Regine Pernoud es directora del Museo de Historia de Francia, del Centro «Juana de Arco» en Orleans, y de los archivos nacionales de París.
Cuando Roma, la ciudad madre, la capital del mundo, fue atacada y saqueada por Alarico en el 410, el universo pareció resquebrajarse. Más aún teniendo en cuenta que la ciudad imperial era también la sede de Pedro. Los cristianos, salidos de las catacumbas apenas hacía un siglo, tuvieron que preguntarse, casi como en nuestros tiempos, sobre la cuestión de la muerte de Dios.
Pero aquel mismo quinto siglo, el primero de los diez que una perezosa costumbre continúa llamando Medio Evo, ve nacer a Benito de Norcia, un nombre que establece algunos de los pasos esenciales destinados a marcar el futuro de la vida europea y del occidente entero. Sacamos aquí a la luz un aspecto culturalmente decisivo.
En la Regla de San Benito impresiona el hecho de que el término elegido para indicar la autoridad del monasterio es «abad», que deriva de «abba», padre: la palabra tiene una connotación de ternura y de familiaridad, por la cual la autoridad no es ya aquella del propietario, del «Pater familias», del patrón absoluto, sino la de uno que vela sobre sus hijos para darles, como dice el salmo, «en el momento oportuno el alimento del que tienen necesidad». El largo capítulo dedicado al abad habla exclusivamente de los deberes y de las responsabilidades que le competen, y concluyen con el auspicio de que él pueda corregir sus defectos por sí mismo.
La convivencia en el monasterio establece así el principio de una nueva comunidad familiar destinada a caracterizar a Europa en su conjunto. En efecto, la caída de los poderes estatales y el advenimiento de una sociedad juzgada anárquica (y que habría podido serlo), otorga una importancia creciente a la familia, y en particular al modelo familiar esbozado por San Benito. Entra a formar parte de la costumbre de estos tiempos -que algunos continúan calificando de «bárbaros»- un tipo de familia ya no de molde «monárquico», sino una familia-comunidad natural, definida por los vínculos de sangre o simplemente por la convivencia bajo un mismo techo, en torno a un mismo hogar y a una misma mesa. Esta es la realidad cotidiana: la familia orgánica es efectivamente la unidad de vida y el fundamento de toda la sociedad.
Monjes y abadesas
Podemos aún destacar de la realidad monástica un rasgo que refleja la sociedad europea de los siglos VI, VII y VIII. Precisamente el de los dobles monasterios. Dos edificios: uno de monjes y otro de monjas; en medio, la Iglesia, único punto de encuentro. La importancia de los dobles monasterios culmina en el Concilio de Whitby en 663, bajo la égida de la abadesa Hilda. En ellos la autoridad es conferida normalmente no a una abad, sino a una abadesa; es en sus manos donde los monjes hacen sus votos. Este único hecho debería desbaratar un poco los prejuicios que se tienen comúnmente sobre el papel de la mujer en la Iglesia.
El monasterio depende del aprovisionamiento agrícola y, generalmente aislado y a la merced de los saqueadores, de la posibilidad de una buena defensa. Así, en estas instituciones los monjes asumen una doble función: la administración de los sacramentos y la liturgia por un lado (la mujer no reivindicaba entonces el sacerdocio), la ejecución de los trabajos agrícolas y el aparejamiento de las estructuras defensivas por otro; trabajos éstos desproporcionados con la capacidad física de las mujeres.
Las mujeres y los esclavos. La liberación.
Tocamos aquí una característica peculiar de la nueva sociedad que se está poco a poco construyendo: la mujer juega un papel privilegiado. Las acciones de reinas como Clotilde, Batilde u otras, demuestran que en esta época el poder político es ejercido indistintamente tanto por mujeres como por hombres, lo cual probablemente contribuyó a crear una sociedad más equilibrada que la organizada por los modernos códigos civiles, en los que la mujer ha sido mantenida constantemente en un estado de inferioridad. Sin embargo, según el derecho feudal, la mujer era mayor de edad a los doce años, mientras que el hombre lo era a los catorce, en correspondencia al diferente desarrollo fisiológico de los dos sexos. Mayor de edad significaba dueña de su ser y de su misma persona, dotada de una libertad que hoy podría parecer incluso excesiva, pero que entonces se justificaba por la solidez y la estabilidad de la institución familiar: habrá siempre un lugar en el núcleo familiar de origen para el que haya intentado demasiado pronto y fallidamente la aventura de la independencia y para el que es demasiado viejo, enfermo o subnormal y necesitado de asistencia.
Aquellos tres primeros siglos del llamado Medio Evo ven surgir, a pesar de las invasiones bárbaras, de la desorientación y de las enormes dificultades, una sociedad que va emergiendo poco a poco, caracterizada por la desaparición de la esclavitud: en Francia se atribuye a una mujer, la reina Batilde, la prohibición de la última trata de esclavos en torno al 650. Nunca se subrayará bastante la importancia cultural de este cambio. Esto supone, en efecto, un radical cambio de mentalidad, en particular en lo que se refiere a la concepción del trabajo. Si en un principio el trabajo manual era considerado servil, ahora adquiere plena dignidad: «verdaderamente se pueden llamar monjes cuando viven del trabajo de sus manos», según la Regla de San Benito.
En suma las bases de la nueva sociedad se deben a un esfuerzo espiritual, por muy paradójico que esto pueda parecer. Desde la oración a la convivencia familiar en torno al altar, nacen las condiciones de vida más favorables para la realización del hombre y para el progreso en todos los campos, empezando por la liberación de los esclavos y de la mujer.
La increíble prosperidad
La espléndida cristiandad de los siglos V, VI y VII será destruida por la violencia y la devastación de los nuevos invasores: los Sarracenos por el sur, por cuya causa Roma sufrirá el incendio y la destrucción en el 847, encontrando una suerte análoga el monasterio de Montecasino cuarenta años después; y los Normandos por el norte, cuyas numerosas razzias se sucederán hasta finales del siglo XI.
Y he aquí que los historiadores, cuando se ponen a considerar el período entre finales del siglo X hasta finales del XIII, descubren una sorprendente prosperidad; todos los historiadores, desde los americanos a los belgas, desde los italianos a los franceses, están de acuerdo sobre este punto. Según el juicio de Roberto López, posteriormente compartido por Fernand Braudel, nos encontramos frente a la única época histórica en la que el desarrollo económico no se debe a un factor externo, como, por ejemplo, la conquista, la explotación o del descubrimiento de mineral de oro, sino que está íntegramente provocado por los recursos internos que la población ha sabido obtener de sus tierras; el único parangón puede estar constituido por los cítricos y la selva de eucaliptus que Israel ha hecho surgir en el desierto.
El factor esencial de esta prosperidad es probablemente el tipo de propiedad de la tierra cultivada, muy útil para una explotación metódica y bastante impulsora de la potencialidad agraria. El historiador Marc Bloch constata con asombro cómo el cultivo de cebada fue introducido en Francia en la Alta Edad Media y practicado incluso sobre tierras extremadamente pobres. Incluso regiones montañosas o semidesérticas, como Auvergne, serán cultivadas a lo largo del siglo XII: y allí se verá surgir iglesias bellísimas, conservadas hasta nuestros días, mientras que, entre tanto, la región se ha vaciado de nuevo de gran parte de sus habitantes.
¿Cuál es por tanto el régimen que ha permitido tal nivel de explotación de la tierra? No la propiedad absoluta, ni el colectivismo, sino el llamado «derecho de usufructo». La propiedad estaba literalmente explotada en «derechos de usufructo»: los propietarios de grandes extensiones conceden a una población campesina, muy heterogénea y diversificada, derechos perpetuos, distintos según las regiones, pero que siempre garantizar, a los trabajadores el disfrute de un bien del cual depende su seguridad. Quien da esta seguridad es el señor. De la tierra que el señor reserva, saca recursos suficientes para realizar obras de interés común: organización de los cursos de agua, construcción de molinos o de hornos para el pan, mantenimiento de los caminos, lo que era para él fuente de rentas tributarias. Tal régimen, que encontramos en plena expansión en la Francia del siglo XI, supone un óptimo sistema de descentralización y el establecimiento de una densa red de contratos entre personas verdaderamente interesadas en el efectivo rendimiento de los terrenos sobre los cuales se han propuesto recoger cuando han sembrado. Es un régimen que salvaguarda al mismo tiempo el bien común y la iniciativa personal.
La revolución industrial de la Edad Media
Si desde la agricultura pasamos a considerar la tecnología, encontramos otros hechos de extraordinario interés. Pensemos, por ejemplo, en el molino, que se difunde no sólo a lo largo de los cursos de agua, sino también sobre las colinas, ya que a partir del siglo XII, se aprende a aprovechar la fuerza del viento, un poco como hoy intentamos hacer con la energía solar.
Y con el molino llega un auténtica revolución, ya que su fuerza se aprovecha para gran cantidad de procesos industriales.
Jean Gympel ha titulado un libro suyo La revolución industrial de la Edad Media. Una revolución hecha sin recluir a los niños en las fábricas a cambio de un salario mísero, sino hecha con gran moderación, concibiendo un trabajo más a la medida del hombre. No existe la gran fábrica, y sólo excepcionalmente se tienen noticias, en la Amiens del siglo XIV, de la existencia de un taller con ciento treinta telares.
Por una paz verdadera
Realmente no se puede dejar de nombrar a una serie de mujeres que han tenido una influencia decisiva sobre nuestra Europa en esta época, comenzando por Matilde de Toscana, árbitro entre el Papa y el Emperador, continuando con Hildegarda de Bingen, en la rivera del Río, la cual basta para evocar las grandes figuras de abadesas que fueron verdaderas soberanas y al mismo tiempo profundas místicas, para destacar, en fin, reinas como Leonor de Aquitania y Blanca de Castilla.
Aquellas mujeres hicieron un regalo al mundo: inventaron la caballería. Difundieron el ideal del príncipe-letrado que pone su fuerza al servicio del más débil y, con sus modales corteses, modifica las costumbres e incluso las reglas de los combatientes. Manteniéndose exigentes con el hombre, ellas han reivindicando una civilización, a imagen de la Iglesia, que, en la misma época, logró afirmar las instituciones de paz: prohibición de los combates desde la noche del miércoles a la mañana del lunes (tregua de Dios); formulación de la idea de la población civil, asegurando así una protección a los pobres, a los campesinos, a las mujeres y a los niños (paz de Dios). Todo ello constituye un excepcional progreso para la humanidad entera. Se logra la institución del derecho de asilo, que ofrece una oportunidad al peor criminal y hace de todo lugar sagrado -iglesias, monasterios e incluso simples cruces a lo largo del camino- un refugio. Una especie de gran trabajo de caridad que contrapone a la justicia de los hombres un esfuerzo suplementario para acercarse a la misericordia de Dios.
Un edificio de piedras vivas
El templo antiguo presenta soberbias columnas sobre las que se apoyan los arquitrabes: está formado por elementos que se apoyan los unos sobre los otros. El arco romano o gótico describe una bóveda que sostiene el edificio entero: a lo largo del perfil de este arco cada una de las piedras desempeña su función; cada una se contrapone a aquella que le precede como a la que le sigue hasta la piedra del ángulo que compagina el todo, de modo que no se puede suprimir una sóla piedra sin romper la compacidad del conjunto. Constituida de elementos que se apoyan los unos a los otros, la construcción se sostiene por el equilibrio de las fuerzas recíprocas.
Esta es para nosotros una imagen bastante representativa de una sociedad en la que existe equilibrio entre el grupo y la persona; que lejos de estar sometida a un poder autoritario y autocrático, ha permitido la floración -a veces tumultuosa, siempre dinámica- de la energía creativa que reside en cada hombre. Digámoslo con claridad: vista en su conjunto, la sociedad feudal, a imagen de la arquitectura que nos ha legado, es un edificio de piedras vivas.
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