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Huellas N.9-10, Junio 1985

NUESTROS DÍAS

40 años de Yalta

Alberto Llabrés

En febrero de 1945 Roosevelt, Churchill y Stalin se reunieron en Yalta, a orillas del mar Negro. Con los soviéticos a sólo 75 km. de Berlín, en tanto que los occidentales se habían visto frenados por la ofensi­va alemana en las Ardenas, Stalin podía negociar desde una posición mucho más firme. Por otra parte el pre­sidente norteamericano se encontraba ya gravemente enfermo y deseaba el apoyo de Stalin para concluir la guerra contra el Japón. Estos factores se combinaron para hacer que los acuerdos de Yalta se mantuvieran en la línea de los de la conferencia de Teherán (noviembre-diciembre de 1943; primera vez que los «tres grandes» se sentaban juntos a la mesa de negociaciones. Allí se decidió el desembarco aliado en la costa francesa y el desencadenamiento por parte de la URSS de otra ofensiva desde el Este: Esta decisión con­vertiría el final de la guerra en una competición entre angloamericanos y soviéticos por ocupar Europa Cen­tral. Se discutieron ya entonces algunos temas políti­cos, como el referente a la ONU y la difícil cuestión de la frontera ruso-polaca, así como el tema de cuál era el legítimo gobierno polaco si el refugiado en Lon­dres o el gobierno títere impuesto por Stalin en Lublin).
El abandono del plan Morgenthav sobre Alemania, por los occidentales, demostraba, sin embargo, que estos recelaban lo bastante de las intenciones soviéticas como para establecer en su flanco algo más que un país agrícola y ganadero; con el mismo propósito defensi­vo se implantaba una zona de ocupación francesa en Alemania.
En Yalta se impusieron también los planes de Sta­lin acerca de Polonia: la frontera ruso-polaca quedó establecida en la llamada línea Corzon -que corres­pondía a la acordada por nazis y soviéticos durante los primeros compases de la guerra- mientras que en compensación, el territorio polaco se engrandecía por el oeste a costa de Alemania, alcanzando la línea del Oder-Neisse pese al horror suscitado por las matanzas soviéticas de Katyn (mas de 10.000 polacos asesina­dos); los occidentales dejaban a Polonia en manos de Rusia, abandonaban al gobierno polaco en el exilio, contentándose con vagas promesas de Stalin.
Derrotada ya Alemania, los «tres grandes» volvie­ron a reunirse en Potsdam, en las afueras de Berlín, el 17 de julio de 1945. No estaba ya presente Roos­velt, fallecido el mes antes, y un nuevo presidente, Harry S. Trumao representaba a los EE.UU. Y en el transcurso de la conferencia Churchill dejara su pues­to a Clement Atlee, líder laborista, triunfante en las elecciones que acababan de tener lugar en GB. Esta conferencia también acabó envuelta en vagedades, pe­ro con la esperanza de poder continuar una colabora­ción fructífera por encima de las discrepancias. Sin embargo, tras la capitulación de Alemania y del Japón, se vio claramente que la alianza antinatural entre las democracias parlamentarias y el comunismo no se po­día mantener. Ya durante la guerra las discrepancias entre los aliados habían sido frecuentes y cada uno - Churchill, Roosevelt, Stalin- había intentado prepa­rarse para el período de la posguerra con la creación de áreas de influencia: La URSS en la Europa del Es­te, Inglaterra en Europa occidental y el Mediterráneo y en su ingreso en la Commenwealth, los EE.UU. en la Europa occidental y en Asia, que quisieron conver­tir en un coto privado.
Tras estas tres conferencias se establecería la nueva división del mundo, y una reestructuración total de Europa. Una vez más en la Historia, y una vez más en Europa, un par de políticos creen poder decidir so­bre la organización del mundo. Como en 1918 (trata­do de Versalles), también en 1945 fueron dos las po­tencias que decidieron: EE.UU. y Rusia. Potencias no europeas propiamente quizás, aunque de raíces indu­dablemente europeas. La gran vencedora fue sin du­da la URSS: y la gran vencida Alemania.
Cuando, tras el reparto del mundo, EEUU y la URSS se evidenciaron como mundos contrapuestos e irreconciliables queda claro que el resultado de la II Guerra Mundial no fue ciertamente la paz; fue más bien una nueva guerra. Una guerra solapada, no di­rectamente cruenta ni escandalosa, una guerra fría. Se vive una paz en sentido negativo (entendida como ausencia de enfrentamiento armado directo entre las dos potencias beligerantes) en donde el factor que de­cide a los callados oponentes a no entrar en la guerra es acaso la sombra de una posible guerra aún más te­rrible que ninguna, a la vista de la carrera de arma­mentos seguida hasta hoy.

EL PAPEL DE LA IGLESIA
Pío XII no se sentó entre los tres grandes. Sin em­bargo la Santa Sede trató de influenciar en las deci­siones de aquellos. Ya en vísperas de la Conferencia, el Vaticano desarrolla una intensa acción diplomáti­ca. En 1944, la URSS habrá instaurado gobiernos do­minados por comunistas en Rumanía, Bulgaria e in­cluso en la misma Polonia. El Vaticano desde enton­ces no había recibido más noticias sobre la situación de las Iglesias locales en los países liberados por el ejér­cito soviético.
Aunque entre el Vaticano y los EE.UU. no exis­tían relaciones diplomáticas formales, estaba en Ro­ma desde 1940 un representante personal del Presi­dente Roosevelt, Myron Taylor. Y en Washington es­taba monseñor Cicognani, en calidad de simple dele­gado apostólico.
El 15 de diciembre de 1944, Cicognani recibe un mensaje de Roma, firmado por monseñor Tardini en el que se le insta a perseverar en su acción en favor de Polonia. En Enero de 1945 Cicognani recibe del Se­cretario de Estado americano la confirmación de que la llamada del Papa en favor de Polonia ha sido trans­mitida a Rooselvelt, pero también se le comunica que quizás sea ya tarde, porque los acontecimientos «han prevalecido». Aunque Cardell Hull (Secretario de Es­tado de EE.UU.) también dejo entender que compar­tían las preocupaciones de la Santa Sede, y que con­fiaba que antes de Yalta, Rooselvelt y Churchill tratarían de encontrar un programa común.
Al final, el 4 de febrero, Stalin, Churchill y Roo­selvelt iniciarán su discusión. El 13 de febrero harían públicas las resoluciones finales. Dos días después, «L'Osservatore Romano» publica en primera página un lar­go artículo, titulado «Los acuerdos de Yalta y Europa».
Artículo no firmado en el que se analizan las reso­luciones de la Conferencia de Ginebra, fijándose so­bre todo en cuatro cuestiones principales: la suerte de Alemania, el caso de Polonia, el problema de la Euro­pa liberada y los organismos internacionales. La desi­lusión en este artículo sobre estas cuatro cuestiones es cosa patente, pero el lenguaje utilizado fue mesurado. De otro tono era, en cambio, el comentario que sobre la Conferencia hacía la «Civiltá Cattolica», en un ar­tículo firmado por el padre Antonio Messineo. De su largo artículo hay una frase que resume su crítica: «Ha sido una sentencia irreformable, una decisión unila­teral, disponiendo, sin tener siquiera en cuenta las pro­testas de los países interesados, sobre sus territorios y poblaciones».
La posición vaticana, de abierta oposición a los acuerdos de Yalta, era clara. Ya el 16 de febrero, en una transmisión en lengua italiana, Radio Moscú se­ñalaba que «el Vaticano no está contento con los re­sultados de la Conferencia de Crimea» y añadía «por­que no ha sido invitado a participar en la Conferencia».
Las relaciones entre el Kremlin y la Santa Sede eran tensas: aún así se intentó (fue la «misión Flynn») per­suadir a Moscú de conceder mayores garantías en ma­teria de libertad religiosa para los territorios que caye­ron bajo la esfera de influencia soviética.
Molotov, en unas reuniones cordiales aseguró que todas las dificultades existentes entre la URSS y el Va­ticano se debían a una «actitud hostil» por parte del Vaticano, y negó que la Iglesia hubiera de temer por la presencia del ejército rojo en los territorios de la Europa del Este.
De hecho, sin embargo, esta misión, más aún que confirmar, acrecentó los temores de la Santa Sede so­bre el destino de la «otra Europa».

¿QUÉ SUPONE LA CONFERENCIA DE YALTA?
Siguiendo a Augusto de Noce (artículo «Epílogo necesario» en 30 Giorni de febrero de 1985), Yalta fue el epílogo necesario de un proceso histórico iniciado en 1914: 1. No se debería hablar de dos guerras mundia­les, sino de dos actos de una única guerra mundial. Querida por los países europeos, esta guerra coincide con el suicidio de Europa.
2. Epílogo necesario; necesario porque en la his­toria contemporánea hay una racionalidad perfecta; una simetría plena entre filosofía y realidad política. Se constata, por un lado, una relación entre la filoso­fía marxista y la revolución soviética; y por otro, un paralelismo entre el «baconismo» y el desarrollo cien­tífico y el progreso de América del Norte.
3. Yalta señala, para Europa, la pérdida de su ca­rácter de centro mundial.
4. Epílogo necesario quiere decir que ni Stalin ni Roosevelt hubieran podido, realmente, asumir una postura distinta. No hicieron más que cumplir la últi­ma voluntad de una Europa suicida. Roosevelt encar­naba una parte del pensamiento europeo, Stalin la otra.

La revolución soviética era marxista; y el marxis­mo se presentaba como punto de llegada de la filoso­fía clásica alemana, que a su vez era considerada co­mo el pensamiento secular europeo más logrado y co­herente. Pero la revolución no podía conquistar aún el mundo, y debía consentir en repartirse el protago­nismo con el heredero del liberalismo inglés.
Verdaderamente, no podemos hablar de un dere­cho divino de Europa de ser centro espiritual del mundo. Aun más, su retroceso bien podría haber sobreve­nido en nombre de algún principio superior, en favor de una mayor universalidad. Sin embargo, en Yalta se suscribió un bipolarismo: se rompió aquel posible principio en dos posturas incompatibles entre sí. Sin embargo, hoy día, aunque se constaba la inadecuación de esos dos tipos de cultura hoy contrapuestas, de iz­quierdas y derechas, se percibe, como mentalidad, que la búsqueda de una síntesis que las supere es algo inútil.
El sistema comunista se caracteriza por la imposi­ción coactiva de una visión parcial y esquemática de la realidad. A esta concepción errónea se le atribuyen las mismas características que tradicionalmente eran referidas a la verdad: se hace de ella un «ideal». Por el lado occidental, la medida de lo verdadero y del bien está en función del proyecto que cada individuo tie­ne; la idea de una norma moral universal parece ca­duca. El discurso ético-político ha sido sustituido por técnicas sociológicas de coexistencia.
No solamente se reconoce la pluralidad existente en la realidad, sino que además se admite una plura­lidad de ideales; más aún, no hay ideales, sino opi­niones. Esto supone la negación de la idea de verdad; todo se tolera mientras no perturbe en exceso la co­modidad y el bienestar social.
Es decir, una síntesis del comunismo y el permisi­sivismo de las democracias occidentales no es posible porque entre sí no existe una relación de tesis-antítesis, que busca una superación. El marxismo, por un lado, ha logrado su praxis, pero al hacerlo, ha contradicho completamente sus promesas; la realidad comunista tiene poco que ver con el ideal marxista; es la impo­tencia de la izquierda. Por otro lado, las derechas, en su permisividad, y en la medida en que niegan la exis­tencia de un ideal, de una verdad, y se afirman como anticristianas, o al menos como ajenas a este, derivan hacia una decadencia estética o esotérica; en el senti­do de que se evaden de la realidad por una doble vía, o por una persecución de nuevos ideales utópicos aun­que bellos, o por una confrontación a un nivel pura­mente intelectual de las opiniones y puntos de vista individuales.
Lo que se deduce en definitiva es que tanto un ti­po de cultura como el otro, conducen inevitablemen­te a una insatisfacción, y a una mentalidad muy simi­lar, cada una de esas posturas no es más que una he­rejía del espíritu europeo. Y son herejías en todo su sentido, por lo que tienen de capacidad de dividir y no de unir, y de absolutización de aspectos parciales de la vida. Y sobre ellos se basa el predominio de las superpotencias.
Estamos en un momento en el que se constata que el triunfo histórico de las líneas laicistas está unido a la humillación de Europa.
Se entiende así el sentido de las palabras que Juan Pablo II ha repetido en más de una ocasión, según las cuales el mundo necesita de una Europa que retome conciencia de sus raíces cristianas y se apreste a modu­lar sobre esta base su presente y su futuro, contribu­yendo con ello a un mejoramiento de la situación mun­dial.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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