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Huellas N.8, Abril 1985

LITERATURA

Alessandro Manzoni: escritor de Dios, escritor del pueblo

El 7 de marzo de este año se han cumplido dos siglos del nacimiento de Alessandro Manzoni (1785-1873), el escritor italiano después de Dance Ali­ghieri que más ha contribuido al desarrollo del idio­ma italiano con su obra «I Promesi Sposi» (Los Novios). En Italia se están celebrando congresos a nivel nacio­nal (uno de ellos promovido por el cardenal de Mi­lán, su ciudad natal) como signo del gran interés de este escritor ha suscitado siempre en todas las clases sociales del pueblo italiano, desde las más populares a las más cultas.
Presentamos aquí algunas notas sobre la persona y la obra de Manzoni, haciendo hincapié en la novela Los novios, todavía poco conocida en el resto de Euro­pa, pero que, sin embargo, merece la pena leer por su profunda dimensión humana y cristiana.

LA CONVERSIÓN AL CRISTIANISMO
Sin duda alguna, el acontecimiento fundamental en la vida de Manzoni, fue precisamente su conver­sión al cristianismo en 1810. En efecto, todas sus gran­des obras fueron escritas en los años que siguieron a su conversión. Desde 1812 hasta 1821 escribió los Him­nos Sagrados, las Observaciones sobre la moral católi­ca, las Odas, y empieza Los novios.
Había nacido en una noble familia milanesa, típi­co exponente de la cultura iluminista de Lombardía. En su juventud, cuando era poco más que un adoles­cente, entró en contacto con el iluminismo en París, donde estuvo viviendo con su madre desde 1805 a 1820; allí conoció algunos círculos intelectuales, sobre todo el grupo llamado de los ideólogos (entre los que estaban el historiador Fauriel y el filósofo Destutt de Tracy). Manzoni buscaba caminos hacia un ideal hu­manitarista, que respondiese a su exigencia de un ab­soluto al que anclar su espíritu inquieto; estaba a la búsqueda de una verdad suprema capaz de iluminar la realidad entera (en sus primeros escritos llamó a esa verdad suprema, buscada y todavía no encontrada, lo «Santo Verdadero», y sentía esa búsqueda como la pri­mera norma existencial y moral del hombre). Este amor a la verdad fue el camino que le llevó desde las juve­niles posiciones iluministas hasta la conversión a la fe cristiana, pues el iluminismo conocido en París, en la forma tardía y refinada de la "ideología" (el análisis de las sensaciones psicológicas, gramaticales y lógicas que expliquen el mecanismo de esas sensaciones e ideas) no podía más que desembocar en un total ag­nosticismo frente a la verdad; y la moral iluminista se disolvía en relativismo y utilitarismo. Todo esto no po­día apagar la necesidad de verdad y de certeza que ani­maba a Manzoni.
Su conversión no tuvo los rasgos típicos de otras conversiones; más bien fue una especie de autorreco­nocimiento de un propio yo más profundo. Sus bió­grafos hacen culminar su proceso de conversión en un hecho ocurrido el 2 de abril de 1810. Cuando al final del desfile del séquito nupcial de Napoleón y María Luisa de Austria perdió a su joven esposa Enriqueta Blondel en medio de la muchedumbre, perturbado y angustiado entró en una iglesia, y sintió, como nunca lo había hecho antes, que había llegado al final de su larga búsqueda... Fue en aquel momento cuando se reconoció a sí mismo, despejó las últimas dudas sobre la fe y abrazó aquel Absoluto que ardientemente de­seaba y que por fin podía ofrecerle aquella compren­sión de sí mismo y de la realidad entera.

Dos años después, en el comienzo del primero de los Himnos Sagrados transcribió en versos aquel des­cubrimiento y aquel punto de llegada, al meditar so­bre el milagro más trastocante de la vida humana: la resurrección de Cristo.

Sin embargo, Manzoni no encuentra en la fe una ilusión o una consolación piadosa, sino una certeza que le da la razón del vivir. Si pensamos en el clima cultu­ral que dominaba en Europa en las primeras décadas del siglo XIX, cuando el romanticismo parecía volver a traer el catolicismo, pero un catolicismo interpreta­do a menudo en clave sentimental y estetizante, no podemos dejar de subrayar el que la conversión de Manzoni incluya por el contrario un profundo conven­cimiento de la razón. En Las observaciones sobre la mo­ral católica (que encierra la estructura moral y filosófi­ca de toda la obra manzoniana) subraya cómo la fe im­plica una persuasión de la mente, aunque no se agote en ella, porque es también una adhesión de la volun­tad. La revelación, en efecto, lleva al encuentro con la razón, en su necesidad de poder explicarse el mis­terio del hombre y el secreto de la realidad, cosa que ella sola no puede desvelar. Es significativo en este sen­tido el siguiente párrafo de la premisa de las Observa­ciones: «Aquí el intelecto procede de verdad en ver­dad, la unidad de la Revelación es tal que cada pe­queña parte se convierte en una nueva confirmación del todo, a causa de la maravillosa subordinación que nos descubre; las cosas difíciles se explican las unas con las otras, y en muchas paradojas resulta un evidente sistema. Lo que es y lo que debería ser; la miseria y la concupiscencia y la idea siempre viva de la perfec­ción y el orden que a la vez encontramos en nosotros; el bien y el mal; las palabras de la sabiduría divina y los vacíos discursos de los hombres; la alegría atenta del justo, los dolores y las consolaciones del arrepenti­do, y el espanto y la imperturbabilidad del malvado; los triunfos de la justicia y los de la iniquidad; los pro­yectos de los hombres llevados a cabo entre mil obstá­culos o fracasados por un obstáculo imprevisto, la fe que espera su promesa y que percibe la vanidad de lo que pasa; la misma incredulidad; todo se explica con el Evangelio; todo confirma el Evangelio (...) y cuan­to más examinamos ésta religión, tanto más vemos que ella ha revelado el hombre al mismo hombre.

LO DIVINO Y LOS HUMILDES
Pero donde la presencia de Dios se desvela es, an­te todo, en la historia: allí, ella opera de forma secre­ta, misteriosa, más allá de la comprensión inmediata, más allá de las esperanzas y las esperas, de los temores del corazón y de la mente humana. En el plan divino, los hombres se insertan activamente, pero sin poseer­lo nunca.
En Los novios, Dios se manifiesta como una pre­sencia que nunca -a pesar de lo que inmediatamen­te parece- está por encima de los personajes; más bien los sigue, los acompaña a fin de que cada uno, hu­mildes y pobres, así como los poderosos, lleguen a un reconocimiento del sentido y del significado último de los sucesos humanos e históricos.
El mundo de Los novios, que es el mundo históri­co (el ambiente es la Lombardía del siglo XV) asumi­do e iluminado por la poesía, está totalmente condu­cido por Dios y por los hombres: en él se manifiesta el rostro providencial de lo divino que guarda siem­pre, para aquellos que libremente se adhieren a él, un destino bueno. La providencia divina «no turba nun­ca la alegría de sus hijos a no ser para preparar (a ellos) una más segura y grande alegría».
Estos «hijos», para Manzoni, son sobre todo los hu­mildes.
Su atención y su simpatía se dirige sobre todo hacia ellos; él adivina su seriedad moral. Son ellos, so­bre todo, los que tienen una historia interior. Sin em­bargo, esa simpatía no es superficial populismo; el pue­blo en cuanto tal no es, para Manzoni, una categoría de valor; los humildes no asumen en la novela una con­notación de clase, sino moral. Ellos son los que saben que no poseen nada, porque todo lo obtienen de la Providencia; son los que reconocen que no tienen nin­gún poder sobre sí mismos ni sobre la realidad y, por lo tanto, confían sólo en Dios, en la entrega -a veces dolorosa- de Su voluntad.
Así son Lorenzo y Lucía, los protagonistas, que se dan cuenta de que no pueden confiar en sus propias fuerzas y aprenden a confiar en la bondad de Dios: se ponen en Sus manos ellos y cuanto aman. Estas dos figuras reflejan, pues, una nueva luz sobre lo divino mismo. Con su experiencia y con sus palabras, se con­vierten en anunciadores del amor y del perdón divi­nos. «¡Cuántas cosas nos perdona Dios por una obra de misericordia!», dice Lucía al Innominado, turban­do profundamente su conciencia hasta el punto de que él invoca a ese Dios que siempre había despreciado y cambia totalmente su vida de malhechor.
Sin embargo, la presencia de lo divino no está só­lo en el interior de los hombres; tiene un lugar histó­rico, objetivo: es la Iglesia. El Innominado, después de haber pedido a Dios que se le manifieste («Dios, si es que existes, revélate a mí») se junta a los feligre­ses que van a la iglesia y debe seguir al cardenal Fede­rico Borromeo (primo de San Carlos Borro meo) para descubrir el auténtico rostro de lo divino; Lorenzo y Lucía verifican la bondad de sus decisiones frente a fray Cristóbal. La Iglesia educa el corazón del hombre, fo­menta el «ethos» del perdón y de la caridad y además socorre concretamente a las necesidades de los humil­des: el mismo cardenal Federico, el clero milanés, los capuchinos, están entre los primeros en socorrer al pue­blo cuando en Milán estalla la peste bubónica y la carestía.
Es cierto también que Manzoni no se olvida de acu­sar, muchas veces con gran finura y sarcasmo, el mal que está presente en ciertos hombres de la Iglesia: don Abundio ( el párroco del pueblo de Lorenzo y Lucia, que se esconde por miedo a las vejaciones de don Ro­drigo y de sus bravos y rechaza celebrar la boda entre los dos novios). El es el héroe de la anti-caridad, no socorre aquella confianza en Dios que hace seguros y generosos a los humildes y queda atrapado por sus mie­do; así, no le queda más remedio que confiar en sus mezquinos cálculos para salvaguardar una tranquili­dad pequeño-burguesa que es exactamente el cente­nario de la paz religiosa. Y así también Manzoni nos cuenta la historia trágica de Gertrudis, la monja de Monza, en su progresión hacia el mal: primeramente, una inocente muchacha; luego una mala monja; des­pués, la amante de Egidio y, al final, asesina.
Conversión y corrupción, buenos y malos, en Los novios nunca está superado del todo; incluso los que han dicho alguna vez «sí» al amor misericordioso de Dios, deben volver a convertirse cada día; cada dolor y casa suceso, ponen a prueba su fe. Sin embargo, la caída en la corrupción siempre puede transformarse en historia de redención.
El mal del hombre y el mal histórico hay que afron­tarlos ante todo -ésto es lo que quiere recordarnos Manzoni- fomentando la educación en los valores del perdón y de la caridad. Estos son siempre posibles, in­cluso frente a la prepotencia y a la soberbia vanidad: la única condición es que esté presente y vivo el sujeto de esa educación, que es la Iglesia. Cuando -al fina­lizar la novela- fray Cristóbal confía a Lorenzo y a Lucía el pan del perdón, como don de boda, les con­fía la sabiduría de la Iglesia a fin de que, guardada y alimentada en la comunidad familiar, pueda seguir dando sus frutos en la historia: «Aquí dentro está el resto de aquél pan ( ... ). Os lo dejo a vosotros: conser­vadlo, enseñadlo a vuestros hijos. Vendrán a un mundo triste en un siglo de dolores, entre gentes orgullosas y provocativas: inculcadles que perdonen siempre, ¡siempre!, y que rueguen a Dios por el pobre fraile».
(Nota: las citas del texto de Los Novios están saca­das de la edición castellana de Ed. Ramón Sopena, S.A. - Barcelona, 1980.).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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