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Huellas N.8, Abril 1985

REVISIÓN

Iglesia y poder en tiempos de Constantino

Cristo es la verdad del hombre y del mundo; pero la verdad de Cristo vive en un lugar histórico: la Igle­sia. No se puede pertenecer al misterio de Cristo si no es viviendo la Iglesia. En la Iglesia, la conciencia del encuentro con Cristo se convierte en cultura: capaci­dad de «leer» la realidad según una dimensión nueva y definitiva, y caridad: disponibilidad a vivir en el mundo el mismo afecto que tenía Cristo en la rela­ción con los hombres (cfr. 1 Cor. 2, 16 «Nosotros po­seemos el pensamiento de Cristo»).

En un memorable discurso a los estudiantes y a los docentes de la Universidad Católica de Milán, Juan Pa­blo II dice: «Y así la infinita trascendencia de este Dios, que alguno ha indicado como el totalmente otro, se ha acercado a nosotros en Cristo Jesús, hecho carne para ser totalmente partícipe de nuestra historia, hay que concluir que la fe cristiana nos habilita a los creyentes a interpretar, mejor que cualesquiera otros, las instan­cias más profundas del ser humano, y a indicar con seguridad las vías y los medios de una total compren­sión».

En un sentido profundo y sustancial, el cristiano pertenece a la Iglesia y a su historia. La Iglesia es la realidad de Cristo que se realiza en el tiempo hasta la plenitud final. Pertenecer a la Iglesia significa, por lo tanto, pertenecer a la historia de la Iglesia, cono­cerla, amarla, compartirla, reconociendo que el hilo de oro que recorre toda la historia de la Iglesia -más profundo que todos los límites y contradicciones- es el misterio de la presencia de Cristo.

Él es el único Santo, el gran protagonista -en el Espíritu- de la historia actual de la salvación. Los Pa­dres de la Iglesia decían de ella que era «santa y peca­dora». Santa en la santidad de Cristo, presente y ope­rante; pecadora porque lleva el peso de todos los pe­cados de los hombres.

Los últimos tres siglos han visto una gigantesca ten­tativa de rechazar la presencia de Cristo y de la Igle­sia, y de sustituir tal acontecimiento por la presunción del hombre de ser capaz de realizar completamente su propia humanidad con sus propias fuerzas, intelec­tuales y morales.

En este ataque a la Iglesia y a su tradición, es un hecho fundamental una real «demonización» de la his­toria.

Desde aquel libelo que es el diccionario filosófico de Voltaire hasta la gran mayoría de los textos escola­res de historia: la incomprensión del hecho cristiano y el desprecio por la Iglesia intentan tomar la aparien­cia de la crítica rigurosa y el cientifismo.

Las dudas sobre la existencia histórica de Cristo, el oscurantismo del Medievo, la intolerancia de las Cru­zadas, la oposición entre ciencia, libertad e Iglesia en el caso de Galileo, la inquisición, la oposición al mun­do moderno y a su cultura: he aquí los puntos princi­pales de una demasiado a menudo innoble manipu­lación de los datos históricos para sostener tesis ideo­lógicas preconstituidas. Así, el conocimiento científico de la historia de la Iglesia se ha sustituido por un estilo de periodismo amarillo y sensacionalista que equipara demasiados textos de historia a revistas y periódicos.

De esta manera, demasiados cristianos no conocen la historia de la Iglesia, y tienen un auténtico comple­jo de inferioridad. Buscan cada vez más un Cristo sin Iglesia y sin histona, una palabra sin cuerpo. Pero la salvación no es una palabra, sino la Palabra de Dios que habita en medio de nosotros para siempre.

Intentamos redescubrir la historia de la Iglesia, con corazón de hijos (porque sólo se puede conocer si se ama, dice San Agustín) y con el rigor intelectual de quien vive en el siglo veinte y puede utilizar los ins­trumentos de investigación científica más sofisticados.

La Iglesia no tiene miedo de la investigación cien­tífica seria. No se trata, por lo tanto, de defender la Iglesia en contra de la verdad histórica; sino de redes­cubrir esta verdad histórica, deformada por la ideolo­gía anticristiana, y conocerla en su mezcla de grande­za y de defectos, de tensión hacia Cristo y de resisten­cia humana. El conocimiento de la grandeza confor­tará nuestros intentos de ser Iglesia viva en el mundo de hoy; el conocimiento de sus defectos se convertirá en prudente conciencia de que los cristianos llevan un tesoro más grande que ellos «en vasijas de barro».

Así serviremos a la verdad por nosotros y por todos.

Cuando falta afinidad y simpatía por la realidad estudiada, los hechos no son plenamente comprendi­dos, o se reducen a los pequeños límites de un esque­ma ideológico que considera la naturaleza humana e histórica hecha de conflictos de naturaleza económica y política; y a veces, de manera todavía más ambigua, se analiza la historia según categorías preconcebidas y dadas por descontadas.
Se puede encontrar esta multiplicidad de puntos de vista en el modo en que los libros de texto actuales tratan el período de Constantino al siglo VI-VII, en el cual se intenta ver el progresivo afirmarse de la Iglesia como potencia temporal en el mundo occidental.
Los motivos y el significado de la conversión de Constantino al cristianismo son liquidados en pocas líneas: se considera la relación de los cristianos con el emperador como el fruto de un cálculo político astuto y sin prejuicios, algo ventajoso para ambos.
En el 313 ocurre algo determinante para la vida de la Iglesia como es el edicto de tolerancia; Constan­tino y Licinio acuerdan «conceder a todos el permiso de tratar las cosas religiosas según su preferencia». El cristianismo es por lo tanto reconocido como religión legítima, y todos son libres de profesarlo. En el edicto se ordena también restituir a los cristianos todas las propiedades que habían sido confiscadas durante las persecuciones.
Según algunos, en este momento, y con la adhe­sión al cristianismo de los hombres de cultura y de otros pertenecientes a la administración, se tiene la «transi­ción de un movimiento popular espontáneo a formas organizadas e institucionalizadas que se manifiestan con la determinación de doctrinas dogmáticas, con la codificación de prácticas rituales y con la cristalización del amor en solidaridad comunitaria y en las funcio­nes formales de asistencia y limosna.»
Las definiciones dogmáticas señalarán el paso del cristianismo de un movimiento de oposición al impe­rio a constituirse en una institución que hace suyos y salvaguarda el modo de ser y los intereses de las clases medias y la aristocracia. Todo el juicio dado sobre es­tos hechos está estrechamente conectado con la con­cepción que se tiene del cristianismo, y por lo tanto, con la propia posición ideológica.
Las críticas más frecuentes se hacen a la institución eclesiástica, que en este momento no habría sabido re­sistir a la atracción del poder; en modo particular se reprocha a la jerarquía el haber querido garantizar su posición utilizando el apoyo imperial y buscando los privilegios civiles.
En el mejor de los casos se les acusa de miopía y de falta de prudencia por no darse cuenta de que este nuevo estado de cosas terminaría antes o después por impedir la libertad interna a la propia Iglesia. Ella ten­dría, en este caso, la responsabilidad de una conniven­cia con el proyecto político del emperador, que es el origen del tipo de relación entre Iglesia y estado lla­mado cesaropapismo (supeditación de la Iglesia al po­der estatal).
Pero, como dice el gran historiador Marrou: «la ver­dad de la historia está en función de la verdad de la filosofía de la cual se sirve el historiador». Además, co­mo muchas veces la filosofía no está explícitamente de­clarada, es más difícil darse cuenta del nivel de ver­dad de la historia que estudiamos.
En el caso de Constantino, y de las nuevas relacio­nes establecidas por él entre Iglesia y Estado, partien­do de la consideración no documentada de que los hombres y las instituciones en la historia se mueven exclusivamente por intereses de carácter material y por la sed de poder, se acusa a menudo a la iglesia «cons­tantiniana» de haber cedido a la tentación de consti­tuirse como fuerza de poder. El cristianismo auténti­co según estos críticos, consistiría en la fe en una sal­vación ultramundana, de la cual derivaría una cierta resignación (véase la interpretación de 1Cor. 7,17-24 y Col. 3,22), unida a un filantropismo y a un inicial anhelo por la liberación social del hombre: de aquí su carácter de movimiento revolucionario en el interior de la estructura imperial.
Sin embargo es importante recordar cómo es una característica de toda la historia antigua, y en particu­lar de la romana, los estrechísimos lazos existentes en­tre religión y poder estatal. Sobre codo en la tardía an­tigüedad, religión y poder estaban fuertemente inte­grados. Como afirma Karl Baus en el volumen dirigi­do por él de la historia de la Iglesia de Hubert Jedin: «La idea de un estado neutral en materia religiosa fren­te a una sociedad pluralista es un anacronismo para el principio del cuarto siglo».
Por lo tanto, no constituye nada revolucionario el tipo de relación que Constantino tiene con la religión cristiana; es más, era costumbre del emperador ponerse bajo la protección de una divinidad, de la cual se es­pera la protección contra los enemigos y la prosperi­dad en tiempo de paz.
También Constantino daba culto al Sol hasta el momento en que un acontecimiento extraordinario lo induce a cambiar.
En 312 él decide bajar por Italia a combatir a Ma­jencio; y es a propósito de esta batalla, ocurrida en Pon­te Milvio, que los escritos cristianos nos mandan la no­ticia del sueño que habría inducido a Constantino a poner sobre el escudo de sus soldados un signo mila­groso para la victoria: el monograma de Cristo.
No podemos saber si realmente se trataba de una visión, o simplemente de un sueño; lo que es cierto es que, como muestran los acontecimientos sucesivos, el episodio fue determinante para la conciencia del em­perador, el cual, como sus contemporáneos, estaba ani­mado de una religiosidad sincera, pero no exenta de superstición.
El venció a Majencio en condiciones casi desespe­radas, con un desequilibrio de fuerzas que había he­cho temer a sus comandantes, y sólo contaba con la impreparación del adversario cogido por sorpresa. Ha­bía combatido en la batalla decisiva convencido de la victoria que se le había prometido en un sueño, y la promesa se había convertido en realidad. Por lo tan­to, el Dios de los cristianos era un dios poderoso.
No podemos valorar el grado de convicción de la vida cristiana de Constantino; es cierto que el descu­brimiento del cristianismo le fue llegando en modo gradual a lo largo del tiempo, y no puede ser motivo de escepticismo el hecho de que recibiera el bautismo poco antes de morir, ya que era una costumbre habi­tual en esa época.
Entonces, «para agradecer a Dios, autor de todos estos bienes», promulgó, después de la victoria, el edic­to de tolerancia. Eusebio de Cesarea, el gran historiador de este tiempo, nos testimonia después cómo los cristianos ha­bían visto en la derrota de Majencio la repetición pro­videncial del episodio narrado en el Exodo cuando el faraón fue derrotado en el Mar Rojo; después de si­glos de persecución, ellos saludaban al vencedor como al nuevo Moisés, guía del nuevo Israel: «(Dios) que de las profundas tinieblas hace brillar para nosotros una luz de paz... castiga y con muchas pruebas corri­ge a su pueblo, pero después de una lección suficien­te, de nuevo abre su bondad y su misericordia a aque­llos que han puesto en Él sus propias esperanzas?
Sólo pocos años antes los cristianos habían sufrido las últimas, durísimas persecuciones que se enmarca­ban en los intentos de los emperadores de unificar en la tradición romana todas las tensiones centrífugas. La salvaguardia de la romanidad, y el deseo de mantener con vida y de hacer revivir el pasado de Roma estaban en la raíz de las múltiples tentativas de unificación, que todavía continuaran por algún siglo: de Dioclecia­no a Constantino, de Teodosio a Justiniano.
En un sucederse de acontecimientos tan contra­puestos, es por lo tanto plenamente comprensible el entusiasmo con que los cristianos miran a este empe­rador «cristiano». Ellos «cantan ahora el cántico nuevo porque, después de visiones terribles han sido consi­derados dignos de celebrar cosas que antes, muchos realmente justos y mártires de Dios desearon ver y no vieron, desearon oír y no oyeron».
Ellos veían en Constantino el príncipe enviado por Dios para contemplar la difusión de cristianismo en el mundo y para garantizar, como los antiguos reyes de la casa de Israel, la paz y las justas acciones de gra­cias de parte de todos los pueblos sujetos a su poder. El emperador, hasta entonces venerado como un dios o como un descendiente de la divinidad, sufre un re­dimensionamiento, se convierte ahora en un consagra­do por Dios. Es normal entonces que, por aquella re­lación existente en el mundo antiguo entre religión y poder, los cristianos esperaban que el cristianismo tomara el lugar de los cultos paganos. Tal cambio, sin embargo, les exige una total revisión de los juicios y de las relaciones con las instituciones y la cultura paga­na: la Iglesia, de hecho, debe afrontar ahora «la enor­me tarea de cristianizar la cultura pagana y la vida pú­blica y de desarrollar una vida intelectual de marca cris­tiana» (Karl Baus). Las poderosas energías contenidas hasta entonces en la Iglesia pueden finalmente explo­tar y reorganizar internamente la cristianidad, el cul­to, la construcción de nuevos edificios y el perfeccio­namiento de la catequesis. Pero sobre todo, el impe­tuoso mensaje cristiano puede ser anunciado libremen­te hasta los confines de la tierra, e informar de él a todo el mundo conocido.
Naturalmente que todo ello provoca pactos, du­das y crisis interiores hasta en los espíritus más abier­tos a la cultura clásica. Es significativo el episodio de San Jerónimo, que transportado en sueños ante el tri­bunal del Dios es acusado de ser ciceroniano y no cristiano.
Con los años, esta negativa llena de prejuicios a todo lo que es clásico y pagano es superada gracias a la enseñanza y al ejemplo de algunos grandes docto­res de la Iglesia, como Agustín, Ambrosio y el mismo Jerónimo.
Se crean así las condiciones que harán posible a la Iglesia, en el trágico sucederse de las invasiones bár­baras, en la peste, y en la decadencia del poder estatal, intervenir en el vacío de las instituciones para ha­cerse cargo de las necesidades materiales y morales de la población de Occidente. Este será el caso de Grego­rio cuando, en 590, suba al pontificado. Su predece­sor murió víctima de la peste que asoló Roma. El está bien lejos de la imagen de un papa místico y pesimis­ta, dedicado a la organización administrativa, cultu­ral e ideológica de la Iglesia como un sistema centrali­zado en las manos del Obispo de Roma. Trabajará co­mo pastor para asegurar a su pueblo la salvación espi­ritual y la paz material, atento de hasta sus mínimas necesidades.
El registro de sus epístolas nos documenta sus in­tervenciones: mientras en Roma faltan los víveres, so­licita al pretor de Sicilia que le mande grano en canti­dad superior a la normal, socorre a los necesitados y a aquellos que, a causa de las recientes calamidades, se han visto privados de todo. Se interesa porque las rentas de los terrenos propiedad de la Iglesia sean dis­tribuidas adecuadamente, y como dice Juan Diácono
en la Vita Gregorii, «para asegurar tal distribución exis­te un registro en el cual son anotados el nombre, la cantidad y los datos de las ayudas prestadas». Duran­te todo su pontificado no duda en mediar entre los bárbaros y el exarca de Ravenna para que cesaran las guerras de devastación en Italia, y cuando Costanti­nopla no quiere la paz con los longobardos, en la es­peranza de poder pararlos aliándose con los francos, sólo el Papa intenta salvar los derechos de la pobla­ción. Asume él mismo el honor de dar instrucciones a los jefes de los ejércitos para que no disminuya la defensa del territorio, se preocupa para que cumplan con la obligación de la guardia en las murallas para que la ciudad esté bien guardada.
Propicia la paz con los longobardos y pone las ba­ses de una integración entre la población bárbara y la latina; y gracias a la atención de este Papa, también los longobardos se convierten al catolicismo.
Ya es indudable que la Iglesia, también por la obra de Gregario Magno, ha adquirido una autoridad mo­ral y cultural no indiferente.
Con estos antecedentes se apresta a afrontar el Me­dievo, una época en la cual, a pesar de las múltiples tentaciones de poder, se verá reclamada continuamente a la santidad de sus orígenes.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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