En la tragedia actual resuena la continua provocación (no escuchada) de los pontífices sobre el camino para reconstruir el Viejo Continente y su contribución al mundo. Sin linfa vital, solo quedará «la antigua tentación de querer redimirse uno mismo»
«Si Europa debe seguir existiendo en el futuro, si el mundo aún necesita a Europa, esta deberá mantener su entidad histórica determinada por la figura de Cristo. Más aún, debe convertirse, con seriedad renovada, en lo que ella misma es, según su propia esencia. Si abandona ese núcleo, lo que aún perviva de ella no significará demasiado», escribía Romano Guardini en 1946, cuando las ruinas de la Segunda Guerra Mundial todavía ocupaban las calles de Europa. Sin Cristo, sin referencia a su presencia, Europa sería tan solo una palabra vacía, «o se vuelve cristiana o dejará de existir». Un concepto que también tenían muy claro los padres fundadores de la Comunidad Económica Europea, empezando por Robert Schuman, que soñaba con «una Europa de catedrales», llamada a reunir bajo sus bóvedas a pueblos enteros que habían luchado entre sí hasta hacía poco. Pero con el paso del tiempo las catedrales fueron reemplazadas por los mercados, dando prioridad al comercio sobre las inspiraciones espirituales. Su alma, tan tangible al principio, se fue desvaneciendo entre los trámites de la burocracia comunitaria y la pretensión de difundir derechos que se juzgaban absolutos y válidos para todos.
En 2016, al recibir el Premio Carlomagno en el Vaticano, el papa Francisco hizo un diagnóstico muy claro. «Esta “familia de pueblos”, que entretanto se ha hecho de modo meritorio más amplia, en los últimos tiempos parece sentir menos suyos los muros de la casa común, tal vez levantados apartándose del clarividente proyecto diseñado por los padres. Aquella atmósfera de novedad, aquel ardiente deseo de construir la unidad, parecen estar cada vez más apagados; nosotros, los hijos de aquel sueño estamos tentados de caer en nuestros egoísmos, mirando lo que nos es útil y pensando en construir recintos particulares. Sin embargo –añadía el Papa–, estoy convencido de que la resignación y el cansancio no pertenecen al alma de Europa». No es historia reciente, aunque ahora se vean los efectos más dramáticos de un proceso que comenzó hace décadas. En 1981, san Juan Pablo II advertía que aquella era una Europa «en la que se hace cada vez más fuerte la tentación del ateísmo y del escepticismo; en la que arraiga una penosa incertidumbre moral (…) en la que domina un peligroso conflicto de ideas y de movimientos. La crisis de la civilización (Huizinga) y el ocaso de Occidente (Spengler) solo significan la extrema actualidad y necesidad de Cristo y del Evangelio».
El telón de acero aún pesaba mucho desde el Báltico al Mar Negro aunque más adelante, cuando se trató de tender la mano a una Rusia aturdida por el derrumbe soviético, Europa se mostró desconfiada. Muy ocupada debido a sus socios comerciales y sus ocasiones de provecho, lentamente dejó que Moscú se deslizara hacia Asia y acabó entregándola a los brazos chinos. Moscú era útil por sus gaseoductos y por sus enormes yacimientos de materias primas. Juan Pablo II advirtió a tiempo que «los cristianos no pueden respirar con un solo pulmón; se necesitan dos pulmones, el oriental y el occidental». De lo contrario, Europa se acabaría mostrando como una mera construcción burocrática. Por eso, el Papa polaco insistía en la importancia de reconocer las raíces judeo-cristianas de Europa. No se trataba de poner un sello cualquiera a los tratados constitucionales, ni de la presunción de reivindicar con orgullo un espacio para la Iglesia. Sencillamente, era la constatación de que un cuerpo sin alma caería a tierra a la primera ráfaga de viento en contra. «Efectivamente, tenemos una Europa de la cultura con los grandes movimientos filosóficos, artísticos y religiosos que la distinguen y la hacen maestra de todos los continentes; tenemos la Europa del trabajo que, mediante la investigación científica y tecnológica, se ha desarrollado en las diversas civilizaciones, hasta llegar a la actual época de la industria y de la cibernética; pero –seguía diciendo Juan Pablo II en 1981– está también la Europa de las tragedias de los pueblos y de las naciones, la Europa de la sangre, de las lágrimas, de las luchas, de las rupturas, de las crueldades más espantosas. También en Europa, a pesar del mensaje de los grandes espíritus, se ha hecho sentir pesado y terrible el drama del pecado, del mal que, según la parábola evangélica, siembra en el campo de la historia la funesta cizaña. Y hoy, el problema que nos angustia es precisamente salvar a Europa y al mundo de catástrofes ulteriores».
Europa no puede ignorar sus «fundamentos espirituales», porque solo así podrá «hallar una plataforma de encuentro entre las varias tensiones y las diversas corrientes de pensamiento, a fin de evitar ulteriores tragedias». Ese llamamiento cayó en el vacío. A principios de los años dos mil, cuando la Unión Europea trabajaba para dotarse de una Carta constitucional, el Papa sugirió varias veces que el Preámbulo se refiriera a sus raíces judeo-cristianas. No se hizo nada, se remarcó la orgullosa imparcialidad de la UE y se despreció el esfuerzo del viejo pontífice casi como si fuera un nostálgico del poder temporal. El presidente de la Convención, el organismo encargado de redactar dicho documento, era el antiguo jefe de Estado francés Valéry Giscard-d’Estaing. Precisamente él, según dijo hace unos años monseñor Rino Fisichella, actual presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, aseguró que «otros no quisieron aceptar esa referencia, pero sé por mis fuentes que él tampoco quiso. Se contactó con una personalidad italiana de la Santa Sede para entregarle una carta del Papa y Giscard le respondió: “Lo mejor será que la guarde en el bolsillo y no me la entregue”».
No es difícil comprender por qué hoy la élite intelectual rusa, mientras los tanques avanzan en Ucrania y cientos de miles de civiles se dirigen a las fronteras occidentales, muestre su sorpresa ante la respuesta europea, que aparte de las sanciones económicas ha decidido castigar también a los deportistas y artistas con pasaporte moscovita. Llegando hasta lo más bajo, apartando a Dostoievski y a los libros rusos de las ferias de libros en Occidente. Tras una breve etapa de acuerdos y abrazos, Rusia ha vuelto a ser un cuerpo extraño en Europa, una amenaza que se extendía desde el Báltico hasta Siberia. ¿Pero acaso una Europa «en búsqueda de su propia identidad» tras «el derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado trágicas utopías», citando a Benedicto XVI, podía atraer el corazón de ese pueblo? Lo estamos viendo estas semanas, cuando figuras de la cultura y de la Iglesia ortodoxa repiten –llevando hasta el extremo la onda nacionalista– que Rusia representa el muro de contención de la secularización occidental, que Rusia es la única depositaria de los verdaderos valores, mientras Europa se enroca en debates sobre los «nuevos derechos».
En vísperas del histórico encuentro en La Habana entre el papa Francisco y el patriarca Kirill, en febrero de 2016, el padre Romano Scalfi afirmó que «nuestro relativismo occidental y el culto de la fuerza rusa necesitan volver a confrontarse con este pensamiento. Ambos necesitamos revisar nuestras posiciones». En realidad, añadía, «hay muchas cosas que nos unen y en vez de apartarlas para concentrarnos en tácticas políticas, deberíamos volver a lo esencial. Hace falta valor para mirar lo esencial, solo eso puede unirnos». Lo esencial. Porque, como apuntaba Benedicto XVI en una catequesis de 2008 sobre la figura de san Benito, patrono de Europa, «para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa. Sin esta savia vital, el hombre queda expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo XX, como puso de relieve san Juan Pablo II, provocó “una regresión sin precedentes en la atormentada historia de la humanidad”». Esa es la trágica actualidad.
*Vaticanista del diario italiano Il Foglio Quotidiano
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