Los libros de texto escolares dedican, en general, un espacio particularmente reducido al período histórico llamado Edad Media, del cual se suelen valorar únicamente ciertos elementos -por ej. la Ciudad, el Arte, el Mercader- que de alguna manera son percibidos como homogéneos a la sociedad contemporánea y precursores de nuestra época.
Error grave y frecuente de los manuales de historia es el de juzgar los hechos, la época, la situación, con escalas de valores típicas de nuestro tiempo. Así por ejemplo, respecto a las herejías de los siglos XII y XIII se habla de «negación del derecho de disentimiento» y de violación de la «libertad de conciencia», sugiriendo la idea de que los tiempos eran toscos y no se había afirmado todavía el luminoso Progreso en el que hoy vivimos.
Los manuales se preocupan de esclarecer en sus páginas cual era el clima que dominaba en los «siglos oscuros» medievales, explicando que «la Edad Media ha sido considerada a menudo como una época de violento fanatismo», teniendo seguramente este juicio una parte de verdad: basta pensar en las cruzadas y en las conversiones impuestas por las armas.
e de verdad: basta pensar en las cruzadas y en las conversiones impuestas por las armas.
«Medieval» significa todavía hoy, para la mayoría, seamos cultos o incultos, barbarie, superstición, obstinada oposición al progreso, conservadurismo social y político, intolerancia civil... Cuando se recuerda a los que mantienen este esquema interpretativo que la Edad Media ha abolido la esclavitud, ha creado Europa, ha salvado la gran tradición cultural clásica y árabe, ha producido obras maestras de cultura y de arre (desde la Suma Teológica de Santo Tomás, a la Divina Comedia de Dante, de la pintura de Giotto a las catedrales románicas y góticas), ha llevado a cabo una extraordinaria floración de instituciones civiles municipales, entonces, o se niega imprudentemente la objetiva grandeza de estos hechos, o se calla en un silencio embarazoso.
Estos manuales suelen caer además en un error generalizado: el de la contraposición de los períodos históricos. Se recurre a una periodización más bien rígida ( que las exigencias didácticas justifican sólo en parte) que tiende a subvalorar el elemento «continuidad» en la evolución de la historia, para afirmar en cambio los aspectos de ruptura y diversidad. Se suele pensar, particularmente, en la contraposición entre Edad Media y Renacimiento. Leyendo los textos se tiene la impresión de que «un buen día» el hombre decidió dejar de ser medieval para convertirse en renacentista. ¿Cómo? Es sencillo: por fin la civilización, «tras el largo letargo medieval» ha renacido; el hombre ahora «cree en Dios, pero cree aun más en su propia fuerza» y se opone a la «cultura, medieval, a la que juzga tosca y, por su contenido teológico y jurídico, en gran parte inútil».
Se suele decir que contra la Edad Media y después de la Edad Media el hombre ha tomado conciencia del valor de la razón y ha desechado las tinieblas de la ignorancia y de la superstición. Con la razón ha comenzado a conocer «científicamente» la realidad y con la voluntad a transformarla para que respondiese de un modo cada vez más adecuado a sus exigencias. El mundo moderno es conocido y presentado como la más extraordinaria aventura de construcción, con la única fuerza del hombre, de un mundo más «humano». Mil años de historia son presentados corrientemente como siglos oscuros entre el esplendor de la «razón» clásica y moderna. Esta es una operación ideológica antirreligiosa que llega a ignorar la mejor investigación historiográfica.
La Edad Media ha sido, por consiguiente, presentada como una «edad en medio», entre los dos momentos de gloria de la razón; edad que debía ser superada y desechada para que el hombre pudiese entrar por fin en la edad de la Luz de la Razón (Iluminismo).
Es evidente que detrás de esta imagen de Edad Media hay una operación ideológica pilotada por los protagonistas de un moderno racionalismo individualista. El pasado «debería» ser negado para que el presente, y sobre todo el futuro, resultasen fascinantes y movilizantes de las energías humanas.
Pero la Edad Moderna nace negando a Dios e intentando construir al hombre y al mundo exclusivamente sobre la fuerza del hombre. La negación atañe explícitamente al Dios que Jesucristo ha revelado y que, en la Iglesia y por obra de la Iglesia, se hace factor de vida y de cultura para el hombre. La Edad Media «debería» ser desacreditada y rechazada por ser época en la cual el hecho de Dios ha sido vivido como el valor sustancial de la persona y de la sociedad.
El concepto de Edad Media universalmente difundido ha sido producido por la óptica ateísta: el ojo del hombre ateo ha deformado la realidad y eliminado aquellos hechos y valores que no podían ser reconducidos al esquema de su razón: Pero esto ha producido, incluso materialmente, nuevas y más graves demoliciones (la Revolución francesa declaró la espléndida abadía de Cluny una «cantera de piedras», y en pocos años fue casi totalmente destruida).
Tal ideología ni titubea en rechazar la misma ciencia histórica que de palabra afirma querer seguir incondicionalmente. La gran historiografía de este siglo (nombres como Falco, Bloch, Marrou, Gilson, Dawson, Toynbee, Leclercq, Pemoud, Génicot, De Lubac) ha descubierto la Edad Media como época grande y dramática a la cual el mundo moderno debe valores sustanciales e irrenunciables, como los valores de la persona y de la libertad. Es deber de seriedad científica superar los vergonzosos prejuicios que subsisten en tantos manuales escolares y en tantas divulgaciones.
Sin embargo, el Medio Evo, a pesar de la opinión que corrientemente se sostiene, desarrolló valores extraordinarios. Así, por ejemplo, el papel que desempeñaba la mujer pueda resultar sorprendente. La orden de Fontvrault, que contenía dos monasterios, uno para las mujeres y otro para los hombres, se puso bajo la autoridad de una abadesa, que por voluntad del fundador debía ser una viuda, es decir, una mujer que hubiera tenido una experiencia matrimonial. Todo ello sin provocar ningún escándalo en la Iglesia. Es más, veinte años después de la fundación la orden comprendía a cinco mil monjes y monjas, y la abadesa tenía veintidós años.
Sorprende que en los tiempos feudales las reinas fuesen coronadas como los reyes, es decir que se atribuía a su coronación tanto valor como a la del rey. Leonor de Aquitania y Blanca de Castilla dominaron su tiempo, y podían ejercer un poder incontestable no sólo cuando el rey moría, sino también cuando estuviese ausente o enfermo. En la Edad Media incluso mujeres no provenientes de la nobleza gozaron en la Iglesia, y a través de su función en ella, de un poder extraordinario. Algunas abadesas eran como auténticos señores feudales y su poder era respetado de la misma manera que el de los otros señores; algunas mujeres llevaban la cruz como los obispos y administraban vastos territorios. Esto significa que en la misma vida laica algunas mujeres, por su función religiosa, ejercían un poder importante.
Pero, ¿qué ocurría con las mujeres que no eran ni altas damas, ni abadesas, ni monjas, con las ciudadanas, madres de familia, con las que trabajaban? De los documentos que tenemos aparece un cuadro sorprendente. Las mujeres votaban como los hombres en las asambleas de las ciudades y de las comunidades rurales. En los actos notariales es frecuente encontrar mujeres casadas que actúen por cuenta propia, pudiendo tener y administrar sus bienes, llevando un negocio o un comercio. Las actas de las encuestas administrativas entre el pueblo ordenadas por San Luis, iniciativa sin precedentes, muestra una masa de mujeres ejerciendo los más diversos oficios: maestra de escuela, médico, farmacéutica, miniaturista, copista, teñidora, encuadernadora...
En la Edad Media hay, como en toda época, sombras y aspectos más inquietantes y controvertidos que otros. Este es el caso de la Inquisición. Sin embargo, aquello que hace distinta una época de otra es la diferente escala de valores que subyace en la mentalidad. En historia es elemental tener en cuenta esa escala, es decir, respetarla. Si no, lo histórico se transforma en judicial. La Inquisición fue, bajo muchos aspectos, la reacción defensiva de una sociedad para la que, con razón o sin ella, la preservación de la fe era no menos importante que la preservación de la salud física en nuestros días. De ahí la general reprobación que la herejía suscitaba en aquel tiempo. La herejía rompía un acuerdo profundo al que la sociedad encera se adhería, y tal rotura aparecía como extremadamente grave. En realidad, para el creyente, la Iglesia estaba en su perfecto derecho de ejercer un poder de jurisdicción, en cuanto depositaria y custodiadora de la fe. De frente a la herejía, que se apoya en un intolerable dualismo entre un universo material, creado por un dios malvado, y las almas, creadas por un dios bueno, y que hasta lleva a ver en el suicidio la perfección suprema, en 1321 se recurre a la Inquisición. Cuando fue decidida parecía aceptable como medio de defensa, pero, como todas las soluciones fáciles, no era de hecho una solución. La Inquisición no estaba privada de un lado positivo en lo concreto de la vida práctica. Ella sustituía el procedimiento de acusación por el de investigación. Pero sobre todo, en una época en la que el pueblo no estaba en ninguna manera dispuesto a bromear con lo herético, introducía una justicia regular. Contrariamente a lo que habitualmente se piensa, España rechazó la Inquisición. El rey Fernando III, primo del rey San Luis de Francia, en el siglo XIII declaró: «En mi reino no hay herejes. Yo soy el rey de tres religiones: la cristiana, la hebraica y la musulmana». Estas palabras están escritas en cuatro lenguas sobre su tumba, y la Iglesia lo ha proclamado santo. Sin embargo todo esto no quita el hecho de que la Inquisición sea el aspecto más inquietante de la historia medieval. El Concilio Vaticano II ha reconocido que la Inquisición era un fácil recurso del poder temporal para un fin espiritual, y que si en el siglo XIII tenía una aspecto de vigilancia sobre los cristianos, en los siglos XV y XVI se abusa de ella sirviendo a fines políticos contra judíos y moros.
La Iglesia de los siglos V y VI supo meterse entre los «bárbaros», y después que el abad de Cluny hizo traducir el Talmud y el Corán en 1141, se hizo obligatoria la lectura del Corán a todos los predicadores de cruzadas.
En un momento como el actual, golpeado por una crisis cultural que pone en cuestión las raíces mismas de la mentalidad moderna, la Edad Media proyecta la imagen de una época en la que una gran fuerza ideal, de la fe, ha permitido vivir todos los aspectos de la existencia y generar hechos de humanidad más verdaderos.
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