En febrero de 1945 Roosevelt, Churchill y Stalin se reunieron en Yalta, a orillas del mar Negro. Con los soviéticos a sólo 75 km. de Berlín, en tanto que los occidentales se habían visto frenados por la ofensiva alemana en las Ardenas, Stalin podía negociar desde una posición mucho más firme. Por otra parte el presidente norteamericano se encontraba ya gravemente enfermo y deseaba el apoyo de Stalin para concluir la guerra contra el Japón. Estos factores se combinaron para hacer que los acuerdos de Yalta se mantuvieran en la línea de los de la conferencia de Teherán (noviembre-diciembre de 1943; primera vez que los «tres grandes» se sentaban juntos a la mesa de negociaciones. Allí se decidió el desembarco aliado en la costa francesa y el desencadenamiento por parte de la URSS de otra ofensiva desde el Este: Esta decisión convertiría el final de la guerra en una competición entre angloamericanos y soviéticos por ocupar Europa Central. Se discutieron ya entonces algunos temas políticos, como el referente a la ONU y la difícil cuestión de la frontera ruso-polaca, así como el tema de cuál era el legítimo gobierno polaco si el refugiado en Londres o el gobierno títere impuesto por Stalin en Lublin).
El abandono del plan Morgenthav sobre Alemania, por los occidentales, demostraba, sin embargo, que estos recelaban lo bastante de las intenciones soviéticas como para establecer en su flanco algo más que un país agrícola y ganadero; con el mismo propósito defensivo se implantaba una zona de ocupación francesa en Alemania.
En Yalta se impusieron también los planes de Stalin acerca de Polonia: la frontera ruso-polaca quedó establecida en la llamada línea Corzon -que correspondía a la acordada por nazis y soviéticos durante los primeros compases de la guerra- mientras que en compensación, el territorio polaco se engrandecía por el oeste a costa de Alemania, alcanzando la línea del Oder-Neisse pese al horror suscitado por las matanzas soviéticas de Katyn (mas de 10.000 polacos asesinados); los occidentales dejaban a Polonia en manos de Rusia, abandonaban al gobierno polaco en el exilio, contentándose con vagas promesas de Stalin.
Derrotada ya Alemania, los «tres grandes» volvieron a reunirse en Potsdam, en las afueras de Berlín, el 17 de julio de 1945. No estaba ya presente Roosvelt, fallecido el mes antes, y un nuevo presidente, Harry S. Trumao representaba a los EE.UU. Y en el transcurso de la conferencia Churchill dejara su puesto a Clement Atlee, líder laborista, triunfante en las elecciones que acababan de tener lugar en GB. Esta conferencia también acabó envuelta en vagedades, pero con la esperanza de poder continuar una colaboración fructífera por encima de las discrepancias. Sin embargo, tras la capitulación de Alemania y del Japón, se vio claramente que la alianza antinatural entre las democracias parlamentarias y el comunismo no se podía mantener. Ya durante la guerra las discrepancias entre los aliados habían sido frecuentes y cada uno - Churchill, Roosevelt, Stalin- había intentado prepararse para el período de la posguerra con la creación de áreas de influencia: La URSS en la Europa del Este, Inglaterra en Europa occidental y el Mediterráneo y en su ingreso en la Commenwealth, los EE.UU. en la Europa occidental y en Asia, que quisieron convertir en un coto privado.
Tras estas tres conferencias se establecería la nueva división del mundo, y una reestructuración total de Europa. Una vez más en la Historia, y una vez más en Europa, un par de políticos creen poder decidir sobre la organización del mundo. Como en 1918 (tratado de Versalles), también en 1945 fueron dos las potencias que decidieron: EE.UU. y Rusia. Potencias no europeas propiamente quizás, aunque de raíces indudablemente europeas. La gran vencedora fue sin duda la URSS: y la gran vencida Alemania.
Cuando, tras el reparto del mundo, EEUU y la URSS se evidenciaron como mundos contrapuestos e irreconciliables queda claro que el resultado de la II Guerra Mundial no fue ciertamente la paz; fue más bien una nueva guerra. Una guerra solapada, no directamente cruenta ni escandalosa, una guerra fría. Se vive una paz en sentido negativo (entendida como ausencia de enfrentamiento armado directo entre las dos potencias beligerantes) en donde el factor que decide a los callados oponentes a no entrar en la guerra es acaso la sombra de una posible guerra aún más terrible que ninguna, a la vista de la carrera de armamentos seguida hasta hoy.
EL PAPEL DE LA IGLESIA
Pío XII no se sentó entre los tres grandes. Sin embargo la Santa Sede trató de influenciar en las decisiones de aquellos. Ya en vísperas de la Conferencia, el Vaticano desarrolla una intensa acción diplomática. En 1944, la URSS habrá instaurado gobiernos dominados por comunistas en Rumanía, Bulgaria e incluso en la misma Polonia. El Vaticano desde entonces no había recibido más noticias sobre la situación de las Iglesias locales en los países liberados por el ejército soviético.
Aunque entre el Vaticano y los EE.UU. no existían relaciones diplomáticas formales, estaba en Roma desde 1940 un representante personal del Presidente Roosevelt, Myron Taylor. Y en Washington estaba monseñor Cicognani, en calidad de simple delegado apostólico.
El 15 de diciembre de 1944, Cicognani recibe un mensaje de Roma, firmado por monseñor Tardini en el que se le insta a perseverar en su acción en favor de Polonia. En Enero de 1945 Cicognani recibe del Secretario de Estado americano la confirmación de que la llamada del Papa en favor de Polonia ha sido transmitida a Rooselvelt, pero también se le comunica que quizás sea ya tarde, porque los acontecimientos «han prevalecido». Aunque Cardell Hull (Secretario de Estado de EE.UU.) también dejo entender que compartían las preocupaciones de la Santa Sede, y que confiaba que antes de Yalta, Rooselvelt y Churchill tratarían de encontrar un programa común.
Al final, el 4 de febrero, Stalin, Churchill y Rooselvelt iniciarán su discusión. El 13 de febrero harían públicas las resoluciones finales. Dos días después, «L'Osservatore Romano» publica en primera página un largo artículo, titulado «Los acuerdos de Yalta y Europa».
Artículo no firmado en el que se analizan las resoluciones de la Conferencia de Ginebra, fijándose sobre todo en cuatro cuestiones principales: la suerte de Alemania, el caso de Polonia, el problema de la Europa liberada y los organismos internacionales. La desilusión en este artículo sobre estas cuatro cuestiones es cosa patente, pero el lenguaje utilizado fue mesurado. De otro tono era, en cambio, el comentario que sobre la Conferencia hacía la «Civiltá Cattolica», en un artículo firmado por el padre Antonio Messineo. De su largo artículo hay una frase que resume su crítica: «Ha sido una sentencia irreformable, una decisión unilateral, disponiendo, sin tener siquiera en cuenta las protestas de los países interesados, sobre sus territorios y poblaciones».
La posición vaticana, de abierta oposición a los acuerdos de Yalta, era clara. Ya el 16 de febrero, en una transmisión en lengua italiana, Radio Moscú señalaba que «el Vaticano no está contento con los resultados de la Conferencia de Crimea» y añadía «porque no ha sido invitado a participar en la Conferencia».
Las relaciones entre el Kremlin y la Santa Sede eran tensas: aún así se intentó (fue la «misión Flynn») persuadir a Moscú de conceder mayores garantías en materia de libertad religiosa para los territorios que cayeron bajo la esfera de influencia soviética.
Molotov, en unas reuniones cordiales aseguró que todas las dificultades existentes entre la URSS y el Vaticano se debían a una «actitud hostil» por parte del Vaticano, y negó que la Iglesia hubiera de temer por la presencia del ejército rojo en los territorios de la Europa del Este.
De hecho, sin embargo, esta misión, más aún que confirmar, acrecentó los temores de la Santa Sede sobre el destino de la «otra Europa».
¿QUÉ SUPONE LA CONFERENCIA DE YALTA?
Siguiendo a Augusto de Noce (artículo «Epílogo necesario» en 30 Giorni de febrero de 1985), Yalta fue el epílogo necesario de un proceso histórico iniciado en 1914: 1. No se debería hablar de dos guerras mundiales, sino de dos actos de una única guerra mundial. Querida por los países europeos, esta guerra coincide con el suicidio de Europa.
2. Epílogo necesario; necesario porque en la historia contemporánea hay una racionalidad perfecta; una simetría plena entre filosofía y realidad política. Se constata, por un lado, una relación entre la filosofía marxista y la revolución soviética; y por otro, un paralelismo entre el «baconismo» y el desarrollo científico y el progreso de América del Norte.
3. Yalta señala, para Europa, la pérdida de su carácter de centro mundial.
4. Epílogo necesario quiere decir que ni Stalin ni Roosevelt hubieran podido, realmente, asumir una postura distinta. No hicieron más que cumplir la última voluntad de una Europa suicida. Roosevelt encarnaba una parte del pensamiento europeo, Stalin la otra.
La revolución soviética era marxista; y el marxismo se presentaba como punto de llegada de la filosofía clásica alemana, que a su vez era considerada como el pensamiento secular europeo más logrado y coherente. Pero la revolución no podía conquistar aún el mundo, y debía consentir en repartirse el protagonismo con el heredero del liberalismo inglés.
Verdaderamente, no podemos hablar de un derecho divino de Europa de ser centro espiritual del mundo. Aun más, su retroceso bien podría haber sobrevenido en nombre de algún principio superior, en favor de una mayor universalidad. Sin embargo, en Yalta se suscribió un bipolarismo: se rompió aquel posible principio en dos posturas incompatibles entre sí. Sin embargo, hoy día, aunque se constaba la inadecuación de esos dos tipos de cultura hoy contrapuestas, de izquierdas y derechas, se percibe, como mentalidad, que la búsqueda de una síntesis que las supere es algo inútil.
El sistema comunista se caracteriza por la imposición coactiva de una visión parcial y esquemática de la realidad. A esta concepción errónea se le atribuyen las mismas características que tradicionalmente eran referidas a la verdad: se hace de ella un «ideal». Por el lado occidental, la medida de lo verdadero y del bien está en función del proyecto que cada individuo tiene; la idea de una norma moral universal parece caduca. El discurso ético-político ha sido sustituido por técnicas sociológicas de coexistencia.
No solamente se reconoce la pluralidad existente en la realidad, sino que además se admite una pluralidad de ideales; más aún, no hay ideales, sino opiniones. Esto supone la negación de la idea de verdad; todo se tolera mientras no perturbe en exceso la comodidad y el bienestar social.
Es decir, una síntesis del comunismo y el permisisivismo de las democracias occidentales no es posible porque entre sí no existe una relación de tesis-antítesis, que busca una superación. El marxismo, por un lado, ha logrado su praxis, pero al hacerlo, ha contradicho completamente sus promesas; la realidad comunista tiene poco que ver con el ideal marxista; es la impotencia de la izquierda. Por otro lado, las derechas, en su permisividad, y en la medida en que niegan la existencia de un ideal, de una verdad, y se afirman como anticristianas, o al menos como ajenas a este, derivan hacia una decadencia estética o esotérica; en el sentido de que se evaden de la realidad por una doble vía, o por una persecución de nuevos ideales utópicos aunque bellos, o por una confrontación a un nivel puramente intelectual de las opiniones y puntos de vista individuales.
Lo que se deduce en definitiva es que tanto un tipo de cultura como el otro, conducen inevitablemente a una insatisfacción, y a una mentalidad muy similar, cada una de esas posturas no es más que una herejía del espíritu europeo. Y son herejías en todo su sentido, por lo que tienen de capacidad de dividir y no de unir, y de absolutización de aspectos parciales de la vida. Y sobre ellos se basa el predominio de las superpotencias.
Estamos en un momento en el que se constata que el triunfo histórico de las líneas laicistas está unido a la humillación de Europa.
Se entiende así el sentido de las palabras que Juan Pablo II ha repetido en más de una ocasión, según las cuales el mundo necesita de una Europa que retome conciencia de sus raíces cristianas y se apreste a modular sobre esta base su presente y su futuro, contribuyendo con ello a un mejoramiento de la situación mundial.
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