A la hora de hacer un relato, un resumen, un artículo (llamadlo como queréis) de lo que son las vacaciones internacionales y de lo que han supuesto para mí, en concreto, las de este año, me encuentro con la dificultad de que son una experiencia; algo que se ha vivido: un conjunto de momentos y sensaciones difíciles de expresar con palabras. Y por esta misma razón se corre otro peligro aún mayor: no solo que no se entienda esa experiencia, sino que uno, al leer, se quede indiferente y no se suscita en él un deseo de cambio; que todo se quede en un mero "¿qué tal por Italia?". Y este peligro es el que hace, en definitiva, que todo lo que acontece diariamente no sea vivido en primera persona.
Después de dos mil quinientos kilómetros de viaje, nos encontramos allí, en el corazón de los Alpes. Poco a poco, mientras cada grupo se presentaba al resto entre palabras y canciones, fui reconociendo las caras que había conocido dos años atrás, en las primeras vacaciones internacionales. Eso me hizo recordar los momentos que había vivido en aquel mismo lugar; no con la nostalgia de algo pasado que no volvería a experimentar, sino con la seguridad de que este año sería aún mejor, más auténtico, más verdadero. Porque no habíamos pasado dos años metidos en formol, sino que notaba que todos habíamos cambiado, todos habíamos crecido. Tenía ante mi unas vacaciones que construir (todos las teníamos) y no quería desaprovechar ni el tiempo ni la ocasión. Y eso me llevó abrirme a la novedad que cada persona encerraba. Fue surgiendo un reconocimiento entre todos los que estábamos allí; un reconocimiento en base a aquello che vivíamos; un reconocimiento por encima de las diferencias de idioma, de cultura, de personalidad de cada uno. Percibía en las experiencias de cada uno que eran algo profundamente cercano a mi propia experiencia. Que sus dificultades eran las mías, y sus deseos y proyectos también. Solo desde aquí se puede comprender la dimensión internacional del movimiento: que el movimiento no es algo limitado al colegio, facultad o ciudad donde estoy, a las cuatro paredes dentro de las que me muevo, sino que es algo abierto al mundo entero. Y pude además constatar que el cristianismo es válido para el hombre como tal, para todo hombre, y no depende de las circunstancias que a cada uno le toque vivir. La Verdad es Verdad igualmente para un canadiense, para un sudafricano, para un yugoslavo o para cualquier otro, porque Cristo se ha encarnado en la historia y es punto de referencia objetivo para todo el que lo reconoce.
Conformen iban transcurriendo las vacaciones se podía respirar cada vez más un clima de unidad entre todos; pero confieso que incluso a mí me causó sorpresa comprobar que nosotros, los españoles, éramos un grupo muy compacto, muy unido. Un grupo que por su propio juicio ante la realidad que encontramos y, en general, hacia todas las cosas, despertaba el interés de los demás. Se evidenciaba -según me dijeron varias personas- que entre nosotros, en nuestro modo de tratarnos, de comportarnos, existía una amistad nacida de un único empeño: construir el movimiento, construir la Iglesia. Y que de año en año se notaba cada vez más que ese empeño era el centro de nuestra vida.
Es impresionante vivir con gente para la cual este afán se convierte en algo existencial, de ser o no ser: como en Uganda, donde vivir el movimiento es cuestión de vida o muerte; o en Polonia, donde para hacer una Escuela de Comunidad se desafía al propio sistema; o en Hungría, donde la policía política persigue cualquier intento de crear algo nuevo; o en Chile, donde se corre el riesgo de ser encasillado políticamente, con lo que esto supone allí.
Tengo la impresión de que quizá a nosotros nos falta un poco de esta radicalidad a la hora de vivir el movimiento. Olvidamos muchas veces que Cristo es el centro de nuestra vida, de nuestra amistad, de nuestra historia. Que Él es la referencia hacia nuestro destino. Por eso, tanto las vacaciones internacionales como otros momentos que tenemos son siempre, y fundamentalmente, un reto. Un reto a vivir más conscientemente ese factor divino que existe entre nosotros, a vivir, por tanto, más intensamente la compañía; a ser, en definitiva, más hombres. Se abre por delante de nosotros todo un camino. El único que jamás se recorre en solitario.
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