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Huellas N.9-10, Junio 1985

REVISIÓN

Un edificio de piedras vivas

Regine Pernoud

Regine Pernoud es directora del Museo de Historia de Francia, del Centro «Juana de Arco» en Orleans, y de los archivos nacio­nales de París.

Cuando Roma, la ciudad madre, la capital del mundo, fue atacada y saqueada por Alarico en el 410, el universo pareció resquebrajarse. Más aún teniendo en cuenta que la ciudad imperial era también la sede de Pedro. Los cristianos, salidos de las catacumbas apenas hacía un siglo, tuvieron que preguntarse, casi como en nuestros tiempos, sobre la cuestión de la muerte de Dios.
Pero aquel mismo quinto siglo, el primero de los diez que una perezosa costumbre continúa llamando Medio Evo, ve nacer a Benito de Norcia, un nombre que establece algunos de los pasos esenciales destina­dos a marcar el futuro de la vida europea y del occi­dente entero. Sacamos aquí a la luz un aspecto cultu­ralmente decisivo.
En la Regla de San Benito impresiona el hecho de que el término elegido para indicar la autoridad del monasterio es «abad», que deriva de «abba», padre: la palabra tiene una connotación de ternura y de fa­miliaridad, por la cual la autoridad no es ya aquella del propietario, del «Pater familias», del patrón abso­luto, sino la de uno que vela sobre sus hijos para dar­les, como dice el salmo, «en el momento oportuno el alimento del que tienen necesidad». El largo capítulo dedicado al abad habla exclusivamente de los deberes y de las responsabilidades que le competen, y conclu­yen con el auspicio de que él pueda corregir sus de­fectos por sí mismo.
La convivencia en el monasterio establece así el principio de una nueva comunidad familiar destina­da a caracterizar a Europa en su conjunto. En efecto, la caída de los poderes estatales y el advenimiento de una sociedad juzgada anárquica (y que habría podido serlo), otorga una importancia creciente a la familia, y en particular al modelo familiar esbozado por San Benito. Entra a formar parte de la costumbre de estos tiempos -que algunos continúan calificando de «bárbaros»- un tipo de familia ya no de molde «monárquico», sino una familia-comunidad natural, defi­nida por los vínculos de sangre o simplemente por la convivencia bajo un mismo techo, en torno a un mis­mo hogar y a una misma mesa. Esta es la realidad co­tidiana: la familia orgánica es efectivamente la uni­dad de vida y el fundamento de toda la sociedad.

Monjes y abadesas
Podemos aún destacar de la realidad monástica un rasgo que refleja la sociedad europea de los siglos VI, VII y VIII. Precisamente el de los dobles monasterios. Dos edificios: uno de monjes y otro de monjas; en me­dio, la Iglesia, único punto de encuentro. La impor­tancia de los dobles monasterios culmina en el Conci­lio de Whitby en 663, bajo la égida de la abadesa Hil­da. En ellos la autoridad es conferida normalmente no a una abad, sino a una abadesa; es en sus manos don­de los monjes hacen sus votos. Este único hecho de­bería desbaratar un poco los prejuicios que se tienen comúnmente sobre el papel de la mujer en la Iglesia.
El monasterio depende del aprovisionamiento agrí­cola y, generalmente aislado y a la merced de los saqueadores, de la posibilidad de una buena defensa. Así, en estas instituciones los monjes asumen una do­ble función: la administración de los sacramentos y la liturgia por un lado (la mujer no reivindicaba enton­ces el sacerdocio), la ejecución de los trabajos agríco­las y el aparejamiento de las estructuras defensivas por otro; trabajos éstos desproporcionados con la capaci­dad física de las mujeres.

Las mujeres y los esclavos. La liberación.
Tocamos aquí una característica peculiar de la nue­va sociedad que se está poco a poco construyendo: la mujer juega un papel privilegiado. Las acciones de rei­nas como Clotilde, Batilde u otras, demuestran que en esta época el poder político es ejercido indistinta­mente tanto por mujeres como por hombres, lo cual probablemente contribuyó a crear una sociedad más equilibrada que la organizada por los modernos códi­gos civiles, en los que la mujer ha sido mantenida cons­tantemente en un estado de inferioridad. Sin embar­go, según el derecho feudal, la mujer era mayor de edad a los doce años, mientras que el hombre lo era a los catorce, en correspondencia al diferente desarro­llo fisiológico de los dos sexos. Mayor de edad signifi­caba dueña de su ser y de su misma persona, dotada de una libertad que hoy podría parecer incluso excesi­va, pero que entonces se justificaba por la solidez y la estabilidad de la institución familiar: habrá siem­pre un lugar en el núcleo familiar de origen para el que haya intentado demasiado pronto y fallidamente la aventura de la independencia y para el que es demasiado viejo, enfermo o subnormal y necesitado de asistencia.
Aquellos tres primeros siglos del llamado Medio Evo ven surgir, a pesar de las invasiones bárbaras, de la desorientación y de las enormes dificultades, una sociedad que va emergiendo poco a poco, caracteriza­da por la desaparición de la esclavitud: en Francia se atribuye a una mujer, la reina Batilde, la prohibición de la última trata de esclavos en torno al 650. Nunca se subrayará bastante la importancia cultural de este cambio. Esto supone, en efecto, un radical cambio de mentalidad, en particular en lo que se refiere a la con­cepción del trabajo. Si en un principio el trabajo ma­nual era considerado servil, ahora adquiere plena dig­nidad: «verdaderamente se pueden llamar monjes cuando viven del trabajo de sus manos», según la Re­gla de San Benito.
En suma las bases de la nueva sociedad se deben a un esfuerzo espiritual, por muy paradójico que esto pueda parecer. Desde la oración a la convivencia fa­miliar en torno al altar, nacen las condiciones de vida más favorables para la realización del hombre y para el progreso en todos los campos, empezando por la li­beración de los esclavos y de la mujer.

La increíble prosperidad
La espléndida cristiandad de los siglos V, VI y VII será destruida por la violencia y la devastación de los nuevos invasores: los Sarracenos por el sur, por cuya causa Roma sufrirá el incendio y la destrucción en el 847, encontrando una suerte análoga el monasterio de Montecasino cuarenta años después; y los Normandos por el norte, cuyas numerosas razzias se sucederán hasta finales del siglo XI.
Y he aquí que los historiadores, cuando se ponen a considerar el período entre finales del siglo X hasta finales del XIII, descubren una sorprendente prospe­ridad; todos los historiadores, desde los americanos a los belgas, desde los italianos a los franceses, están de acuerdo sobre este punto. Según el juicio de Roberto López, posteriormente compartido por Fernand Brau­del, nos encontramos frente a la única época histórica en la que el desarrollo económico no se debe a un fac­tor externo, como, por ejemplo, la conquista, la ex­plotación o del descubrimiento de mineral de oro, si­no que está íntegramente provocado por los recursos internos que la población ha sabido obtener de sus tie­rras; el único parangón puede estar constituido por los cítricos y la selva de eucaliptus que Israel ha hecho sur­gir en el desierto.
El factor esencial de esta prosperidad es probable­mente el tipo de propiedad de la tierra cultivada, muy útil para una explotación metódica y bastante impul­sora de la potencialidad agraria. El historiador Marc Bloch constata con asombro cómo el cultivo de ceba­da fue introducido en Francia en la Alta Edad Media y practicado incluso sobre tierras extremadamente po­bres. Incluso regiones montañosas o semidesérticas, co­mo Auvergne, serán cultivadas a lo largo del siglo XII: y allí se verá surgir iglesias bellísimas, conservadas hasta nuestros días, mientras que, entre tanto, la región se ha vaciado de nuevo de gran parte de sus habitantes.
¿Cuál es por tanto el régimen que ha permitido tal nivel de explotación de la tierra? No la propiedad absoluta, ni el colectivismo, sino el llamado «derecho de usufructo». La propiedad estaba literalmente explotada en «derechos de usufructo»: los propietarios de grandes extensiones conceden a una población cam­pesina, muy heterogénea y diversificada, derechos per­petuos, distintos según las regiones, pero que siem­pre garantizar, a los trabajadores el disfrute de un bien del cual depende su seguridad. Quien da esta seguri­dad es el señor. De la tierra que el señor reserva, saca recursos suficientes para realizar obras de interés co­mún: organización de los cursos de agua, construcción de molinos o de hornos para el pan, mantenimiento de los caminos, lo que era para él fuente de rentas tri­butarias. Tal régimen, que encontramos en plena ex­pansión en la Francia del siglo XI, supone un óptimo sistema de descentralización y el establecimiento de una densa red de contratos entre personas verdadera­mente interesadas en el efectivo rendimiento de los terrenos sobre los cuales se han propuesto recoger cuan­do han sembrado. Es un régimen que salvaguarda al mismo tiempo el bien común y la iniciativa personal.

La revolución industrial de la Edad Media
Si desde la agricultura pasamos a considerar la tec­nología, encontramos otros hechos de extraordinario interés. Pensemos, por ejemplo, en el molino, que se difunde no sólo a lo largo de los cursos de agua, sino también sobre las colinas, ya que a partir del siglo XII, se aprende a aprovechar la fuerza del viento, un poco como hoy intentamos hacer con la energía solar.
Y con el molino llega un auténtica revolución, ya que su fuerza se aprovecha para gran cantidad de pro­cesos industriales.
Jean Gympel ha titulado un libro suyo La revolu­ción industrial de la Edad Media. Una revolución he­cha sin recluir a los niños en las fábricas a cambio de un salario mísero, sino hecha con gran moderación, concibiendo un trabajo más a la medida del hombre. No existe la gran fábrica, y sólo excepcionalmente se tienen noticias, en la Amiens del siglo XIV, de la exis­tencia de un taller con ciento treinta telares.

Por una paz verdadera
Realmente no se puede dejar de nombrar a una serie de mujeres que han tenido una influencia deci­siva sobre nuestra Europa en esta época, comenzando por Matilde de Toscana, árbitro entre el Papa y el Em­perador, continuando con Hildegarda de Bingen, en la rivera del Río, la cual basta para evocar las grandes figuras de abadesas que fueron verdaderas soberanas y al mismo tiempo profundas místicas, para destacar, en fin, reinas como Leonor de Aquitania y Blanca de Castilla.
Aquellas mujeres hicieron un regalo al mundo: in­ventaron la caballería. Difundieron el ideal del príncipe-letrado que pone su fuerza al servicio del más débil y, con sus modales corteses, modifica las costum­bres e incluso las reglas de los combatientes. Mante­niéndose exigentes con el hombre, ellas han reivindi­cando una civilización, a imagen de la Iglesia, que, en la misma época, logró afirmar las instituciones de paz: prohibición de los combates desde la noche del miércoles a la mañana del lunes (tregua de Dios); for­mulación de la idea de la población civil, asegurando así una protección a los pobres, a los campesinos, a las mujeres y a los niños (paz de Dios). Todo ello cons­tituye un excepcional progreso para la humanidad en­tera. Se logra la institución del derecho de asilo, que ofrece una oportunidad al peor criminal y hace de todo lugar sagrado -iglesias, monasterios e incluso sim­ples cruces a lo largo del camino- un refugio. Una especie de gran trabajo de caridad que contrapone a la justicia de los hombres un esfuerzo suplementario para acercarse a la misericordia de Dios.

Un edificio de piedras vivas
El templo antiguo presenta soberbias columnas so­bre las que se apoyan los arquitrabes: está formado por elementos que se apoyan los unos sobre los otros. El arco romano o gótico describe una bóveda que sostie­ne el edificio entero: a lo largo del perfil de este arco cada una de las piedras desempeña su función; cada una se contrapone a aquella que le precede como a la que le sigue hasta la piedra del ángulo que compa­gina el todo, de modo que no se puede suprimir una sóla piedra sin romper la compacidad del conjunto. Constituida de elementos que se apoyan los unos a los otros, la construcción se sostiene por el equilibrio de las fuerzas recíprocas.
Esta es para nosotros una imagen bastante repre­sentativa de una sociedad en la que existe equilibrio entre el grupo y la persona; que lejos de estar someti­da a un poder autoritario y autocrático, ha permitido la floración -a veces tumultuosa, siempre dinámica­- de la energía creativa que reside en cada hombre. Di­gámoslo con claridad: vista en su conjunto, la socie­dad feudal, a imagen de la arquitectura que nos ha legado, es un edificio de piedras vivas.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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