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Huellas N.6, Diciembre 1984

NUESTROS DÍAS

Aprender es un poco como rezar. Un artículo de Simone Weil

Abelardo, siglo XII: "Lo primero que ocurre cuando uno comienza a alejarse de Dios es el fastidio por el estudio" (Carta VIII a Eloisa)
San Bernardo da Chiaravalle: "Hay algunos que quieren conocer por el sólo fin de conocer, y ésta es innoble curiosidad. Hay otros que quieren conocer para ser ellos mismos conocidos, y ésta es innoble va­nidad. También hay algunos que quieren conocer para vender su ciencia, por ejemplo por dinero o por obtener honores, y esto es innoble merca­do. Pero están también aquellos que quieren conocer para construir, y esto es caridad. Y están, finalmente, aquellos que quieren conocer pa­ra ser edificados, y esto es prudencia". (Sermón XXXVI)
La clave de una concepción cristiana del estudio es que la oración exige atención, exige que toda le atención de la que el alma sea capaz esté orientada hacia Dios. La cualidad de le atención está estrechamente ligada a la cualidad de la oración. El calor del sentimiento no lo puede suplir.
Sólo la parte más elevada de la atención entra en contacto con Dios, cuando la oración es suficientemente intensa y pura para que se pueda establecer un contacto semejante; pero toda la atención está dirigida a Dios.
Loe ejercicios escolares desarrollan, ciertamente, una parte menos elevada de la atención, pero tienen una eficacia para acrecentar aquel poder de la atención que será disponible en el momento de la oración; sin embargo tienen que ser realizados con este objetivo y sólo con es­te objetivo.
Actualmente perece que esto se ignora, pero el objetivo real y el interés casi único del estudio es formar le facultad de le atención.
La mayor parte da los ejercicios escolares tienen también un cierto interés intrínseco, pero es un interés secundario. Todos los ejercicios que verdaderamente reclaman nuestra capacidad de atención son intere­santes en esta medida.
No tener aptitudes o gusto natural por la geometría no impide que la búsqueda da la solución de un problema o el estudio de una demostración desarrolle la atención. Casi es el contrario, es casi una circunstancia favorable.
Más aún, importa poco que se llegue a encontrar la solución o a comprender la demostración, con tal de que se haga verdaderamente un esfuerzo por conseguirlo. Nunca, en ningún caso, un verdadero esfuerzo de atención es un derroche. Siempre es completamente eficaz desde el punto de vista espiritual, y lo es incluso, como consecuencia, en el plano inferior de la inteligencia, dado que éste es iluminada por la luz espiritual.
Si se busca con verdadera atención la solución de un problema de geometría, y después de una hora se está en el mismo punto que al co­mienzo, cada minuto de esa hora constituye un progreso en otra dimen­sión, más misteriosa. Sin que se note, sin que se sepa, este esfuerzo, en apariencia estéril y sin fruto, ha puesto más luz en nuestra alma. El fruto se reencontrará un día, más tarde, en la oración, y por tanto se encontrará también, sin duda alguna, en cualquier campo de la inte­ligencia, quizá completamente distinto a las matemáticas. Quizá un día el que ha realizado este esfuerzo sin resultado, será capaz de captar más directamente la belleza de un vareo de Racine, gracias a esta es­fuerzo. Pero que el fruto de un esfuerzo así se deba encontrar en la oración, es completamente cierto; sobre este punto no hay duda.
Certezas de este tipo son dadas por la experiencia. Pero si no se cree antes de haber hecho la prueba, o al manos no nos comportamos como si se creyese, no se hará nunca la experiencia que da acceso a es­tas certezas.
Hay en esto una especie de contradicción. Esto ocurra, a partir de un cierto nivel, en todos los conocimientos útiles para el progreso espiritual: si no son adoptados como regla da conducta antes de haber­los verificado, si no se permanece fiel a ellos durante un largo periodo de tiempo sólo por un acto de fe, una fe inicialmente tenebrosa, sin luz, no se transformarán jamás en certeza. La fe es condición indispensable.
El mejor soporta de la fe es la garantía de que si pedimos pan al Padre, Él no nos dará piedras. Hasta incluso desde fuera de cualquier creencia religiosa explícita, cada vez que un ser humano realiza un esfuerzo de atención con el único deseo de acrecentar su propia acti­tud para alcanzar la verdad, consigue al objetivo, incluso si su es­fuerzo no produce ningún fruto tangible. Un cuento esquimal explica así el origen de la luz: "El cuervo, que en la noche eterna, no po­día encontrar comida, deseó la luz y la tierra se iluminó". Si hay un verdadero deseo, si el objeto del deseo es verdaderamente la luz, el deseo de la luz produce luz. Hay un verdadero deseo cuando hay un es­fuerzo de atención. Y se desea verdaderamente la luz cuando no está presente ningún otro móvil. Incluso si los esfuerzos de atención permanecieran en apariencia estériles durante años, habrá un día, en el que la luz, exactamente proporcional a aquellos esfuerzos, inundará el alma. Cada esfuerzo añade un poco de oro a ese tesoro que nada en el mundo puede arrebatar. Los inútiles y penosos esfuerzos por aprender latín del cura de Ars durante tantos años, le han dado sus frutos en la maravillosa intuición con la cual descubría el alma de sus peniten­tes, más que cualquier palabra que ellos pudieran decir o de cualquier silencio que tuvieran.
Es necesario, pues, estudiar sin desear tener buenas notas, ni pa­sar los exámenes, ni obtener algún resultado académico, sin tener en cuenta los gustos y las aptitudes naturales, sino aplicándose con la misma intensidad en todos los trabajos, considerando que todos sirvan para desarrollar la atención, que es la esencia de la oración. En el momento en que nos aplicamos a en determinado ejercicio, es necesario querer realizarlo bien. Esta voluntad es indispensable para que haya un verdadero esfuerzo. Pero más allá de ese objetivo inmediato, la in­tención de fondo debe ser dirigida únicamente a aumentar la capacidad de atención en vistas a la oración. Del mismo modo, quien escribe, di­buja las letras en el papel no como fin en sí mismas, sino en función de la idea que quiere expresar.
Poner en el estudio esta única intención, excluyendo cualquier otra es la primara condición para su utilidad espiritual. La segunda condi­ción es la de obligarse rigurosamente a considerar con atención cada ejercicio académico mal hecho, en toda la fealdad de su mediocridad, sin buscar excusas, sin descuidar ningún error ni ninguna corrección del profesor, intentando volver a empezar desde el origen de cada fa­llo. Existe una gran tentación de hacer lo contrario, de echar un vis­tazo rápido al ejercicio corregido, cuando se ha hecho mal, y esconder lo más rápidamente posible. Casi todos hacen así. Es necesario recha­zar esta tentación. Como inciso diré incluso que nada es más necesario para lograr un buen éxito académico, porque, a pasar de todos los esfuerzos, no se puede progresar mucho si se rehusa a prestar atención a los errores cometidos y a las corrección es de los profesores.
Se conquista así, sobre todo, la virtud de la humildad, tesoro in­finitamente más precioso que cualquier progreso académico. Por este objetivo, meditar sobre la propia estupidez, es quizá más útil que medi­tar sobre el pecado. La conciencia del pecado hace advertir la propia maldad, y a veces se convierte casi en un motivo de orgullo.
Obligándose con gran esfuerzo a observar, con los ojos y con el es­píritu, un ejercicio académico equivocado, se advierte con claridad meridiana la evidencia de la propia mediocridad; y ningún conocimiento es más deseable. Si alguien se atreve a penetrar con toda el alma en esta verdad, se puede decir que está introducido en el camino justo.
Cuando estas dos condicionas están perfectamente satisfechas, los estudios académicos llegan a ser, sin duda, un camino, válido como cualquier otro, para alcanzar la santidad.
Para satisfacer la segunda condición basta quererlo. No así para la primera. Para lograr realmente una atención, conviene saber cómo se consigue. Muchas veces se confunda la atención con una especie de esfuerzo físico.
(...) La voluntad, aquella que en caso necesario hace apretar los dientes y soportar el esfuerzo físico, es el instrumento principal de aprendizaje en el trabajo manual, pero, en contra de la opinión generalizada, no tiene apenas cabida en el estudio. La inteligencia sólo puede ser guiada por el deseo. Y para qua la inteligencia sea deseo debe hacerse además gusto y alegría. La alegría para aprender es indispensable en el estudio, al igual que la respiración para los atletas. Don­de éste falta, no existe estudiante, sino pobre caricatura de aprendiz, que al final de su aprendizaje no tendrá ni siquiera un oficio.
Esta función del deseo permite transformar el estudio en una prepa­ración para la vida espiritual, porque el deseo orientado hacia Dios es la única fuerza capaz de elevar el espíritu. Es cierto que Dios es el que desciende para aferrar el espíritu y elevarlo, pero sin embargo, el deseo empuja a Dios a descender. El viene solamente para aquellos que lo pidan, para aquellos que se lo pidan larga y ardientemente.
La atención es un esfuerzo, quizá el más grande de los esfuerzos, pero es un esfuerzo negativo. Por sí mismo no produce cansancio, pero cuando ésta aparece, ya no es posible la atención, a no ser que se es­té muy acostumbrado. Entonces es mejor dejarlo, irse y buscar una dis­tracción, para empezar un poco más tarde.
Veinte minutos de atención intensa valen infinitamente más que tres horas con los codos en los libros que te llevan a decir con el sentimiento del deber cumplido: "He trabajado duro".
Pero, contrariamente a lo que parece, esto es muy difícil. Existe en nuestro espíritu algo que rehuye a la verdadera atención más que al cuerpo le repugna el cansancio. Esta algo está mucho más próximo al mal que lo pueda estar el cuerpo. Así, cada vez que estamos verdadera­mente atentos, destruimos una parte del mal que tenemos. Pero si desa­rrollemos la atención de esta forma, un cuarto de hora vale más que muchas buenas obras.
La atención consiste en dejar nuestro pensamiento disponible, vacío y permeable el objeto, en mantenerse cerca del propio pensamiento, pero a un nivel inferior. El pensamiento, respecto de todos los pensamientos particulares, debe ser como un hombre encima de una montaña, que mirando hacia lo lejos encuentra que debajo de él, y casi sin fijarse, hay muchos bosque, y llanuras. Pero, sobre todo, el pensamiento debe
estar vacío, en espera; no debe buscar nada, pero debe estar atento a recibir, en su desnuda verdad, el objeto que está por aparecer,
Todos los errores en las versiones, todo el absurdo en las solucio­nes de los problemas de geometría, todas las impropiedades estilísti­cas y las incoherencias en las concatenaciones de las ideas, todo, depende del hecho de que el pensamiento se ha lanzado apresuradamente sobre algo, y habiéndose empeñado apresuradamente, no ha estado dispo­nible para acoger la verdad. La causa de esto está siempre en haber
querido buscar; esto se puede comprobar siempre, en cualquier error, si se busca la raíz del mismo. No hay ejercicio mejor para esta comprobación, ya que es una verdad en la que no se puede creer sino después de haber tenido le respuesta cien mil veces. De esta manera acon­tece en todas las verdades esenciales.
Los bienes más preciosos no pueden buscares, sino esperarse. El hombre, con su sólo esfuerzo, no puede encontrarlos, y si se empaña en buscarlos encontrará sólo falsos bienes, de los que no sabrá, ni si­quiera, reconocer su falsedad.
Solucionar un problema de geometría no es, en sí mismo, un bien precioso, ya que al ser la imagen de un bien precioso, se le puede aplicar la misma ley. Existiendo un pequeño fragmento de una verdad particular, esa es una imagen da la Verdad única, eterna y viva, de aque­lla Verdad que un día dijo con voz humana: "Yo soy la Verdad"

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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