LA ESCENA
Antonio Salieri tenía, ya desde niño, un único, obsesivo deseo. Una pretensión en torno a la cuál giraba toda su vida, todo lo que él era: llegar a ser el mejor músico de su tiempo. Costara lo que costase; y por encima de cualquier circunstancia. Anhelo que él mismo había puesto en boca de Dios. Nada ni nadie podría impedir su éxito precalculado. Dios mismo estaba con él.
Pero en la corte vienesa irrumpe un muchacho medio salvaje e impresentable. Un joven que rompe todo esquema. Wolfgang Amadeus Mozart. Y de sus manos surge todo un prodigio de armonía, de ritmo. Un nuevo modo, por completo, de entender y crear la música. Una música que le nace como el respiro, sin ambiciones ni teorías. Salieri, por contra debía esforzarse en cada nota, en cada compás; rebuscar en su oscuridad emocional los aciertos que Mozart le surgían entre risas.
Risas que, poco a poco, sutilmente, comienzan a eclipsar a Salieri, el compositor de la corte. La envidia comienza, lentamente, a tomar cuerpo en su corazón. Y un sentimiento de mediocridad comienza a corroerle. Aquél al que Dios mismo había escogido para ser el único, el más grande, observa incrédulo cómo aquel joven genera, nota tras nota, una música capaz de expresar perfectamente el anhelo de Dios que él mismo tiene.
La genialidad de Mozart se convierte, obsesivamente, en la razón que explica la propia música. «¿Cómo es posible, ¡Oh, Dios!, que permitas que tal hombre sea instrumento de tu mano poderosa?». Dios, su Dios, el Dios que él mismo había construido a su medida, le habría traicionado. Y se había «encarnado» en aquél que desde entonces era su enemigo.
Pero admiraba a su enemigo, admiraba a quien era capaz de crear tal música. «¿Buena música? Milagrosa.» Admiraba, en fin, a aquél que le había impedido ser el más grande. Admiraba a aquél que era el más grande. Lo admiraba y lo odiaba. De ahí la auténtica tragedia de su vida. Tragedia que, no obstante, hoy le ennoblece.
Ennoblece a quien, en un final antológico, se abre completamente a la novedad, a la genialidad que supone Mozart. Se establece, finalmente un mano a mano, una complementareidad de ambos hombres frente a un destino común. Sólo así, libre de prejuicios, Salieri es capaz de comprender y abrazar esa genialidad que Mozart encierra y que es, precisamente, lo que le libra de ser mediocre. Porque sólo es mediocre aquél que se encierra en sí mismo y no es capaz de aprender de alguien más grande.
LOS PROTAGONISTAS
Los actores son, en tal ámbito, piezas clave. Tom Hulce como Mozart y Murray Abraham como Salieri, destacan por la dificultad de sus registros.
Si Hulce le da a su músico el aire festivo de un muchacho nervioso y feliz, convirtiendo a su Mozart en una sorpresa de alegría, Murray Abraham da a su atormentado Salieri el difícil gesto de un hombre inteligente y seco que vive prendido en una conciencia de pecado negativa, siempre infeliz. Es perfecta su doble encarnación en Salieri: tanto en el papel del Salieri adulto objeto de la trama, como en el cuadro del Salieri ya anciano que narra toda la acción. Los dos actores, y él en lugar primero, son justos candidatos a los próximos Oscars.
MILOS FORMAN. LA DIRECCIÓN
Milos Forman, el excepcional cineasta, ha recibido ya cinco Globos de Oro en este año, por esta película, así como el premio al mejor realizador cinematográfico de 1984. Este galardón es concedido anualmente por la Asociación Norteamericana de Directores de Cine y en el curso de los últimos treinta y seis años ha coincidido con el Oscar que en este mismo apartado otorga la Academia de Hollywood. (Para cuando salga la revista ya se conocerán estos premios).
Forman, de origen checoslovaco, tiene cincuenta y tres años. Algunos de los más recordados títulos de su etapa norteamericana son Alguien voló sobre el nido del cuco -que obtuvo cinco Oscars- Hair y Ragtime. El cineasta ha evolucionado en su estilo narrativo cada vez hacia filmes más amargos cuyo común denominador sigue siendo el conflicto de un hombre contra su medio o, como en Amadeus, también contra sí mismo. Algo así, y de ahí la admirable serenidad de la película, como si Milos Forman reflexionara sobre sus propias limitaciones y, por tanto, sobre su propia humanidad.
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