Querido Raúl:
En la carta anterior te decía que todavía me queda algo por tratar. Algo, además, de gran importancia: el aspecto transformador, en los individual y colectivo, de la belleza. Hoy comienza a ser ese día, pues he visto una película inglesa, Otro país, de Marek Kanievska, primerizo cineasta de origen polaco, con guión de Julian Mitchell (autor de la pieza teatral que sirve de trama a la película), que me invita a ello. Fui ese día al cine casi desprevenido -¡ventajas del vivir en provincias!-, pero con un contexto global suficiente para ver al punto la referencia al grupo de exquisitos ingleses de élite que se convirtieron en espías de la URSS hasta que se descubrió la «traición» a mediados de los años cincuenta.
Es una historia singular. Estamos en un microcosmos como sólo un «colegio público» inglés (privado y reservado al máximo) puede serlo. Estamos en 1932. Se educa allí de una manera extrañamente particular a lo que va a ser la crema misma del país. Ahora los vemos en su niñez y adolescencia; luego irán a las universidades de Cambridge y Oxford. El mejor microcosmos en donde se refleja el macrocosmos de la élite y el poder.
En este contexto es una reflexión perfectamente atinada desde un punto de vista particular, desde la perspectiva de un «ser diferente», que pone en evidencia las estructuras de un poder que se perpetúa, y que desde el mismo comienzo de la vida prepara a los suyos. Liberalismo de esa educación (en una encuadernación lujosa, pero que produce un más que férreo encuadre. Reproducción en cachorros que se preparan ya a ser leones como los otros).
Microcosmos en el que los «mayores», sin embargo, están extrañamente ausentes. Aparecen como figuras que dejan entrever un paisaje rechazado por la diferencia (la madre, el coronel que se casa con ella) o vulgares entrometidos como ese profesor que «mete la pata (provocando el suicidio de un alumno «diferente») pues un profesor no va a los vestuarios: se nota que no fue antiguo alumno». Y, sin embargo, son ellos, los mayores, dueños y señores de la reproducción educacional, con una pasmosa habilidad para, sin estar, hacerse presentes en producir lo que esperan que se produzca, lo que debe ser; para tomar en sus manos también situaciones que deben enderezarse cuando quieren sobrepasarse e ir más allá del juego o del ardor juvenil, convirtiéndose en signos inequívocos de la «diferencia», sea diferencia sexual, sea diferencia política.
Porque la diferencia provoca rompimiento absoluto en ese mundo que apunta, mostrando un comportamiento que busca un mundo distinto; quizá mejor, quizá más libre, en todo caso menos convencional y centrado en el férreo poder social. Momento gravísimo, pues es cuando la educación ya no es reproducción.
Mirada crítica incluso de la diferencia. El final de la historia nos muestra que nada ha producido en verdad de diferente, como no sea la soledad de una vejez sin esperanza ni añoranza («no afloro nada, excepto el cricket»). Y, sin embargo, la rebelión de las diferencias fue una bocanada de autenticidad en un mundo inauténtico.
Y lo que me encanta de esta película es que sólo hay una historia que se va relatando y nos señala imaginativamente todo lo que lleva en su seno. No lo hace con discursos, con ideologías, con convicciones que se repiten para que captemos el mensaje. Todo está encerrado en una historia que vemos ante nuestros ojos. Historia que, como siempre, tiene palabras, pero sobre todo tiene luces, músicas, colores, movimientos de cámara, que son junto a la presencia de los actores, sus movimientos, los edificios, canales y jardines, las letras y las reglas sintácticas con las que se nos cuenta un cuento que va mucho más allá del mero cuento. No hay «mensaje», porque todo lo que tenemos delante es mensaje que se recrea en nosotros, activos espectadores. Microcosmos que es, nuevamente, una manera de mirar el macrocosmos entero, desde un singular punto de vista.
Capacidad maravillosa de sugerir por alusiones que proceden de la imaginación y de la sensibilidad. El ahorcamiento no se enseña con lenguas salientes, carnes tumefactas y gestos de muerte, sino con una túnica que cae, unas zapatillas que se descalzan y un cuerpo bello (el de la princesa) que es retirado, como en Mizoguchi. Desde ahí es desde donde comienza a entenderse el efecto transformador de la belleza. Sin ella no cabe lugar para la transformación.
No es, pues, esta película una reflexión sobre el comunismo y la homosexualidad -aunque ahí están-, sino una bella reflexión cinematográfica sobre la educación reproductora, sobre la apertura a la diferencia, una reflexión preciosa sobre la sociedad y sobre la historia.
Un abrazo
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