"A verdade vos libertará
mereis en Cristo verdadeiramente livres.
Vinde todos sim oh vinde jà,
e celebrai com alegria a vossa libertacao"
Este es lo que dice el estribillo de una bonita canción brasileña que aprendí este verano, y que he vuelto a cantar muchas veces, con ocasión de varios encuentros y vacaciones con amigos cristianos. Me gusta empezar con estas palabras y recordar la ocasión concreta donde las he aprendido porque, a mí modo de ver, introducen adecuadamente el problema de la teología de la liberación, sobre la cual se me ha pedido un juicio.
La teología de la liberación ha vuelto al candelero a partir de la "Instrucción" por parte de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, después de la confrontación entre el teólogo Leonardo Boff y el cardenal Ratzinger, y con ocasión del reciente discurso del Papa a los Obispos peruanos (primeros de Octubre).
El problema de esta teología (que no tiene un pensamiento unitario sino que se encuentra articulada en varias corrientes) es preminentemente práctico. Nació hace quince años en Latinoamérica y ha tenido el mérito de entrar en una viva confrontación con la dramática realidad de aquel continente, aceptando el desafío histórico que la injusticia y la opresión del subdesarrollo ponían a la Iglesia. En su origen hay exigencias justas, y el intento teórico-práctico de responder a esas exigencias es lo que propiamente se llama "teología de la liberación".
Me reservo para otra ocasión mostrar más detalladamente cuales son esas exigencias y sus intentos de respuesta. Quiero ahora afrontar el problema esencial que la teología de la liberación ha puesto de relieve. Es un problema que no solo afecta a la trágica situación de Latinoamérica, sino que afecta al mismo drama del hombre contemporáneo (que vive la opresión, o de las oligarquías dominantes, o de un materialismo masificador y alienante, o de "socialismos reales" violentos y totalitarios).
El cristianismo sabe que el hombre vive envuelto en múltiples alienaciones y contradicciones, y que estas tienen distintas raíces. Sin embargo sabe que la raíz más profunda, de la que todas esas alienaciones dependen, se encuentra en el corazón mismo del hombre. Y sabe que cuando no se logra comprender y atacar esta raíz, el esfuerzo del hombre para liberarse de una contradicción, necesariamente (por la herida profunda del pecado original que él lleva dentro de sí) y, a veces, insensiblemente, la hace caer en una nueva forma de alienación, a menudo pasar que la anterior.
El cristianismo reconoce todo esto con realismo, pero al mismo tiempo lleva la alegre noticia de que la herida profunda del corazón del hombre puede ser sanada, porque ya ha sido sanada en el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo.
Aquí está la paradoja cristiana, que puede parecer escándalo y locura, pero para los que la aceptan se convierte en una visión nueva de la realidad y en un trabajo, paciente pero lleno de certeza, por la verdad de sí mismo y de todas las relaciones humanas.
Las ideologías invitan, o a una estéril resignación frente a la realidad existente, o a superar las contradicciones humanas y sociales a través de la fascinación por la lucha revolucionaria. El marxismo afirma que la tierra prometida está delante de nosotros. Cristo dijo una cosa diferente: la tierra prometida ya está entre nosotros, es el espacio de la Iglesia, donde la transformación del corazón me hace concreta comunidad entre los hombres. En este acontecimiento está la posibilidad de salvación y de liberación para todos, incluso para el más oprimido.
Creo que la teología contemporánea (tanto la latinoamericana como la europea) está de acuerdo -como principio- con esta afirmación. "A verdade vos libertará, sereis en Cristo verdadeiramente livres": es un principio que los teólogo no pueden abstenerse de afirmar. El problema, sin embargo, está en el hecho de que mucha de la teología contemporánea no sabe extraer las consecuencias práctica de esa afirmación, no sabe proponer en términos metodológicos su fuerza histórica.
¿Por qué razón? Aquí está el "quid" de la cuestión. La razón es que a menudo es débil la experiencia de pertenencia a la Iglesia, en cuanto es fascinadora porque libera, esto es, hace experimentar un evidente incremento de la propia humanidad. El problema es la debilidad del sujeto cristiano, de su identidad, que en la confrontación con la realidad cree poder adquirir fuerza asugiendo análisis y métodos pertenecientes a ideologías que son extrañas a él. "El imprescindible clamor por la justicia y la necesaria solidaridad preferente por el pobre, no necesitarán hipotecarse a ideologías extrañas a la fe, como si fueran estas las que guardaran el secreto de la verdadera eficacia" (del discurso de J.P.II a los Obispos peruanos, 4/X/84).
El sujeto cristiano puede asumir y emplear todas las categorías culturales que él juzga aptas para la proposición universal de su mensaje (como se puede notar en la historia del desarrollo del pensamiento cristiano en los primeros siglos), pero el sujeto cristiano jamás puede basarse en ningún análisis y en ninguna praxis que no sea la adhesión a la persona de Cristo en la realidad viva de la Iglesia.
Y esto no es un problema teórico, es un hecho práctico: está en el paso real que esta pertenencia tiene en el pensamiento y en el comportamiento cotidiano. La fe no es una opinión o una "intuición" moral que cada cual pueda adaptar a su gusto para hacerla convivir con las ideologías más diversas. La fe en Cristo implica por su propia naturaleza la pertenencia a la unidad de la Iglesia, cuya última garantía es el magisterio del Obispo de Roma, sucesor de Pedro y supremo pastor de toda la Iglesia.
Si la preocupación fundamental del sujeto cristiano no es la de reforzarse en su propia identidad ("autorealización de la Iglesia"), entonces, ingenuamente, empieza a creer que solo está utilizando ciertas formas de análisis, pero acaba por deformar el propio ojo, de tal forma que no sabe ya captar el núcleo central de la verdad sobre el hombre. Por ejemplo, existe una diferencia fundamental entre la lucha por la justicia de aquel que solo quiere hacer prevalecer el propio interés material, y la lucha por la justicia de aquel que siempre tiene en cuenta el cumplimiento de la verdad total del hombre, incluso la de los adversarios.
Y así por ejemplo, en el contenido que damos a la palabra pobre está implicada una determinada concepción del hombre. Para el marxismo "el pobre" es, ante todo, el proletario; un ser que el modo de producción capitalista ha despojado de su cultura, de su conciencia religiosa y nacional, de toda forma de memoria histórica. Es la encarnación de una categoría de pura negatividad, ya que se rebela en contra del orden existente para derrumbarlo y abrir camino a una nueva forma de organización social.
Sin embargo el pobre realmente existente, y sobre todo el latinoamericano, no es así (cfr. el documento de Puebla). El pobre latinoamericano es un hombre que no solo quiere vivir, sino que quiere vivir con dignidad. Tiene una cultura propia, una religiosidad popular, un conjunto de valores y de juicios que la originaria evangelización cristiana ha enraizado profundamente en su humanidad. Un auténtico proyecto de liberación no puede prescindir de todo esto.
Lo que más falta hace pues, es que se anuncia con energía y firmeza la verdad integral sobre Cristo, sobre el hombre y sobre la Iglesia (esta es la preocupación de la "Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación"). Ya es hora de que la fe se haga vida -aquí está la autorealización de la Iglesia- y de que la comunión con Cristo se haga forma de vida de los hombres y convierte sus vida en mejor, más auténtica y justa y, en lo que se pueda, llena de paz.
"É tempo de vencer a vil escravidao
que en vos exercen humana ou ideias,
É tempo de dizer que so Deus poda ser
o unico Senhor de humanidade"
así seguía diciendo aquel canto brasileño sobre la liberación.
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