RESULTA llamativo la atención que prestan al fenómeno religioso en general y al católico en particular la prensa laica y el partido socialista a través de la T.V. «El País» habla más de la Iglesia que el propio «Ya», que es el diario católico. Cuestión, en cambio, muy diferente, es el tono con que hablan. A este propósito son significativas las declaraciones de Joaquín Luis Ortega, portavoz de la Conferencia Episcopal Española, afirmando que, «el panorama informativo español es bastante inquietante y presenta un desequilibrio ideológico en favor de la izquierda». La afirmación me parecería correcta si lo que se quiere decir es que la mayoría de cuanto se escribe en la prensa laica es en contra de la Iglesia. Pero a eso no lo llamaría «izquierda», al menos a secas. Para mí sería más exacto hablar de «radicalismo burgués». Este es el objetivo del presente editorial, clarificar el fenómeno de la cultura radical que invade tanto la derecha como la izquierda.
Cuentan los marineros que, en los momentos de naufragio, las ratas aparecen en la cubierta. Son los elocuentes signos de que el barco se hunde. Siempre me ha gustado este símil para explicar el papel de los partidos radicales en el barco de la sociedad. Porque todos sabemos que en la bodega, en los bajos fondos de la sociedad, siempre ha habido de todo: infidelidades, abortos, eliminación de subnormales, prostitución, homosexualidad, etc. Son cosas todas ellas tan antiguas como la humanidad. No es su existencia lo que nos asusta, sino su aparición en la cubierta, es decir, su normalización, su legalización, su elevación a norma o a algo deseable; esto cuestiona la vida de una sociedad. La cultura radical-burguesa se caracteriza por socavar los valores sobre la vida, el amor, la convivencia, la racionalidad, etc., porque atacando los valores trata de eliminar a quienes los defienden, debilitando así las defensas de éstos, para llegar más adelante en esta lucha al cuerpo a cuerpo, si hiciera falta.
La cultura radical ha sido apodada tradicionalmente por la izquierda radical-burguesa, por su talante rabiosamente individualista. Tal vez sea este individualismo y el consiguiente narcisismo de muchos de sus líderes, la causa de la esterilidad política de estos movimientos radicales.
Otro aspecto de la cultura radical es la parcialidad, porque al carecer de un horizonte global, tienden a absolutizar la parte y se pasan de un extremo a otro: de machistas pasan al feminismo, de belicistas, sin encontrar término medio, se pasan al pacifismo más radical que prohibiría hasta las escopetas de caza.
Destaca también la incoherencia, propia de quien no tiene principios: capaces de defender las crías de las ballenas y de los delfines, son insensibles ante los fetos humanos; pacifistas, pero agreden y hieren a la policía; invocan la tolerancia y exigen el pluralismo más radical hasta conseguir su propio sitio en la sociedad, pero insultan, calumnian y protestan contra la visita del Papa; celosos guardianes del propio respeto montan espectáculos insultantes contra los sentimientos religiosos o nacionales de la mayoría. Es la manifestación pequeño-burguesa del «hijo de papá», faltón y pendenciero en la noche madrileña, la que se refleja en la cultura radical.
La cultura radical centra sus fobias especialmente contra todo lo que represente, defienda o recuerde lo religioso. Por esta razón fácilmente cae en el anticlericalismo más grotesco y decimonónico. Por desgracia también comenzamos a ver algunos síntomas de este anticlericalismo, cuestión particularmente delicada en nuestro país por los ecos que despierta de hechos que nunca más se debieran repetir.
Su objetivo es hacer tabla rasa de los valores culturales y éticos nacidos de la civilización cristiana, hoy secularizados de mil formas y convertidos en patrimonio común de toda sociedad civilizada.
Para conseguir esta empresa de desmantelamiento de los valores y, por lo tanto, de la ética de una sociedad, se socavan los cimientos mismos del edificio humano: eliminación de la verdad e institucionalización de la opinión, en su lugar, como valor supremo. «Nada es verdad ni mentira, todo es del color del cristal con que se mira», como decía Campoamor.
De este modo, si no hay principio, si no hay verdades, todo está permitido y todo queda arrasado por la apisonadora de la permisividad. El permisivismo afirma: «tú, si no quieres no lo hagas, pero no me lo impidas a mí». Es la lógica con que se funciona en el sistema del aborto, de la eutanasia, de la fecundación in vitro, de la droga, de la pornografía, etc. Todavía no se atreven a aplicarlo al robo, al homicidio, pero en realidad siguiendo en principio de la permisividad, ¿por qué no?
El radicalismo de la izquierda, cuando ésta era seria, fue bautizado por el propio Lenin como izquierdismo. Incluso escribió un librito sobre el tema, con un título que lo dice todo: «El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo». Por desgracia el radicalismo no sólo es una enfermedad infantil del capitalismo, sino de la propia izquierda hoy en el poder. El radicalismo es infantil por sus rasgos: el maximalismo, el no tener en cuenta todos los aspectos de la realidad, quererlo todo aquí y ahora sin tener en cuenta la posibilidad y las consecuencias, estar dispuestos a cortar antes de intentar curar..., la instintividad, lo que me apetece y me gusta, etc.
Pero la importancia de los radicales siempre ha sido más que por ellos mismos, por sus consecuencias y su significado. Siempre han aparecido en los momentos de grandes convulsiones sociales y han servido de mecha. Han servido para justificar la intervención del cirujano totalitario, porque una cosa es clara: una sociedad no puede funcionar sin un nivel ético elevado. El radicalismo cultural conduce al desarme ético sin propugnar ninguna ética sustitutiva.
Es una lástima que la ocasión del ejercicio del poder no se utilice para fomentar una escala de valores verdaderamente humanos y, por lo tanto, sociales, sobre los que sería posible construir el verdadero progreso material y espiritual de este país. En el fondo, el problema de la cultura radicalburguesa, como cultura hegemónica del PSOE plantea el problema de la propia identidad. El problema de fondo es que se enfrentan identidades diferentes, o mejor, identidad verdadera con no-identidad, porque la cultura radical no supone una identidad verdaderamente como tal. Y no existe diferencia más radical que esta.
Entre quienes tienen un rostro, aunque con rasgos diferentes, es posible entenderse. Pero cuando no hay rostro, es decir, no hay cosmovisión, ni propuesta que responda al vivir humano, más allá de la mera instintividad, el entendimiento es muy difícil. Por eso es muy importante que los diversos componentes de este país recuperemos nuestra propia identidad.
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