escindido por un lado en su necesidad de realización personal y por otro en su socialidad y su práctica política. Este problema funda­mental estaba siendo vivido y afrontado dentro del pensamiento cristiano de una forma seria y comprometida. Es el caso de , la revista «Esprit» de Mounier y el conjunto del personalismo francés (Maritain, Ber­diaev ... ) o la reflexión teológica de Guar­dini, Daniélou, Henri de Lubac. O en la Europa oriental los círculos intelectuales surgidos en torno a las revistas Znak, Ty­godnik Pwszechny de Cracovia y Wiez de Varsovia. Incluso, como señala Gianfranco Dalmasso, esta temática fue enfocada por experiencias cristianas concretas como Comunione e Liberazione en Italia, que tuvo, sociológicamente hablando, su ori­gen en el gran debate cultural que se vivió en el 68 en la universidad italiana.
Pero la tradición cristiana era algo irri­sorio a los ojos del gran movimiento del 68. No se trataba de juzgar el papel de los cristianos o de la jerarquía eclesiástica en los hechos (el arzobispo de París, monseñor Marty, intentó aportar un juicio claro, comprensivo y crítico frente a los sucesos; visitó las barricadas y emitió varios comu­nicados haciendo un llamamiento a la cal­ma y a una solución justa) sino que se ha­cía tabla rasa de la cultura cristiana. Ex­cepto algunas iniciativas destructivas de los situacionistas: «¿Cómo pensar libremente a la sombra de una capilla?», «Descristia­nicemos inmediatamente la Sorbona», el catolicismo como posibilidad cultural de transformación fue simplemente ignorado.

LA MUERTE DEL MOVIMIENTO
Se puede decir que a partir de la masiva manifestación del 13 de mayo junto al mo­vimiento universitario se desarrolla una se­gunda fase de la crisis del 68: la de la agi­tación social generalizada. Una huelga sal­vaje se extendió sin ninguna convocatoria inicial de los sindicatos y sin embargo en una semana había de 7 a 9 millones de huelguistas con la novedad de las ocupa­ciones de fábricas y la constitución de comités obreros de gestión y defensa de la ocupación. La huelga generalizada, orde­nada ya por los dirigentes sindicales ante el hecho de que la base se estaba dejando conducir a las huelgas salvajes, se había extendido a todas las industrias metalúrgi­cas, químicas, la Renault, Ferrocarriles, Air France, etc., así hasta llegar el 23 de mayo a una paralización casi total del país. En este ambiente se iniciaron dos días después las «conversaciones de Grenelle» entre los sindicatos y el Ministerio de Asuntos Sociales, presididas por Pompi­dou. Esto significaba un cambio de sentido importante en los acontecimientos pues los sindicatos, especialmente la CGT, no entendían ni compartían la motivación que había dado lugar a esta sacudida revolu­cionaria en Francia. La firma de los Acuerdos permitió una lenta pero progresi­va pacificación social, pese a la oposición de los sectores obreros más radicalizados y de los estudiantes, que mantenían las ocu­paciones de fábricas y Universidad. La iz­quierda estaba claramente dividida: mien­tras la CGT reunía masivas manifestacio­nes politizadas en apoyo del Frente Popu­lar con el respaldo del Partido Comunista, la nueva izquierda surgida del movimiento de Mayo se negaba a aceptar este fin y acusaba a aquellos de haber traicionado lo que podía haber sido la «primera lucha socialista que responde al capitalismo moder­no».
Pero esta nueva izquierda que había ori­ginado el Mayo revolucionario estaba que­dándose exhausta. El 30 de mayo el gene­ral De Gaulle dirige a la nación su famoso discurso, en medio de una expectación ex­traordinaria, convocando a una acción cí­vica contra la amenaza del «comunismo totalitario». Después de la alocución, cien­tos de miles de personas invaden los Cam­pos Elíseos en lo que constituía la respues­ta a la manifestación del 13 de mayo, para apoyar a De Gaulle. Pero sin duda desde el punto de vista político el hecho más im­portante y que marcó el fin de los sucesos fueron las elecciones legislativas del 23-30 de junio con el triunfo aplastante de la UDR y los republicanos independientes. La revolución había acabado.
Como profunda crisis social que fue, Mayo del 68 supuso la respuesta socialista a los problemas que planteaba un nuevo sistema técnico de producción y por tanto el ascenso y protagonismo social de técni­cos, cuadros, estudiantes e intelectuales. Pero la espontaneidad de la revuelta, su falta de organización y la escasa importan­cia numérica de este nuevo grupo social, así como la carencia de un proyecto, hicieron incapaces de dar forma política viable a sus logros. El movimiento revolucionario ignoró al estado, pero llegó un momento en que o se era capaz de derribar al Estado, o éste anularía la oposición revolucionaria. Sin embargo, como dijimos al principio esta crisis social se enmarca en una profun­da crisis espiritual de la que fueron espe­cialmente conscientes los estudiantes. El movimiento universitario en sus debates, en su propuestas, en sus acciones se vio prisionero de una hiperideologización asfi­siante que le incapacitó para dar respuesta a las inquietudes y exigencias humanas que confusamente había descubierto.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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