Desde hace años, y de manera creciente, los medios de comunicación de nuestro país, especialmente la prensa, están publicando editoriales, entrevistas, crónicas y artículos de opinión en los que, aludiendo o citando expresamente a nuestro movimiento, se vierten los juicios más dispares. Tales referencias denotan casi siempre una curiosa falta de información, tanto en los casos minoritarios, en los que el autor parte de un prejuicio positivo respecto de lo que cree ser CL, como en los casos, mayoritarios, en los que se parte del prejuicio contrario. Hemos dicho casi, porque efectivamente sí ha habido media docena de textos, publicados en España a lo largo de estos años, que reflejaban una observación mínimamente atenta y un ensayo de interpretación medianamente serio del significado de este movimiento en la Iglesia y para la sociedad. Rápidamente hemos de añadir que estos pocos textos se reparten por mitad entre los que, como consecuencia de lo que entienden, simpatizan y los que, también como consecuencia de lo que entienden, antipatizan. Es decir, queda claro ya desde el principio que nosotros no pensamos aquello de «¡ay, si nos entendieran... !». Somos perfectamente conscientes de que mucha gente, entendiendo bastante bien lo que decimos y hacemos, está ya o va a estar en profundo desacuerdo con nosotros.
Muchos amigos nuestros han venido reclamando con más o menos insistencia que interviniéramos en la prensa para responder a estos juicios -previos o no- y expresar lo que realmente somos, lo que vivimos. Hasta ahora no lo hemos hecho, quizás por la intuición compartida de que, una vez iniciada esa forma de presencia exigiría pronto una dedicación desproporcionada con la medida de nuestra realidad de base en la Iglesia y en la sociedad española, lo que nos llevaría a desatender las tareas que nos parecen por el momento prioritarias. No es, pues, una vocación masoquista lo que nos ha mantenido hasta el momento en un casi total silencio en las páginas de la prensa, sino la simple conciencia de nuestras propias limitaciones.
Sin embargo, en el ámbito de esta pequeña revista nuestra, que no sólo sirve para andar por casa, es decir, para comunicarnos entre nosotros, sino, aunque sea modestamente, para comunicarnos a otros, sí podemos ensayar algunas respuestas, que nos ayuden a nosotros mismos y que ayuden a quienes tengan interés en reconocer con más precisión y claridad nuestras señas de identidad, los rasgos de nuestro peculiar carisma en la hora presente de la Iglesia en el mundo.
Son muchas las cuestiones actuales (quizá, aspectos de una misma cuestión) que están debatiéndose acaloradamente en el ámbito católico o con respecto a él desde fuera de la Iglesia (lo que es todo un síntoma), ame las cuales sería necesario ir exponiendo nuestra postura. Pero, como hay que empezar por algún lado, agarremos una punta de orilla y vayamos tirando. La puma que agarramos, seguramente no por azar, se llama Concilio Vaticano II y en torno a él, naturalmente, las declaraciones del cardenal Ratzinger sobre el postconcilio, la convocatoria del Sínodo extraordinario y el proceso de criba de la teología de la liberación actualmente en curso.
Es juicio muy consolidado por multitud de voces autorizadas de la Iglesia, e incluso de analistas e historiadores ajenos a ello, que los ejes centrales de la problemática y, en consecuencia, de los documentos conciliares pueden identificarse en dos: la preocupación pastoral por acercar la oferta cristiana al hombre moderno (el famoso «aggiornamento» o «apertura al mundo moderno») y la necesidad de contemplar la reflexión orgánica sobre el ser mismo de la Iglesia y su misión en el mundo, truncada en el Vaticano I y que los desarrollos históricos posteriores no habían hecho sino acentuar. Simplificando, y sin restar la importancia que tienen los textos conciliares sobre la liturgia, sagrada escritura, ministerios laicos, etc... , y las posteriores reformas y ocasiones basadas en ellos, se puede decir que el nudo gordiano, o mejor, el banco de prueba del Concilio son la Gaudium et Spes y la Lumen Gentium. Ambos textos expresan sensacionalmente la conciencia alcanzada por la Iglesia sobre sí misma y sobre su relación liberadora y salvífica con el mundo y lo hacen en el preciso momento histórico en que comienza la gran crisis de las ideologías (humanistas) sedicentemente postcristianas (nacidas a favor o en contra del capitalismo, pero, en todo caso, en su caldo de cultivo).
Pues bien, de ambos aspectos-autoconciencia enriquecida y perfilada de la Iglesia y, por ella, acercamiento de la redención cristiana al corazón en profunda crisis del mundo moderno y a sus venas abiertas- es expresión apasionada y desarrollo histórico concreto el movimiento Comunión y Liberación. Ahora bien, ahí comenzó y ahí sigue residiendo nuestro drama. Porque una parte notable de los cristianos que, como nosotros vibraron esperazados con el Concilio (no hablamos de los que lo acogieron con recelo, rechazo o incomprensión) creyeron posteriormente más bien lo que denuncia ahora magistralmente el cardenal Ratzinger en sus declaraciones (sobre el postconcilio, lo repetimos habida cuenta de la cantidad de estupideces interesadas o cautas que se han publicado al respecto): que la Iglesia podría fermentar el mundo sin problemas, diluyéndose pacíficamente en él, mediante la aportación de su «motivación» religiosa y su «horizonte» escatológico a las diversas instancias sociales, culturales, económicas o políticas que ya existían en el mundo y operaban en la historia humana «liberando» al hombre. Según los gustos, las biografías personales o los contextos grupales, tales instancias han podido ser la burguesía ilustrada, el movimiento obrero, las ciencias humanas, el marxismo, el capitalismo, la lucha antiimperialista, el progreso tecnológico, los partidos radicales, el feminismo o la electrónica. O todo ello, bien revuelto y condimentado, como en la marea postmoderna y neognóstica que nos envuelve ahora. A su vez, desde la «radicalidad humana» de tales instancias «liberadoras» podría operarse la «purificación» y «conversión» de la Iglesia a la causa de la humanidad.
Naturalmente este tipo de trayectoria podía conducir a dos casos: o disolver en personal conciencia el valor frontal de la experiencia cristiana, es decir, el encuentro con Cristo mediante la comunión eclesial y el gozo por la acogida y la pertenencia consiguientes, o a desfigurar y hacer incomprensible el sentido de la cruz, el decir, la paradoja de la no acogida por el mundo del amor redentor cristiano. Es decir, justamente lo contrario del itinerario existencial que normalmente hacemos en CL.
Nuestro movimiento es, bien al contrario de lo que ciertos defensores de un vago «espíritu conciliar» airean, un lugar eclesial de fuerte realización del Concilio, plenamente consciente de que el sujeto liberador por excelencia en la historia de la humanidad ha sido y es la comunidad eclesial, forma social del cuerpo misterioso de Cristo, aún a pesar de todas sus incoherencias y pecados. CL es una realidad viva en la Iglesia, totalmente dispuesta a continuar la plena puesta en práctica del Concilio, tarea en la que está empeñado a fondo el pontificado de Juan Pablo II en total continuidad con el (que no todos entienden) de Pablo VI. Y eso es justamente lo que no perdonan ciertas fuerzas con gran poder en el mundo actual. Que la Iglesia pretenda volver a marcar un rumbo auténticamente liberador de la historia, que vuelva a vertebrar la cultura de ciertos pueblos, que fortalezca así las resistencias de muchas naciones débiles al sometimiento que pretenden imponerles los imperialismos de uno y otro signo. Estos y otros «síntomas» de que hay un catolicismo consciente de las exigencias del seguimiento de Cristo, que no acepta su reclusión en un supuesto ámbito religioso reducido al territorio de las imágenes, deseos y aspiraciones transtemporales de la conciencia humana, desconectado de la realidad que estructura y envuelve la existencia humana e imperante sobre ella a no ser en el plano de las relaciones estrictamente individuales; estos síntomas, decíamos, son los que provocan en quienes han apostado por una u otra forma de marxismo secular (sigan o no llamándose cristianos o concediendo algún valor al cristianismo), reacciones agitadas y nerviosas ame lo que tachan de retorno al integrismo, de restauracionismo de la Iglesia preconciliar y otras sandeces parecidas. El mundo tiene gravísimos problemas en este final de siglo y sobre la humanidad penden amenazas suficientemente graves como para entretenerse en discusiones semánticas. Quien tenía los oídos preparados para entender, entenderá desde el primer momento el sentido de la convocatoria del Sínodo Extraordinario: renovar y profundizar el compromiso de la Iglesia conciliar a favor de todo el hombre y de todos los hombres, con preferencia por los pobres, desde su único e inmenso potencial redentor de la historia y de la condición humana, aquí y ahora. Potencial que tiene un sólo nombre: la fidelidad a Cristo, el Dios que se ha hecho compañía experimentable por nosotros precisamente a través de la comunidad católica.
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