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Huellas N.8, Abril 1985

EDITORIAL

El concilio y nosotros

Desde hace años, y de manera creciente, los me­dios de comunicación de nuestro país, especialmente la prensa, están publicando editoriales, entrevistas, cró­nicas y artículos de opinión en los que, aludiendo o citando expresamente a nuestro movimiento, se vier­ten los juicios más dispares. Tales referencias denotan casi siempre una curiosa falta de información, tanto en los casos minoritarios, en los que el autor parte de un prejuicio positivo respecto de lo que cree ser CL, como en los casos, mayoritarios, en los que se parte del prejuicio contrario. Hemos dicho casi, porque efec­tivamente sí ha habido media docena de textos, pu­blicados en España a lo largo de estos años, que refle­jaban una observación mínimamente atenta y un en­sayo de interpretación medianamente serio del signi­ficado de este movimiento en la Iglesia y para la so­ciedad. Rápidamente hemos de añadir que estos po­cos textos se reparten por mitad entre los que, como consecuencia de lo que entienden, simpatizan y los que, también como consecuencia de lo que entienden, antipatizan. Es decir, queda claro ya desde el princi­pio que nosotros no pensamos aquello de «¡ay, si nos entendieran... !». Somos perfectamente conscientes de que mucha gente, entendiendo bastante bien lo que decimos y hacemos, está ya o va a estar en profundo desacuerdo con nosotros.
Muchos amigos nuestros han venido reclamando con más o menos insistencia que interviniéramos en la prensa para responder a estos juicios -previos o no- y expresar lo que realmente somos, lo que vivi­mos. Hasta ahora no lo hemos hecho, quizás por la intuición compartida de que, una vez iniciada esa for­ma de presencia exigiría pronto una dedicación des­proporcionada con la medida de nuestra realidad de base en la Iglesia y en la sociedad española, lo que nos llevaría a desatender las tareas que nos parecen por el momento prioritarias. No es, pues, una vocación ma­soquista lo que nos ha mantenido hasta el momento en un casi total silencio en las páginas de la prensa, sino la simple conciencia de nuestras propias limitaciones.
Sin embargo, en el ámbito de esta pequeña revis­ta nuestra, que no sólo sirve para andar por casa, es decir, para comunicarnos entre nosotros, sino, aunque sea modestamente, para comunicarnos a otros, sí po­demos ensayar algunas respuestas, que nos ayuden a nosotros mismos y que ayuden a quienes tengan inte­rés en reconocer con más precisión y claridad nuestras señas de identidad, los rasgos de nuestro peculiar ca­risma en la hora presente de la Iglesia en el mundo.
Son muchas las cuestiones actuales (quizá, aspec­tos de una misma cuestión) que están debatiéndose acaloradamente en el ámbito católico o con respecto a él desde fuera de la Iglesia (lo que es todo un sínto­ma), ame las cuales sería necesario ir exponiendo nues­tra postura. Pero, como hay que empezar por algún lado, agarremos una punta de orilla y vayamos tiran­do. La puma que agarramos, seguramente no por azar, se llama Concilio Vaticano II y en torno a él, natural­mente, las declaraciones del cardenal Ratzinger sobre el postconcilio, la convocatoria del Sínodo extraordi­nario y el proceso de criba de la teología de la libera­ción actualmente en curso.
Es juicio muy consolidado por multitud de voces autorizadas de la Iglesia, e incluso de analistas e his­toriadores ajenos a ello, que los ejes centrales de la pro­blemática y, en consecuencia, de los documentos con­ciliares pueden identificarse en dos: la preocupación pastoral por acercar la oferta cristiana al hombre mo­derno (el famoso «aggiornamento» o «apertura al mun­do moderno») y la necesidad de contemplar la refle­xión orgánica sobre el ser mismo de la Iglesia y su mi­sión en el mundo, truncada en el Vaticano I y que los desarrollos históricos posteriores no habían hecho si­no acentuar. Simplificando, y sin restar la importan­cia que tienen los textos conciliares sobre la liturgia, sagrada escritura, ministerios laicos, etc... , y las pos­teriores reformas y ocasiones basadas en ellos, se pue­de decir que el nudo gordiano, o mejor, el banco de prueba del Concilio son la Gaudium et Spes y la Lu­men Gentium. Ambos textos expresan sensacional­mente la conciencia alcanzada por la Iglesia sobre sí misma y sobre su relación liberadora y salvífica con el mundo y lo hacen en el preciso momento histórico en que comienza la gran crisis de las ideologías (huma­nistas) sedicentemente postcristianas (nacidas a favor o en contra del capitalismo, pero, en todo caso, en su caldo de cultivo).
Pues bien, de ambos aspectos-autoconciencia en­riquecida y perfilada de la Iglesia y, por ella, acerca­miento de la redención cristiana al corazón en profun­da crisis del mundo moderno y a sus venas abiertas­- es expresión apasionada y desarrollo histórico concre­to el movimiento Comunión y Liberación. Ahora bien, ahí comenzó y ahí sigue residiendo nuestro drama. Por­que una parte notable de los cristianos que, como nosotros vibraron esperazados con el Concilio (no habla­mos de los que lo acogieron con recelo, rechazo o in­comprensión) creyeron posteriormente más bien lo que denuncia ahora magistralmente el cardenal Ratzinger en sus declaraciones (sobre el postconcilio, lo repeti­mos habida cuenta de la cantidad de estupideces in­teresadas o cautas que se han publicado al respecto): que la Iglesia podría fermentar el mundo sin proble­mas, diluyéndose pacíficamente en él, mediante la aportación de su «motivación» religiosa y su «horizon­te» escatológico a las diversas instancias sociales, culturales, económicas o políticas que ya existían en el mundo y operaban en la historia humana «liberando» al hombre. Según los gustos, las biografías personales o los contextos grupales, tales instancias han podido ser la burguesía ilustrada, el movimiento obrero, las ciencias humanas, el marxismo, el capitalismo, la lu­cha antiimperialista, el progreso tecnológico, los par­tidos radicales, el feminismo o la electrónica. O todo ello, bien revuelto y condimentado, como en la ma­rea postmoderna y neognóstica que nos envuelve aho­ra. A su vez, desde la «radicalidad humana» de tales instancias «liberadoras» podría operarse la «purifica­ción» y «conversión» de la Iglesia a la causa de la hu­manidad.
Naturalmente este tipo de trayectoria podía con­ducir a dos casos: o disolver en personal conciencia el valor frontal de la experiencia cristiana, es decir, el en­cuentro con Cristo mediante la comunión eclesial y el gozo por la acogida y la pertenencia consiguientes, o a desfigurar y hacer incomprensible el sentido de la cruz, el decir, la paradoja de la no acogida por el mun­do del amor redentor cristiano. Es decir, justamente lo contrario del itinerario existencial que normalmen­te hacemos en CL.
Nuestro movimiento es, bien al contrario de lo que ciertos defensores de un vago «espíritu conciliar» airean, un lugar eclesial de fuerte realización del Concilio, ple­namente consciente de que el sujeto liberador por ex­celencia en la historia de la humanidad ha sido y es la comunidad eclesial, forma social del cuerpo misterioso de Cristo, aún a pesar de todas sus incoherencias y pecados. CL es una realidad viva en la Iglesia, total­mente dispuesta a continuar la plena puesta en prác­tica del Concilio, tarea en la que está empeñado a fon­do el pontificado de Juan Pablo II en total continui­dad con el (que no todos entienden) de Pablo VI. Y eso es justamente lo que no perdonan ciertas fuerzas con gran poder en el mundo actual. Que la Iglesia pre­tenda volver a marcar un rumbo auténticamente libe­rador de la historia, que vuelva a vertebrar la cultura de ciertos pueblos, que fortalezca así las resistencias de muchas naciones débiles al sometimiento que pre­tenden imponerles los imperialismos de uno y otro sig­no. Estos y otros «síntomas» de que hay un catolicis­mo consciente de las exigencias del seguimiento de Cristo, que no acepta su reclusión en un supuesto ám­bito religioso reducido al territorio de las imágenes, deseos y aspiraciones transtemporales de la conciencia humana, desconectado de la realidad que estructura y envuelve la existencia humana e imperante sobre ella a no ser en el plano de las relaciones estrictamente in­dividuales; estos síntomas, decíamos, son los que pro­vocan en quienes han apostado por una u otra forma de marxismo secular (sigan o no llamándose cristianos o concediendo algún valor al cristianismo), reacciones agitadas y nerviosas ame lo que tachan de retorno al integrismo, de restauracionismo de la Iglesia precon­ciliar y otras sandeces parecidas. El mundo tiene gra­vísimos problemas en este final de siglo y sobre la hu­manidad penden amenazas suficientemente graves co­mo para entretenerse en discusiones semánticas. Quien tenía los oídos preparados para entender, entenderá desde el primer momento el sentido de la convocato­ria del Sínodo Extraordinario: renovar y profundizar el compromiso de la Iglesia conciliar a favor de todo el hombre y de todos los hombres, con preferencia por los pobres, desde su único e inmenso potencial reden­tor de la historia y de la condición humana, aquí y ahora. Potencial que tiene un sólo nombre: la fideli­dad a Cristo, el Dios que se ha hecho compañía expe­rimentable por nosotros precisamente a través de la co­munidad católica.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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