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Huellas N.8, Abril 1985

CINEFÓRUM

Amadeus

Javier Ortega

LA ESCENA
Antonio Salieri tenía, ya desde niño, un único, obsesivo deseo. Una pretensión en torno a la cuál giraba toda su vida, todo lo que él era: llegar a ser el mejor músico de su tiempo. Costara lo que costase; y por encima de cualquier circuns­tancia. Anhelo que él mismo había puesto en boca de Dios. Nada ni nadie podría impedir su éxito pre­calculado. Dios mismo estaba con él.
Pero en la corte vienesa irrum­pe un muchacho medio salvaje e impresentable. Un joven que rom­pe todo esquema. Wolfgang Ama­deus Mozart. Y de sus manos sur­ge todo un prodigio de armonía, de ritmo. Un nuevo modo, por com­pleto, de entender y crear la músi­ca. Una música que le nace como el respiro, sin ambiciones ni teorías. Salieri, por contra debía esforzarse en cada nota, en cada compás; re­buscar en su oscuridad emocional los aciertos que Mozart le surgían entre risas.
Risas que, poco a poco, sutil­mente, comienzan a eclipsar a Sa­lieri, el compositor de la corte. La envidia comienza, lentamente, a tomar cuerpo en su corazón. Y un sentimiento de mediocridad co­mienza a corroerle. Aquél al que Dios mismo había escogido para ser el único, el más grande, observa in­crédulo cómo aquel joven genera, nota tras nota, una música capaz de expresar perfectamente el anhelo de Dios que él mismo tiene.
La genialidad de Mozart se con­vierte, obsesivamente, en la razón que explica la propia música. «¿Có­mo es posible, ¡Oh, Dios!, que permitas que tal hombre sea instru­mento de tu mano poderosa?». Dios, su Dios, el Dios que él mis­mo había construido a su medida, le habría traicionado. Y se había «encarnado» en aquél que desde entonces era su enemigo.
Pero admiraba a su enemigo, admiraba a quien era capaz de crear tal música. «¿Buena música? Mila­grosa.» Admiraba, en fin, a aquél que le había impedido ser el más grande. Admiraba a aquél que era el más grande. Lo admiraba y lo odiaba. De ahí la auténtica trage­dia de su vida. Tragedia que, no obstante, hoy le ennoblece.
Ennoblece a quien, en un final antológico, se abre completamen­te a la novedad, a la genialidad que supone Mozart. Se establece, final­mente un mano a mano, una com­plementareidad de ambos hombres frente a un destino común. Sólo así, libre de prejuicios, Salieri es ca­paz de comprender y abrazar esa genialidad que Mozart encierra y que es, precisamente, lo que le li­bra de ser mediocre. Porque sólo es mediocre aquél que se encierra en sí mismo y no es capaz de apren­der de alguien más grande.

LOS PROTAGONISTAS
Los actores son, en tal ámbito, piezas clave. Tom Hulce como Mo­zart y Murray Abraham como Sa­lieri, destacan por la dificultad de sus registros.
Si Hulce le da a su músico el aire festivo de un muchacho nervioso y feliz, convirtiendo a su Mozart en una sorpresa de alegría, Murray Abraham da a su atormentado Sa­lieri el difícil gesto de un hombre inteligente y seco que vive prendi­do en una conciencia de pecado ne­gativa, siempre infeliz. Es perfecta su doble encarnación en Salieri: tanto en el papel del Salieri adulto objeto de la trama, como en el cua­dro del Salieri ya anciano que na­rra toda la acción. Los dos actores, y él en lugar primero, son justos candidatos a los próximos Oscars.

MILOS FORMAN. LA DIRECCIÓN
Milos Forman, el excepcional ci­neasta, ha recibido ya cinco Globos de Oro en este año, por esta pelí­cula, así como el premio al mejor realizador cinematográfico de 1984. Este galardón es concedido anual­mente por la Asociación Norteame­ricana de Directores de Cine y en el curso de los últimos treinta y seis años ha coincidido con el Oscar que en este mismo apartado otorga la Academia de Hollywood. (Para cuando salga la revista ya se cono­cerán estos premios).
Forman, de origen checoslova­co, tiene cincuenta y tres años. Al­gunos de los más recordados títu­los de su etapa norteamericana son Alguien voló sobre el nido del cu­co -que obtuvo cinco Oscars- Hair y Ragtime. El cineasta ha evo­lucionado en su estilo narrativo ca­da vez hacia filmes más amargos cu­yo común denominador sigue sien­do el conflicto de un hombre con­tra su medio o, como en Amadeus, también contra sí mismo. Algo así, y de ahí la admirable serenidad de la película, como si Milos Forman reflexionara sobre sus propias limi­taciones y, por tanto, sobre su pro­pia humanidad.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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