Va al contenido

Huellas N.8, Abril 1985

DOSSIER

Cuando la vida es cálculo

El año pasado desde Francia, donde un grupo de médicos declaró haber practicado la eutanasia reconociendo en ella un derecho del hombre, el debate sobre este tema llegó también a España. Se habló y se habla de este problema, incluso hay gen­te que está de acuerdo.
Estamos llegando a la última orilla, a la últi­ma «defensa de la dignidad humana». Antes, el di­vorcio (la «libertad» frente a cualquier lazo); lue­go el aborto (el irresponsable desprecio por la vi­da); ahora la eutanasia, (una «amable» eliminación) y la fecundación «in vitro» (el querer un hijo a cual­quier coste, como si fuera algo debido únicamen­te al hombre y a la mujer). La llamada «cultura de la muerte» está recorriendo su camino hacia una nueva meta. Mientras tanto, en algunas partes (cul­tura socialista-liberal) se propone la liberalización de la droga. Sobra material para darse cuenta en qué sociedad vivimos, a qué tipo de desligamiento los poderosos nos conducen; y esto para dominar todo, los aspectos más íntimos de la vida de cada uno, fingiendo comprensión y ayuda a las necesi­dades. Esta «politización de la caridad», como la definió el teólogo Hans Urs Von Balthasar en el Meeting de Rimini (Italia, agosto de 1984), es el poder que algunos se arrojan para decidir el bien de los demás, y hoy es el aspecto más destructivo de un poder oculto y omnipresente.
Sólo Cristo es el significado total y convincente para la vida humana; fuera, más allá del respecto integral del hombre, sólo existe la barbarie.
Construir ámbitos de humanidad y de civiliza­ción de la verdad es la inaplazable tarea de cada uno.

En el libro del Génesis Dios confía al hombre la tarea de «dominar» la tierra. Así, la naturaleza es confiada al hombre y es puesta bajo su responsabilidad. Mientras que todos los animales obedecen invariablemente a las leyes de su naturaleza, no porque lo quieran sino porque están obligados a esto por su propia estructura corporal y por el conjunto de sus instintos, para el hombre no vale ninguna coacción de este tipo. El hombre puede mutar la regularidad propia de las leyes de la naturaleza. El puede intervenir regulando el curso de los ríos y poniendo a su servicio las energías escondidas en las entrañas de la tierra. El puede incluso entrar en la fertilidad que es propia de los animales, regulándola para mejorar las razas de los animales domésticos, logrando así más fácilmente y con una medida más abundante lo que necesita para sus necesidades.
Sin embargo existen dos formas fundamentalmente distintas de dominar la naturaleza. Hay una dominación despótica y una paterna. La dominación despótica es cuando el hombre dispone de la naturaleza según su propio antojo, cree poder hacer de ella lo que le gusta. Cuando el hombre concibe de esa forma su relación con la naturaleza entonces la explota inexorablemente, hasta destruir razas enteras de animales, hasta alterar delicados ''habitats'' ecológicos, hasta agotar los recursos no renovables que habrían tenido que bastar para la vida de más generaciones. La naturaleza, así violada, se venga, se hace estéril y al final arrastra la misma estirpe de los hombres en su propia ruina.
La segunda forma de concebir la dominación de la naturaleza está, por el contrario, siempre acompañada por la memoria de que la naturaleza pertenece al hombre que tiene poder sobre ella, pero antes y de un modo mucho más eminente pertenece a Dios, y el hombre mismo pertenece a Dios. Bajo esta perspectiva dominar significa «cuidar» la naturaleza, igual que un bien precioso que hay que entregar, no empobrecido y si es posible mejorado a las generaciones futuras. El hombre, mientras se sirve de ella para sus propios fines, debe también respetar los fines y los dinamismos que son inmanentes a la naturaleza misma. Esto es lo que significa dominar: no despóticamente sino como un padre, que ama no el propio interés egoísta sino sobre todo el bien de aquello que le ha sido confiado.
La importancia de este principio se manifiesta a la hora de recordar que el mismo hombre es parte de !a naturaleza. El modo con que nos comportamos con la naturaleza es el modo con que nos comportamos con nosotros mismos. Dios ha hecho al hombre capaz de dominar la naturaleza para que, incluso en este campo, se manifestase la bondad o maldad interior de su corazón. El hombre que dispone de otro ser humano como un simple objeto, sacrificando la vida del hombre en general manifiesta el aprecio que tiene, en el fondo, a su propia vida.
Del mismo modo el hombre que entra sin respeto en la generación de la vida humana, sin ver en ella la llegada al mundo de un ser humano único, inmortal, querido y amado por Dios desde el principio de la creación; que la considera como un mero proceso natural que se puede llevar según el propio antojo y la propia utilidad, manifiesta en qué estima tiene él su propio nacimiento y su estar en el mundo.
En el fondo de todo esto existe la incapacidad de aceptar la vida como destino y lugar de diálogo con Dios que nos lleva, incluso a través del sufrimiento, a la realización más plena y verdadera de nuestro ser. Si es así toda frustración se hace inaceptable y se prefiere violentar la naturaleza antes que aceptar, por ejemplo, no poder tener hijos o tal vez tenerlos cuando, incluso por razones válidas no se quiera tenerlos, y Dios ha querido que se llevase uno en su seno.
El hombre que en la vida sólo ve la revitalización de su propio proyecto se rebela, incluso con furia homicida, en contra de todo lo que estorba la realización de ese proyecto. El hombre que concibe la vida como participación en un misterio más grande que él está, sin embargo, siempre en tensión para reconocer aquello que, en el imprevisible acontecer de la existencia, Dios le quiere comunicar, para acoger así, con consciente obediencia. Su don.




Entrevista a Mons. Carlo Cafarra
Presidente del Instituto Juan Pablo II para estudios sobre matrimonio y familia.


Intentemos entender las razones de quien hoy de­sea tener un hijo a toda costa. ¿El deseo de engen­drar hijos no es algo connatural al hombre?
El deseo de paternidad y maternidad de los espo­sos está inscrito en el corazón mismo del amor conyu­gal. Y el fruto de ese amor -como dice el Concilio Vaticano II- es el hijo. Sin embargo y aquí llegamos rápidamente al problema central de la cultura de hoy, el hijo, en cuanto persona humana, no es algo a lo que se tiene derecho, porque nunca se tiene derecho a otro persona. El hijo es un don que se recibe. Esta idea no sólo es propia de una visión cristiana, sino de cualquier visión religiosa no supersticiosa. Es la idea de que el surgir de toda vida humana implica siem­pre la intervención creativa de Dios. La exigencia de tener un hijo, inscrita en el amor conyugal, si no per­cibe que el hijo es un don, cambia de signo, y se con­vierte en la voluntad de tener un hijo a toda costa, como si fuere algo debido al hombre y a la mujer: se convierte en una voluntad que no reconoce el límite de nuestro ser criaturas, nuestra contingencia, nues­tra criaturalidad.

¿Lo que usted afirma en términos teóricos encuen­tra una correspondencia en la experiencia concreta?
Lo que yo he dicho en términos filosóficos y teoló­gicos encuentra su transcripción sobre todo en un pla­no biológico. Se puede hablar de una nueva vida hu­mana que entra en la existencia en el momento de la concepción. La concepción no es un hecho que depen­da en sí de la voluntad de los dos esposos. Los dos es­posos realizan un acto del cual puede salir una concep­ción. Realizando el acto conyugal, los esposos se po­nen en una comunión plena de amor, una donación total de sus dos personas, que constituye el lugar en el cual otro Amor puede, si quiere, intervenir y dar exis­tencia a una nueva persona humana. Si se pierde de vista este sacrum del acto sexual conyugal, si el acto conyugal ya no es visto (hablo siempre en la perspec­tiva de una acto potencialmente fértil) como el lugar santo en el cual Dios puede hacerse como creador, en­tonces las consecuencia sólo puede ser una: el hombre y la mujer son los que crean al hijo, y por lo tanto, al encontrarse con un límite de la naturaleza como la esterilidad, no pueden aceptar que haya algo más fuer­te que su voluntad.

Esta imposibilidad de poseer la vida humana, ¿có­mo se traduce en el juicio moral sobre la insemina­ción artificial utilizando el semen del marido?
En el caso de la inseminación debemos hacer una distinción ética importantísima. Si la intervención de la técnica no es sustitutiva del acto conyugal entre los esposos, sino simplemente ayudante, es decir, ayuda al acto conyugal para que se pueda conseguir una con­cepción, entonces, la inseminación artificial es moral­mente lícita. Al contrario, cuando la inseminación ar­tificial es sustitutiva del acto conyugal, entonces es mo­ralmente ilícita.

El principio del acto sustitutivo de la relación con­yugal me parece que excluye de hecho tanto el recur­so del semen de un donador como la fecundación «in vitro». ¿Pero existen casos concretos en los cuales la inseminación artificial puede ser ayudante de la rela­ción conyugal?
Ciertamente. Por ejemplo en ciertos casos, la mu­cosa cervical puede actuar de barrera para el semen masculino. En este caso, el semen masculino, ya de­positado en la vagina, es recogido y enviado, con una técnica bastante simple, al otro lado de la barrera de la mucosa cervical, haciendo así posible la fecundación.

Además de ser teólogo, usted también es sacerdo­te. ¿Qué le dice a las parejas que llegan a usted por­que tienen el problema de la esterilidad?
Sobre todo digo que los milagros son todavía po­sibles. La Biblia esta llena de este estupendo milagro de la maternidad donada a una mujer estéril. Siem­pre comienzo, por lo tanto, invitando a la oración, a la humildad de un hombre y una mujer que le piden al Señor el tener un hijo. En segundo lugar, explico que no hay que olvidar nunca que el amor conyugal no es un medio para conseguir un fin, no es un me­dio para la procreación. De no ser así -como ocurre en toda realidad que sólo tiene valor de medio- una vez probada la imposibilidad de conseguir el fin, el medio ya no vale.
El amor conyugal es de un valor tal, de una gran­deza y dignidad tales, que vale por sí mismo, venga o no venga el hijo. Abro un paréntesis para recordar que ha sido uno de los más grandes filósofos católicos de nuestro tiempo, Dietritch von Hildebrandt, el que ha puesto en guardia frente a una determinada teolo­gía, o una cierta interpretación del magisterio de la Iglesia, que presentaría el amor conyugal como un me­dio para un fin. Lo tercero que digo a las parejas es que probablemente el Señor les pide que hagan fecundo un amor conyugal de un modo distinto a como normalmente ocurre. En este punto intentamos des­cubrir juntos este otro modo, que no tiene porqué coincidir siempre con la adopción de un niño.

Hoy asistimos a dos fenómenos que parecen con­tradictorios: de una parte la búsqueda de técnicas ca­da vez más sofisticadas de contracepción, y la acepta­ción en muchos casos del amor como medio de regu­lación de la natalidad; de otra parte la guerra a la es­terilidad hasta recurrir a la fecundación «in vitro». ¿Cómo explica esta contradicción?
Son dos expresiones de la misma mentalidad. Si el presupuesto de partida es que el hombre es el crea­dor del hombre, entonces es el hombre mismo el que decide si dar origen o no a una nueva vida humana. Así, si la sexualidad es fértil, depende del hombre el que esta fertilidad encuentre o no su plenitud. Igual­mente, si la sexualidad no es fecunda, depende sólo del hombre aceptar o no este límite; entonces si el hombre encuentra otro modo con el que producir un ser humano, ¿por qué no utilizarlo? Esto es el paga­nismo postcristiano. La visión pagana precristiana tie­ne siempre esta conciencia del límite, porque ésta for­ma parte de la experiencia cotidiana que el hombre tiene de sí mismo. Ahora, sin embargo, lo que existe es la rebelión del hombre contra su contingente, con­tra su ser creado. Por eso no me extraña el hecho de que por un parte se maten personas humanas ya con­cebidas, y por otra se recurra a la fecundación in vitro para obtener personas humanas: es la misma lógica. Obviamente, no digo que la persona que recurra a la fecundación in vitro o el médico que la realiza sean abortistas. Sería una calumnia. Hablo de la lógica de una cultura, de un modo de ver la sexualidad, la con­yugalidad, la procreación, la fecundidad, la esterilidad.


«Penetra en mí dulcemente una nueva, inmensa ternura, por una niña enferma, cuya imagen escondida será nuestra más bella espe­ra, más allá del tiempo» (E. Mounier)
Cartas de Emmanuel Mounier sobre su hija enferma


20 Marzo 1940
«Qué sentido tendría todo esto si nuestra hija fuese sólo carne enferma, un poco de vida dolien­te, y no una blanca y pequeña hostia que nos su­pera, una inmensidad de misterio y amor que nos turbaría si lo mirásemos cara a cara; si cada golpe, más duro, no fuese una nueva elevación que se re­vela cada vez, como una nueva petición de amor, cuando ya nuestro corazón comienza a habituarse al golpe anterior. Oyes las pequeñas y pobres voces suplicantes de todos los niños mártires del mundo y del dolor que supone que su infancia se haya per­dido en el corazón de millones de hombres que nos suplican, como si fuesen mendigos al lado de la cu­neta: «Decidnos, vosotros que poseéis amor y las manos llenas de luz: ¿podéis compartir con noso­tros algo de todo esto?
«Si a nosotros no nos queda otra cosa más que sufrir, quizá no acertemos a dar lo que se nos ha pedido. No debemos pensar en el dolor como algo que nos es arrancado, sino como algo que nosotros damos, para no desmerecer del pequeño Cristo que está entre nosotros, para no dejarle solo en el ac­tuar con Cristo.
«No quiero que se pierdan estos días, debemos aceptarlos por lo que son: días llenos de una gracia desconocida. (A Paulette Mounier).

11 Abril 1940
«Siento un gran cansancio, como tú, y, al mis­mo tiempo, una gran calma; siento que lo real, lo positivo son aportaciones del sosiego, del amor de nuestra hijita que se transforma dulcemente en oferta, en una ternura que la sobrepasa, que sale de ella y vuelve a ella, nos transforma con ella; y que el cansancio pertenece sólo al cuerpo que re­sulta muy frágil para toda esta luz. Todo lo que había en nosotros de habitual, de posesivo, con nuestra hijita se consuma dulcemente en un amor más bello.
«Debemos ser fuertes en la oración, el amor, el abandono, la voluntad de conservar la alegría pro­funda en el corazón» (a Paulette Mounier).

12 Abril 1940
«Henos aquí en la misma condición, pobres ni­ños débiles como siempre, las piernas cansadas, el corazón cansado y lloroso. Y la misma mano se posa en nuestro hombro, mostrándonos toda la miseria de los hombres, todas sus laceraciones, los que odian, matan y hacen muecas, y los que son odia­dos, asesinados, deformados para toda su vida, y todo el cinismo de los ricos; y nos muestra también esta niña, plena de nuestras esperanzas futuras. Y no nos dice si nos la quitará o nos la dejará, sino que, dejándonos en la incertidumbre, nos susurra dulcemente: «Dámela por ellos» Y suavemente, juntos, corazón con corazón, sin saber si nos la de­volverá o nos la quitará, nos preparamos para en­tregársela. Porque nuestras pobres manos, débiles y pecadoras, no son capaces de sostenerla y sólo po­niéndola en sus manos, tendremos alguna esperan­za de reencontrarla; en todo caso, estamos seguros de que todo lo que suceda, a partir de este momen­to, será positivo.
«Suceda lo que suceda, nos encontramos en la verdadera condición de cristianos. Es muy hermo­so ser cristianos por la alegría y la fuerza que ese ser cristiano da al corazón, la transfiguración del amor, de la amistad, de las horas que pasan, de la muerte. Y se nos olvida la cruz y la agonía en el huerto de los olivos» (a Paulette Mournier).

16 Abril 1940
«Todos nuestros deseos de infancia perduran, incluso en el dolor y en el mal: pero es preciso de­cir que, en estos días, advertimos intensamente nuestra participación de nuestra condición de hom­bres en el sufrimiento transfigurado (el otro sufri­miento es espantoso, sin esperanza). Un recuerdo que siempre está presente es la expresión con que X me anunció la muerte de su hijo, a las dos horas de su nacimiento. Tenía una especie de alegría su­prema sobrepuesta a un total aturdimiento, pero que dejó de ser aturdimiento poco después; un ros­tro luminoso de una simplicidad infantil. Ningu­na argumentación sobre el sufrimiento cristiano será tan comprensible como haber visto su rostro tan sólo una vez, en uno de los momento más cruciales de su existencia. Pase lo que pase, éste es el milagro que nosotros podemos experimentar para nuestra hija; para merecer el milagro que vendrá de cual­quier modo, dado que lo pedimos con toda nues­tra buena voluntad: tanto el milagro visible de la curación como el milagro invisible, obtenido gracias a una fuente infinita de gracia cuyas maravi­llas conoceremos un día. Nada se parece más a Cris­to que la inocencia que sufre.» (a Paulette Mounier). ­


Cuando la misma noción de la vida se envilece, lo demás es una consecuencia. Sería lícito preguntar­se si el hombre de la técnica no terminará por considerar la vida misma como una técnica totalmente imperfecta en la cual el trabajo de reparación constituya la regla. En tales condiciones ¿cómo podría impedirse el derecho de intervenir en el mismo curso de la vida de igual manera que se regula el curso de un río? Antes de decidirse a tener un hijo, se harán cálculos como si se tratara de comprar una moto­cicleta o un simca; se calculará lo más exactamente posible su coste anual; en el primer caso se preverán los desgastes y los gastos del mecánico, en el segundo las enfermedades y las recetas del médico. Muchas veces uno se conformará con un perrito que cuesta menos y si los gastos del veterinario resultasen dema­siado elevados, siempre quedará la posibilidad de deshacerse de él. Solución que aún no se ha llegado a tomar en consideración para los hijos.
Los hombres contra lo humano
Gabriel Marcel

(P.D. Marcel escribió estas líneas antes de que el mundo conociera el triste fenómeno del aborto legalizado)


Gabriella, la alegría. Porque sabemos que Él está con nosotros.
- «No reprochadme esta tranquilidad de es­píritu y de corazón: no abandono ninguno de mis deberes». (O. Milosz, «Miguel Mañara»)

Mi nombre es Gabriella; mi familia está com­puesta por mí, por mi marido Antonio y por tres niños de 13, 11 y 7 años.
En Milán, donde vivimos, hace algunos años tu­vimos el encuentro con algunas familias de Comu­nión y Liberación que nos ayudaron a vivir nuestra vida con un gusto y una felicidad nueva. Giovanni, nuestro tercer hijo, es mongólico y nosotros hemos comprendido que él es el gran sig­no de la presencia del Señor, que quiere nuestro cambio y nuestro bien. Giovanni nos ayuda a estar más atentos a los otros y en familia logramos estar más unidos entre nosotros. Por esto no nos importa si no lo vemos siempre todo claro; sabemos que Él está con nosotros y esto nos basta.
Siempre digo a mis hijos que los milagros acon­tecen también en 1984: la conciencia de que el Se­ñor está siempre con nosotros nos deja una paz en el corazón que es el milagro de cada día.
Gabriella Rodari (en ocasión del encuentro de C.L. con Juan Pablo II. septiembre de 1984).

El hombre no es intangible por el hecho de que viva. De ese derecho sería incluso titular un ani­mal por cuanto él también vive ( ... ) La vida del hombre permanece inviolable porque él es una per­sona ( ... ) El ser persona no es un dato de tipo psi­cológico sino existencial: fundamentalmente no de­pende de la edad, ni de la condición psicológica, ni de los dones de la naturaleza de los que el sujeto ha sido dotado ( ... ) La personalidad puede que­dar bajo el umbral de la conciencia, como cuando se duerme, sin embargo ella permanece y a ella hay que hacer referencia. La personalidad puede no es­tar todavía desarrollada como en los niños, sin em­bargo ella pide respeto moral desde su comienzo. Incluso es posible que la personalidad en general no resulte en los actos, en cuanto faltan los presu­puestos físico-psíquicos como ocurre en los enfer­mos mentales ( ... ) Y en fin, la personalidad pue­de quedarse escondida, como en el embrión; sin embargo ella ha sido dada a él desde el comienzo y tiene sus derechos. Es esta personalidad la que da dignidad al hombre. Ella los diferencia de las cosas y los hace sujetos ( ... )
Se trata algo como si fuera una cosa cuando se la posee, se la usa y luego se la destruye, o, dicho pa­ra los seres humanos, se les mata. La prohibición de matar el ser humano manifiesta, en la forma más aguda, la prohibición de tratarlo como si fuera una cosa.
Romano Guardini, ( «Los derechos del con­cebido»).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página