Dentro del conflicto, el dolor no encuentra refugio. Los hechos, la memoria, los encuentros… y esa necesidad de perdón que devuelve al hombre el derecho a llamarse hombre
«Cristo no eligió; Cristo murió porque los justos son perseguidos y porque los pecadores se encaminan a la perdición», decía en agosto de 1968 el metropolita Antoni de Suroz a sus fieles, que asistían atónitos a la invasión de Checoslovaquia, a la entrada de los tanques en Praga para sofocar la “primavera” que tantas esperanzas había despertado, incluso dentro de la URSS.
Ahora también parece que la violencia y el terror salen triunfantes en la historia. También ahora estamos perdidos, confusos y angustiados ante un conflicto de inmensas proporciones y a menudo buscamos refugio en justificaciones y seguridades que son engañosas, ponemos nuestra esperanza en análisis geopolíticos o –retomando las palabras del metropolita Antoni– «cuando el cáliz de la ira, el cáliz del dolor, el cáliz del sufrimiento se llena hasta el borde y rebosa», parece que la única respuesta posible es la maldición y la venganza.
Pero Suroz indicaba otra vía, aunque no dudaba en calificarla de «tremenda y exigente», la del misterio de la cruz de Cristo, señalando al mundo a «Aquel que quiso unirse tanto con los que tenían razón como con los culpables, que abrazó a todos con un mismo amor, el amor del sufrimiento que padeció en la cruz». «Y yo os invito a todos vosotros, que veis lo que está pasando en el mundo», continuaba, «a valorar una vez más cuál debe ser nuestra postura como cristianos, dónde está nuestro lugar en medio de este desgarro de nuestros tejidos, de donde manan sangre, lágrimas y horror, y comprender que nuestro lugar está en la cruz, y no simplemente a los pies de la cruz».
Creo que nunca he calibrado como en este momento la profundidad de ciertas palabras de don Giussani sobre la misericordia, que a veces querríamos eliminar de nuestro vocabulario humano, mientras que en realidad indica el juicio supremo de la historia y la auténtica estatura humana, que solo es posible alcanzar cuando se tiene la experiencia de ser el primer objeto de la misericordia divina.
He podido ver su verdad, su sorprendente concreción. Sobre todo en la figura del papa Francisco, en sus imploraciones apasionadas y vehementes, en sus gestos ajenos a etiquetas y protocolos, como su visita a la embajada de la Federación Rusa en la Santa Sede o su entrevista del 16 de marzo con el patriarca ruso ortodoxo Kirill, que hace unos días escandalizaba a la opinión pública mundial con sus palabras de apoyo a la «operación militar especial» de las tropas rusas, presentada como una especie de cruzada contra la corrupción moral de Occidente. Después de las posturas asumidas por ambos líderes religiosos, ya parecía imposible un diálogo entre ellos, y en cambio lo ha habido, ha habido un encuentro real. Sin renunciar a la verdad y a la justicia, Francisco ha testimoniado que siempre es posible, más aún, necesario, reabrir un diálogo que implique devolver al interlocutor su dignidad originaria y una confianza basada en una justicia que no se limite al ámbito judicial sino que se asome al misterio de la misericordia.
Hoy nos damos cuenta de que solo esta experiencia de perdón, de acogida del otro, puede abrir una espiral de esperanza, trazar una vía de reconciliación en la vorágine de extrañeza y de odio que se ha abierto entre dos pueblos cuyos destinos están tan estrechamente ligados desde tiempos seculares. Una espiral de esperanza también frente al temible espectáculo del estadio moscovita abarrotado por una multitud coreando la guerra de Putin el pasado 18 de marzo. Justo ese día, como si se hubieran puesto de acuerdo, muchos amigos rusos colgaron en Facebook las palabras de Péguy sobre la esperanza, «una niñita de nada, pero sin embargo esta niñita atravesará los mundos… ella sola guiará a las virtudes y a los mundos, una llama romperá las eternas tinieblas». Entonces se comprende que el gesto más realista era la consagración de Rusia y Ucrania a la Virgen, como hizo el Papa el 25 de marzo porque, como señaló monseñor Paolo Pezzi, arzobispo católico en Moscú, este gesto «significa expresar que fe, esperanza y caridad son las condiciones normales y reales para una convivencia entre los pueblos. Significa expresar que la misericordia y el perdón son un don de Dios».
Aunque en el mundo ortodoxo ruso se han alzado voces valientes exhortando a la paz y la fraternidad, empezando, el mismo día del ataque, por la del metropolita Onufri, primado de la Iglesia ortodoxa ucraniana (en la jurisdicción del Patriarcado de Moscú): «El pueblo ucraniano y el pueblo ruso han salido de la fuente bautismal del Dniéper, y una guerra entre estos pueblos significa reproducir el pecado de Caín, que por envidia mató a su hermano. Esta guerra no tiene justificación alguna, ni ante Dios ni ante los hombres». En Rusia, un grupo de sacerdotes ha promovido un llamamiento que ha recogido 286 firmas, en un momento en que cuesta muy caro exponerse con nombre y apellido, con 15.000 intervenciones policiales en el país motivadas por protestas y manifestaciones contra la guerra.
Las peticiones de perdón que vemos multiplicarse en las redes sociales en Rusia, que se han transformado en un nuevo samizdat, huyendo de la ideología y de la propaganda, transmiten un mensaje fundamental: el pueblo ruso no es equiparable a su régimen, todos somos prisioneros de la misma violencia, perdonadnos si no somos capaces de detenerla, ayudémonos a vivir una vida más humana. Escribe, por ejemplo, el sacerdote ortodoxo Sergei Kruglov: «Cualquier situación desgraciada imprime a la Iglesia un nuevo impulso, le recuerda que lo que reveló, hizo y dijo el Hijo de Dios encarnado, crucificado y resucitado es una verdad actual, viva, la única que puede guiar la vida de los cristianos... que la guerra comienza en el terreno de la soberbia del corazón humano, que el primer paso para eliminar la guerra es el arrepentimiento, la metanoia personal de conversión a Cristo y la maduración del propio cristianismo».
El conflicto ha coincidido con el comienzo de la Cuaresma también en el mundo ortodoxo ruso, y con el “domingo del perdón” que la precede. Escribe Svetlana Panich, filóloga del Instituto Solzhenitsyn: «Los años pasados era fácil enumerar las fechorías cometidas, pequeñas o no tan pequeñas, y empezar el camino cuaresmal con la sensación de haber cumplido con tu deber… Pero sigo teniendo algo por lo que pedir perdón. Por haber hecho demasiado poco durante los “años del bienestar” para no tener que llegar a esta locura actual (…). Por no saber vivir realmente la compasión y no compartir aunque fueran las briznas de una esperanza que nos llega como un don inesperado».
Un mea culpa como el que tantas veces resonó en las páginas del samizdat durante la época soviética, paradójicamente en memoria de las víctimas: «Veía cómo desde el abismo de la barbarie moral de repente se elevaba un grito de ¡mea maxima culpa! Y este grito devolvía al hombre el derecho a llamarse hombre (…). El mea culpa late en todos los corazones, ahora está por ver cuándo el hombre tendrá oídos para esas palabras que resuenan en el fondo de su ser… En los momentos de insomnio no puede consolarte la conciencia de no haber participado en los asesinatos y traiciones directamente. Porque no solo mata el que dispara, sino también el que favorece el odio. No importa de qué manera. Repitiendo insistentemente peligrosas teorías, alzando la mano derecha en silencio, escribiendo cobardemente una media verdad. Mea culpa…».
Estas palabras las escribía Evgenia Ginzburg, tras un largo «viaje por el vértigo» (como se titulan sus memorias) no solo por los lager de Stalin, sino también por su conciencia. Su petición de perdón nace tras su encuentro con Anton Walter, un médico católico que conoció en el lager y que sería su marido, un hombre que la sorprendió desde el primer instante, porque había vivido todos los horrores del lager, había desempeñado los trabajos más duros, había perdido la vista de un ojo, pero conservaba una alegría indomable, le animaba una «bondad activa, práctica, que impulsa cada palabra y cada movimiento», y que «se mostrará más fuerte que la muerte que reina entre estos muros. Y vencerá al hambre, a la extenuación, a la falta de medicinas».
El coraje para perdonar nace de la conmoción por un amor del que te haces signo, frente a una virginidad de corazón que lo dilata más allá de sus propias capacidades humanas. Estas semanas he visto más veces a las refugiadas ucranianas llorar de conmoción por la solidaridad y el afecto del que se han visto rodeadas, por la cercanía que han experimentado con personas que eran totalmente desconocidas, por sentirse objeto de un amor desbordante que te sale misteriosamente al encuentro incluso con toda la precariedad de los medios humanos que lo vehiculan, en el contexto de una tragedia como esta, que permite vislumbrar la mirada misericordiosa de Dios y que hace que tú también puedas mirar así a otros.
Me escribe un profesor de Historia Medieval de una de las universidades rusas más prestigiosas: «Hace unos treinta años decidí que mi modesta contribución consistiría en devolver Rusia a Europa. (…) Ahora no queda ni rastro de mi castillo de arena. Tengo mucho miedo por mi universidad, pero eso es pan comido en comparación con la pesadilla que estamos viendo en Ucrania, con sus ciudades bombardeadas y millones de vidas devastadas. (…) Esta sensación de impotencia hace que tengas la tentación de pensar que no hay salida… Pero no, hay que enseñar a hacer lo que hay que hacer». En un mundo que parece cada vez más precario, madura la conciencia de una tarea: vivir a la altura de la propia humanidad, y hacer de eso –en cada tarea– la verdadera tarea.
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