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Huellas N.8, Abril 1985

CARTAS

El valor de la amistad

Kiko Romo

Yo tengo varios alumnos que frecuentemente en mis clases me teorizan que la soledad es algo grande; frente a un mundo poco atractivo para el joven, hoy «el retirarse» en la música, la pintura o la naturaleza es la única salida satisfactoria que cabe. Yo intento ha­cerles descubrir que la soledad como un acto indivi­dualista es una renuncia, y además una tragedia para el hombre. Y que «el retirarse» a la música, a la pin­tura, o a la naturaleza, si no se hace desde el deseo de ampliar la comunión con los demás y con el uni­verso, no podrá ser algo que merezca la pena para la propia vida.
La experiencia de mi vida me ha llevado a afirmar el gran valor de la amistad, de una compañía que me ayuda a ser fiel al ideal que he encontrado como el más auténtico para ser verdaderamente hombre. Lo que me ha provocado el querer ser cada vez más cons­ciente del motivo que me unía a las personas que he encontrado. Recuerdo una asamblea con jóvenes de primero de BUP hace un año, en la que se decía que si queríamos unir el tablón de una mesa roto por la mitad, podíamos hacerlo con pegamento, solución que a todo el mundo parecía muy provisional; quizás con dos puntas, lo que todavía no dejaba a uno satisfecho por su precariedad; pero si aquel tablón era unido con dos grandes abrazaderas quedaría con una gran soli­dez. Igual sucede con la amistad: si el motivo que une a las personas es algo superficial o accidental, difícil­mente esa amistad será algo que merezca la pena para ellas. Por el contrario, la experiencia de sentirse uni­do a una historia, el haber descubierto la presencia de Cristo en este pedazo de Iglesia que es Comunión y Liberación ha significado para mí hacerme descubrir que todas las cosas tenían un sentido diferente a co­mo yo las juzgaba antes. Y no es que antes yo no fue­ra cristiano; claro que lo era, pero mi fe era un añadi­do más junto a otras cosas que también era, y me pa­recía que esas cosas no tenían nada que ver unas con otras.
El encuentro que yo tuve hace algo más de siete años con los que hoy son mis grandes amigos fue para mí el encuentro con una verdad y una belleza de vida que yo había deseado en algún momento de mi vida, pero que nunca había podido imaginar que pudiese ser una realidad.
Muchas veces me he preguntado qué fue lo que me llamó la atención, y no fue otra cosa que un estilo de vida, una gran libertad en ellos y una mirada sobre la realidad y sobre las cosas que yo inmediatamente deseaba para mí. No porque quisiera ser ellos, sino por­ que quería participar de ese hermoso espectáculo que ya comentaba antes.
Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo, fui verificando este encuentro, y dándome cuenta del gran cambio que había supuesto para mi vida. Nunca me había preocupado del destino de los que me rodea­ban como lo hacía ahora, y nunca pensé que el cristia­no tuviera que ver con la universidad. Ahora empeza­ba a ver la universidad y los estudios de sociología con una preocupación diferente. A pesar de todo ello, la impaciencia y el no ver los frutos deseados me hacía caer en el desánimo. Sin embargo, no estaba solo; per­cibía que en esta pertenencia, en la fidelidad a esta amistad no conseguía lo que yo hubiera querido in­mediatamente, pero surgían cosas que nunca hubiera podido pensar. Un ejemplo de ello es que jamás ha­bía pensado en tener amigos desde Italia hasta Chile, desde Alemania hasta Uganda.
¿Cómo es posible esto? ¿Acaso se puede aspirar a una comunión con todos los hombres, con los que tie­nes cerca y con los que están a miles de kilómetros? Recuerdo el año pasado, haciendo de guía por Sala­manca y Ávila con un grupo de bachilleres italianos y algunos profesores suyos, después de cenar un día, en una reunión improvisada y después de contarles más o menos lo que aquí escribo, que uno de ellos me pre­guntó quién era para mí Cristo. Mi contestación le dejó un poco cortado al decirle que era lo que hasta enton­ces les había contado, es decir, Aquél que se me ha­bía hecho presente en ese pequeño trozo de Iglesia que yo había encontrado.
Cuando hacía la mili, sobre todo al principio, ex­perimenté como nunca lo que era la soledad. Pero tam­bién descubrí que en el recuerdo de aquellos a los que pertenecía, la amistad que yo tenía con los demás no podía ser algo banal. Los amigos que yo había dejado estaban presentes y los nuevos amigos lo notaban, y lo que más gracia me hacía es que pasotas, ateos o in­diferentes en general se sorprendían de que yo no tu­viera miedo a mostrarme como cristiano, con grandes ganas de vivir con gusto y alegría la experiencia común de la vida.
No fue otro el deseo que me llevó a dar clase de religión en un instituto. Y fue el deseo de anunciar que es posible para nosotros jóvenes el tener una vida más humana a pesar del escepticismo y de las ofertas de esta sociedad de consumo movida por el dinero, el placer, y el poder, que lleva al incremento de la vio­lencia entre los jóvenes (léase delincuencia, droga); una vida más humana que se manifiesta en la unidad en­tre los hombres en cualquier ambiente en el que es­tán y sea cual sea su condición humana. Este deseo no es un voluntarismo, pues la fuerza que vence al mun­do ha entrado en la historia, está presente entre noso­tros y tiene un rostro reconocible.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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