El 7 de marzo de este año se han cumplido dos siglos del nacimiento de Alessandro Manzoni (1785-1873), el escritor italiano después de Dance Alighieri que más ha contribuido al desarrollo del idioma italiano con su obra «I Promesi Sposi» (Los Novios). En Italia se están celebrando congresos a nivel nacional (uno de ellos promovido por el cardenal de Milán, su ciudad natal) como signo del gran interés de este escritor ha suscitado siempre en todas las clases sociales del pueblo italiano, desde las más populares a las más cultas.
Presentamos aquí algunas notas sobre la persona y la obra de Manzoni, haciendo hincapié en la novela Los novios, todavía poco conocida en el resto de Europa, pero que, sin embargo, merece la pena leer por su profunda dimensión humana y cristiana.
LA CONVERSIÓN AL CRISTIANISMO
Sin duda alguna, el acontecimiento fundamental en la vida de Manzoni, fue precisamente su conversión al cristianismo en 1810. En efecto, todas sus grandes obras fueron escritas en los años que siguieron a su conversión. Desde 1812 hasta 1821 escribió los Himnos Sagrados, las Observaciones sobre la moral católica, las Odas, y empieza Los novios.
Había nacido en una noble familia milanesa, típico exponente de la cultura iluminista de Lombardía. En su juventud, cuando era poco más que un adolescente, entró en contacto con el iluminismo en París, donde estuvo viviendo con su madre desde 1805 a 1820; allí conoció algunos círculos intelectuales, sobre todo el grupo llamado de los ideólogos (entre los que estaban el historiador Fauriel y el filósofo Destutt de Tracy). Manzoni buscaba caminos hacia un ideal humanitarista, que respondiese a su exigencia de un absoluto al que anclar su espíritu inquieto; estaba a la búsqueda de una verdad suprema capaz de iluminar la realidad entera (en sus primeros escritos llamó a esa verdad suprema, buscada y todavía no encontrada, lo «Santo Verdadero», y sentía esa búsqueda como la primera norma existencial y moral del hombre). Este amor a la verdad fue el camino que le llevó desde las juveniles posiciones iluministas hasta la conversión a la fe cristiana, pues el iluminismo conocido en París, en la forma tardía y refinada de la "ideología" (el análisis de las sensaciones psicológicas, gramaticales y lógicas que expliquen el mecanismo de esas sensaciones e ideas) no podía más que desembocar en un total agnosticismo frente a la verdad; y la moral iluminista se disolvía en relativismo y utilitarismo. Todo esto no podía apagar la necesidad de verdad y de certeza que animaba a Manzoni.
Su conversión no tuvo los rasgos típicos de otras conversiones; más bien fue una especie de autorreconocimiento de un propio yo más profundo. Sus biógrafos hacen culminar su proceso de conversión en un hecho ocurrido el 2 de abril de 1810. Cuando al final del desfile del séquito nupcial de Napoleón y María Luisa de Austria perdió a su joven esposa Enriqueta Blondel en medio de la muchedumbre, perturbado y angustiado entró en una iglesia, y sintió, como nunca lo había hecho antes, que había llegado al final de su larga búsqueda... Fue en aquel momento cuando se reconoció a sí mismo, despejó las últimas dudas sobre la fe y abrazó aquel Absoluto que ardientemente deseaba y que por fin podía ofrecerle aquella comprensión de sí mismo y de la realidad entera.
Dos años después, en el comienzo del primero de los Himnos Sagrados transcribió en versos aquel descubrimiento y aquel punto de llegada, al meditar sobre el milagro más trastocante de la vida humana: la resurrección de Cristo.
Sin embargo, Manzoni no encuentra en la fe una ilusión o una consolación piadosa, sino una certeza que le da la razón del vivir. Si pensamos en el clima cultural que dominaba en Europa en las primeras décadas del siglo XIX, cuando el romanticismo parecía volver a traer el catolicismo, pero un catolicismo interpretado a menudo en clave sentimental y estetizante, no podemos dejar de subrayar el que la conversión de Manzoni incluya por el contrario un profundo convencimiento de la razón. En Las observaciones sobre la moral católica (que encierra la estructura moral y filosófica de toda la obra manzoniana) subraya cómo la fe implica una persuasión de la mente, aunque no se agote en ella, porque es también una adhesión de la voluntad. La revelación, en efecto, lleva al encuentro con la razón, en su necesidad de poder explicarse el misterio del hombre y el secreto de la realidad, cosa que ella sola no puede desvelar. Es significativo en este sentido el siguiente párrafo de la premisa de las Observaciones: «Aquí el intelecto procede de verdad en verdad, la unidad de la Revelación es tal que cada pequeña parte se convierte en una nueva confirmación del todo, a causa de la maravillosa subordinación que nos descubre; las cosas difíciles se explican las unas con las otras, y en muchas paradojas resulta un evidente sistema. Lo que es y lo que debería ser; la miseria y la concupiscencia y la idea siempre viva de la perfección y el orden que a la vez encontramos en nosotros; el bien y el mal; las palabras de la sabiduría divina y los vacíos discursos de los hombres; la alegría atenta del justo, los dolores y las consolaciones del arrepentido, y el espanto y la imperturbabilidad del malvado; los triunfos de la justicia y los de la iniquidad; los proyectos de los hombres llevados a cabo entre mil obstáculos o fracasados por un obstáculo imprevisto, la fe que espera su promesa y que percibe la vanidad de lo que pasa; la misma incredulidad; todo se explica con el Evangelio; todo confirma el Evangelio (...) y cuanto más examinamos ésta religión, tanto más vemos que ella ha revelado el hombre al mismo hombre.
LO DIVINO Y LOS HUMILDES
Pero donde la presencia de Dios se desvela es, ante todo, en la historia: allí, ella opera de forma secreta, misteriosa, más allá de la comprensión inmediata, más allá de las esperanzas y las esperas, de los temores del corazón y de la mente humana. En el plan divino, los hombres se insertan activamente, pero sin poseerlo nunca.
En Los novios, Dios se manifiesta como una presencia que nunca -a pesar de lo que inmediatamente parece- está por encima de los personajes; más bien los sigue, los acompaña a fin de que cada uno, humildes y pobres, así como los poderosos, lleguen a un reconocimiento del sentido y del significado último de los sucesos humanos e históricos.
El mundo de Los novios, que es el mundo histórico (el ambiente es la Lombardía del siglo XV) asumido e iluminado por la poesía, está totalmente conducido por Dios y por los hombres: en él se manifiesta el rostro providencial de lo divino que guarda siempre, para aquellos que libremente se adhieren a él, un destino bueno. La providencia divina «no turba nunca la alegría de sus hijos a no ser para preparar (a ellos) una más segura y grande alegría».
Estos «hijos», para Manzoni, son sobre todo los humildes. Su atención y su simpatía se dirige sobre todo hacia ellos; él adivina su seriedad moral. Son ellos, sobre todo, los que tienen una historia interior. Sin embargo, esa simpatía no es superficial populismo; el pueblo en cuanto tal no es, para Manzoni, una categoría de valor; los humildes no asumen en la novela una connotación de clase, sino moral. Ellos son los que saben que no poseen nada, porque todo lo obtienen de la Providencia; son los que reconocen que no tienen ningún poder sobre sí mismos ni sobre la realidad y, por lo tanto, confían sólo en Dios, en la entrega -a veces dolorosa- de Su voluntad.
Así son Lorenzo y Lucía, los protagonistas, que se dan cuenta de que no pueden confiar en sus propias fuerzas y aprenden a confiar en la bondad de Dios: se ponen en Sus manos ellos y cuanto aman. Estas dos figuras reflejan, pues, una nueva luz sobre lo divino mismo. Con su experiencia y con sus palabras, se convierten en anunciadores del amor y del perdón divinos. «¡Cuántas cosas nos perdona Dios por una obra de misericordia!», dice Lucía al Innominado, turbando profundamente su conciencia hasta el punto de que él invoca a ese Dios que siempre había despreciado y cambia totalmente su vida de malhechor.
Sin embargo, la presencia de lo divino no está sólo en el interior de los hombres; tiene un lugar histórico, objetivo: es la Iglesia. El Innominado, después de haber pedido a Dios que se le manifieste («Dios, si es que existes, revélate a mí») se junta a los feligreses que van a la iglesia y debe seguir al cardenal Federico Borromeo (primo de San Carlos Borro meo) para descubrir el auténtico rostro de lo divino; Lorenzo y Lucía verifican la bondad de sus decisiones frente a fray Cristóbal. La Iglesia educa el corazón del hombre, fomenta el «ethos» del perdón y de la caridad y además socorre concretamente a las necesidades de los humildes: el mismo cardenal Federico, el clero milanés, los capuchinos, están entre los primeros en socorrer al pueblo cuando en Milán estalla la peste bubónica y la carestía.
Es cierto también que Manzoni no se olvida de acusar, muchas veces con gran finura y sarcasmo, el mal que está presente en ciertos hombres de la Iglesia: don Abundio ( el párroco del pueblo de Lorenzo y Lucia, que se esconde por miedo a las vejaciones de don Rodrigo y de sus bravos y rechaza celebrar la boda entre los dos novios). El es el héroe de la anti-caridad, no socorre aquella confianza en Dios que hace seguros y generosos a los humildes y queda atrapado por sus miedo; así, no le queda más remedio que confiar en sus mezquinos cálculos para salvaguardar una tranquilidad pequeño-burguesa que es exactamente el centenario de la paz religiosa. Y así también Manzoni nos cuenta la historia trágica de Gertrudis, la monja de Monza, en su progresión hacia el mal: primeramente, una inocente muchacha; luego una mala monja; después, la amante de Egidio y, al final, asesina.
Conversión y corrupción, buenos y malos, en Los novios nunca está superado del todo; incluso los que han dicho alguna vez «sí» al amor misericordioso de Dios, deben volver a convertirse cada día; cada dolor y casa suceso, ponen a prueba su fe. Sin embargo, la caída en la corrupción siempre puede transformarse en historia de redención.
El mal del hombre y el mal histórico hay que afrontarlos ante todo -ésto es lo que quiere recordarnos Manzoni- fomentando la educación en los valores del perdón y de la caridad. Estos son siempre posibles, incluso frente a la prepotencia y a la soberbia vanidad: la única condición es que esté presente y vivo el sujeto de esa educación, que es la Iglesia. Cuando -al finalizar la novela- fray Cristóbal confía a Lorenzo y a Lucía el pan del perdón, como don de boda, les confía la sabiduría de la Iglesia a fin de que, guardada y alimentada en la comunidad familiar, pueda seguir dando sus frutos en la historia: «Aquí dentro está el resto de aquél pan ( ... ). Os lo dejo a vosotros: conservadlo, enseñadlo a vuestros hijos. Vendrán a un mundo triste en un siglo de dolores, entre gentes orgullosas y provocativas: inculcadles que perdonen siempre, ¡siempre!, y que rueguen a Dios por el pobre fraile».
(Nota: las citas del texto de Los Novios están sacadas de la edición castellana de Ed. Ramón Sopena, S.A. - Barcelona, 1980.).
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón